Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Lo encontró en su cocina, algo más gastado, pero con el mismo buen ánimo. Se estrecharon la mano con desconfianza. Los tiempos habían cambiado y ahora la represión era labor de especialistas, la guerrilla ya no era sólo un ideal de muchachos ilusionados con la esperanza de cambiar el mundo, sino un enfrentamiento despiadado y sin cuartel. Rolf Carlé entró en materia con algunos preámbulos.

– Yo no tengo nada que ver con eso, replicó el Negro.

– No soy un soplón, nunca lo he sido. No te he delatado en todos estos años, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Consúltalo con tus jefes, diles que me den una oportunidad, al menos que me dejen explicarles lo que pienso hacer…

El hombre lo miró largo rato, estudiando cada detalle de su rostro y seguramente aprobó lo que vio, porque Rolf Carlé sintió un cambio en su actitud.

– Vendré a verte mañana, Negro, dijo.

Volvió al día siguiente y todos los días durante casi un mes, hasta que por fin consiguió la cita y pudo exponer sus intenciones. El Partido consideró que Rolf Carlé podía ser un elemento útil; sus reportajes eran buenos, parecía un hombre honesto, tenía acceso a la televisión y era amigo de Aravena; resultaba conveniente contar con alguien como él y el riesgo no sería demasiado grande si manejaban el asunto con las precauciones debidas.

– Hay que informar al pueblo, una victoria gana aliados, decían los dirigentes.

– No alarmen a la opinión pública, no quiero oír ni una palabra sobre la guerrilla, vamos a anularla con el silencio. Están todos fuera de la ley y así serán tratados, ordenaba por su parte el Presidente de la República.

En esta ocasión el viaje de Rolf Carlé al campamento fue muy distinto al realizado antes, no se trató de una excursión con una mochila a la espalda como un escolar de vacaciones. Buena parte del trayecto lo hizo con los ojos vendados, lo trasladaron en el maletero de un coche, medio asfixiado y desmayándose de calor, otra parte la realizó de noche a través de los campos sin recibir el menor indicio de su ubicación, sus guías se turnaban y ninguno estaba dispuesto a hablar con él, pasó dos días encerrado en diversos galpones y graneros movilizado de aquí para allá sin derecho a hacer preguntas.

El Ejército, entrenado en las escuelas de contra-insurgencia, acorralaba a los guerrilleros, instalaba controles móviles en los caminos, detenía los vehículos, revisaba todo. No era fácil pasar sus líneas de control. En los Centros de Operaciones, diseminados por todo el país, se concentraban las tropas especializadas. Corría el rumor de que ésos eran también campos de prisioneros y lugares de tortura. Los soldados bombardeaban las montañas, dejando un reguero de escombros. Recuerden el código de ética revolucionaria, machacaba el Comandante Rogelio, por donde pasemos no puede haber abuso, respeten y paguen todo lo que consuman, para que el pueblo aprecie la diferencia entre nosotros y los soldados, para que sepan cómo serán las zonas liberadas por la Revolución. Rolf Carlé se encontró con que a poca distancia de las ciudades, donde la vida transcurría en aparente paz, había un territorio en guerra, pero ése era un tema oficialmente prohibido. La lucha sólo era mencionada en las radios clandestinas, quedaban a conocer las acciones de la guerrilla: un oleoducto dinamitado, una garita asaltada, una emboscada al Ejército.

Después de cinco días en los cuales lo movilizaron como un fardo, se encontró subiendo un cerro y abriéndose paso en la vegetación a machetazos, hambriento, enlodado y picado de mosquitos. Sus guías lo dejaron en un claro del bosque con instrucciones de no moverse por ningún motivo, no encender fuego ni hacer ruido. Allí esperó sin más compañía que los chillidos de los monos. Al amanecer, cuando estaba a punto de perder la paciencia, aparecieron dos jóvenes barbudos y zarrapastrosos con fusiles en los brazos.

– Bienvenido, compañero, lo saludaron con anchas sonrisas.

– Ya era hora, replicó extenuado.

Rolf Carlé filmó el único largometraje que existe en el país sobre la guerrilla de esa época, antes que la derrota acabara con el sueño revolucionario y la pacificación devolviera a los sobrevivientes a la vida normal, algunos convertidos en burócratas otros en diputados o empresarios. Se quedó con el grupo del Comandante Rogelio durante un tiempo, moviéndose de noche de un sitio a otro por un terreno salvaje y descansando a veces en el día. Hambre, fatiga, miedo. La vida era muy dura en la montaña. Había estado en varias guerras, pero esa lucha de emboscadas, de ataques sorpresivos, de sentirse siempre vigilados, de soledad y de silencio, le pareció peor. El número total de guerrilleros variaba, estaban organizados en grupos pequeños para moverse con mayor facilidad. El Comandante Rogelio se desplazaba de uno a otro, encargado de todo el frente. Rolf asistió al adiestramiento de los nuevos combatientes, ayudó a montar radios y postas de emergencia, aprendió a arrastrarse sobre los codos y soportar el dolor, y al convivir con ellos y escucharlos, acabó entendiendo las razones de esos jóvenes para tanto sacrificio. Los campamentos funcionaban con disciplina militar, pero a diferencia de los soldados, carecían de ropa adecuada, medicamentos, comida, techo, transporte, comunicaciones. Llovía durante semanas y no podían encender una hoguera para secarse, era como vivir en un bosque sumergido en el mar. Rolf tenía la sensación de caminar sobre una cuerda floja tendida sobre el abismo, la muerte estaba allí, escondida detrás del próximo árbol.

– Todos sentimos lo mismo, no te preocupes, uno se acostumbra, bromeó el Comandante.

Las provisiones se consideraban sagradas, pero en ocasiones alguien no resistía la urgencia y se robaba una lata de sardinas. Los castigos eran duros, porque no sólo había que racionar la comida sino, sobre todo enseñar el valor de la solidaridad.

A veces alguno se quebraba, se echaba a llorar encogido en el suelo llamando a su madre, entonces el Comandante se acercaba, lo ayudaba a levantarse y se iba caminando con él donde nadie pudiera verlos, para darle discreto consuelo. Si comprobaba una traición, ese mismo hombre era capaz de ejecutar a uno de los suyos.

– Aquí lo normal es morir o ser herido, hay que estar preparados para todo. Lo raro es salvar la vida y el milagro será la victoria, le dijo el Comandante Rogelio a Rolf.

Rolf sintió que en esos meses envejecía, se le gastaba el cuerpo. Al final no sabía lo que estaba haciendo ni por qué perdió el sentido del tiempo, una hora le parecía una semana y de pronto una semana parecía un sueño. Era muy difícil captar la información pura