Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– Tienes que ir al médico, insistía Mimí.

– No te preocupes, estoy sana. Todo se arreglará cuando deje de soñar con Zulema.

Mimí coleccionaba cajas de porcelana, animales de peluche, muñecas y cojines bordados por ella en sus ratos de ocio. Su cocina parecía una vitrina de aparatos domésticos y los usaba todos, porque le gustaba cocinar, aunque era vegetariana y se alimentaba como un conejo. Consideraba la carne un veneno mortal, otra de las numerosas enseñanzas del Maharishi, cuyo retrato presidía la sala y cuya filosofía guiaba su vida. Era un abuelo sonriente de ojos acuosos, un sabio que había recibido iluminación divina a través de las matemáticas. Sus cálculos le habían demostrado que el universo -y con mayor razón sus criaturas- estaba gobernado por el poder de los números, principios de conocimiento cosmogónico desde Pitágoras hasta nuestros días. Fue el primero en poner la ciencia de los números al servicio de la futurología. En cierta ocasión fue invitado por el Gobierno para consultarlo sobre asuntos de Estado y Mimí se encontraba entre la muchedumbre que lo recibió en el aeropuerto. Antes de verlo desaparecer en la limusina oficial, pudo tocar el borde de su túnica.

– El hombre y la mujer, no hay diferencia en este caso, son modelos del universo a escala reducida, por lo tanto todo acontecer en el plano astral está acompañado de manifestaciones a nivel humano y cada persona experimenta una relación con determinado orden planetario de acuerdo a la configuración básica que lleva asociada a sí misma desde el día en que aspiró su primer aliento de vida, ¿entiendes? recitó Mimí de un tirón, sin tomar aire.

– Perfectamente, le aseguré y a partir de ese momento no hemos tenido jamás un problema, porque cuando todo lo demás falla, nos comunicamos en el lenguaje de los astros.

9

Las hijas de Burgel y Rupert quedaron embarazadas en la misma época, sufrieron juntas las molestias propias de la gestación, engordaron como un par de ninfas renacentistas y dieron a luz a sus primogénitos con pocos días de diferencia. Los abuelos exhalaron un hondo suspiro de alivio porque las criaturas nacieron sin taras aparentes, y celebraron el acontecimiento con un fastuoso bautizo doble en el cual gastaron buena parte de sus ahorros. Las madres no pudieron atribuir la paternidad de sus hijos a Rolf Carlé, como tal vez deseaban secretamente, porque los recién nacidos olían a cera y porque hacía más de un año que no tenían el gusto de dar brincos con él, no por falta de buena disposición de las partes, sino porque los maridos resultaron bastante más avispados de lo imaginado y no les dieron muchas oportunidades de encontrarse a solas. En cada una de las esporádicas visitas de Rolf a la Colonia, sus tíos y las dos matronas lo agobiaban de mimos y los fabricantes de velas lo colmaban de ruidosas atenciones, pero no le quitaban los ojos de encima, de modo que las acrobacias eróticas pasaron a un segundo plano por razones de fuerza mayor. Sin embargo, de vez en cuando los tres primos lograban escabullirse a un bosque de pinos o a algún cuarto vacío de la pensión y reír juntos durante un rato recordando los viejos tiempos.

Con el paso de los años las dos mujeres tuvieron otros hijos y se acomodaron en su papel de esposas, pero no perdieron la frescura que enamoró a Rolf Carlé cuando las vio por primera vez. La mayor siguió siendo alegre y juguetona, empleaba un vocabulario de corsario y era capaz de beber cinco jarras de cerveza sin perder la compostura. La menor mantuvo esa delicada coquetería que la hacía tan seductora, a pesar de que ya no tenía la belleza frutal de su adolescencia. Las dos preservaron el olor de canela, clavo de olor, vainilla y limón, cuya sola evocación lograba poner fuego en el alma de Rolf, como le había ocurrido a veces a miles de kilómetros de distancia, despertándolo en la mitad de la noche con el presentimiento de que ellas también estaban soñando con él.

Por su parte Burgel y Rupert envejecieron criando perros y estremeciendo la digestión de los turistas con sus extraordinarias recetas culinarias, siguieron peleando por nimiedades y amándose con buen humor, cada día más encantadores. La convivencia a lo largo de los años borró sus diferencias y con el tiempo fueron igualándose en cuerpo y alma hasta parecer gemelos. Para divertir a los nietos a veces ella se pegaba con engrudo un bigotazo de lana y se ponía la ropa de su marido y él se colocaba un sostén relleno con trapos y una falda de su mujer, creando una festiva confusión en los niños. El reglamento de la pensión se suavizó y muchas parejas furtivas viajaban hasta la Colonia para pasar una noche en esa casa, porque los tíos sabían que el amor es bueno para conservar la madera y a su edad ellos ya no tenían el mismo ardor de antes, a pesar de las enormes porciones de guiso afrodisíaco que consumían. Acogían a los enamorados con simpatía, sin hacer preguntas sobre su situación legal, les daban las mejores habitaciones y les servían suculentos desayunos, agradecidos porque esos escarceos prohibidos contribuían al buen estado del artesonado y de los muebles.

En ese tiempo la situación política se estabilizó, después que el Gobierno sofocó el intento golpista y logró controlar la crónica tendencia a la subversión de algunos militares. El petróleo siguió manando de la tierra como un inacabable torrente de riqueza, adormeciendo las conciencias y postergando todos los problemas para un mañana hipotético.

Mientras tanto Rolf Carlé se había convertido en una celebridad andariega. Realizó varios documentales que dieron prestigio a su nombre más allá de las fronteras nacionales. Había andado por todos los continentes y para entonces hablaba cuatro idiomas. El señor Aravena, promovido a director de la Televisora Nacional desde la caída de la dictadura, lo enviaba en busca de noticias a las fuentes de origen, porque era partidario de los programas dinámicos y atrevidos. Lo consideraba el mejor cineasta de su equipo y en secreto Rolf estaba de acuerdo con él. Los cables de las agencias de prensa tuercen la verdad, hijo, es preferible ver los acontecimientos con los propios ojos, decía Aravena. Así es como Carlé filmó catástrofes, guerras, secuestros, juicios, coronaciones de reyes, reuniones de altos dignatarios y otros hechos que lo mantuvieron alejado del país. En algunos momentos, cuando se encontraba hundido hasta las rodillas en un lodazal del Vietnam o esperando durante días en una trinchera del desierto, medio desmayado de sed, con la cámara al hombro y la muerte a la espalda, el recuerdo de la Colonia le devolvía la sonrisa. Para él, esa aldea de cuentos encaramada en un cerro perdido de América constituía un refugio seguro donde su espíritu podía siempre encontrar la paz. Allí regresaba cuando se sentía agobiado por las atrocidades del mundo, para echarse bajo los árboles a mirar el cielo, revolcarse en el suelo con sus sobrinos y con los perros, sentarse por las noches en la cocina a observar a su tía revolviendo las ollas y a su tío ajustando los mecanismos de un reloj. Allí daba rienda suelta a su vanidad deslumbrando a la familia con sus aventuras. Sólo ante ellos se atrevía a practicar inocentes pedanterías, porque en el fondo se sabía perdonado de antemano.

La índole de su trabajo le había impedido formar un hogar, como le reclamaba su tía Burgel cada vez con más insistencia. Ya no se enamoraba con la facilidad de los veinte años y empezaba a resignarse a la idea de la soledad, convencido de que le sería muy difícil encontrar la mujer ideal, aunque jamás se preguntó si él cumpliría los requisitos exigidos por ella, en el caso improbable de que ese ser perfecto apareciera en su camino. Tuvo un par de amores que acabaron frustrados, algunas amigas leales en distintas ciudades que le daban la bienvenida con el mayor cariño si atinaba a pasar por allí, y suficientes conquistas para alimentar su propia estima, pero ya no se entusiasmaba con relaciones pasajeras y desde el primer beso comenzaba a despedirse. Se había transformado en un hombre fibroso, piel y músculos tensos, con los ojos atentos rodeados de arrugas finas, bronceado y pecoso. Sus experiencias en la primera línea de tantos hechos violentos no lograron endurecerlo, todavía era vulnerable a las emociones de la adolescencia, aún sucumbía ante la ternura y lo perseguían de vez en cuando las mismas pesadillas, mezcladas, es cierto, con algunos sueños felices de muslos rosados y cachorros de perros. Era tenaz, inquieto, incansable. Sonreía con frecuencia y lo hacía con tal sinceridad, que ganaba amigos en todas partes. Cuando estaba detrás de la cámara se olvidaba de sí mismo, interesado solamente en captar la imagen, aún a costa de cualquier riesgo.

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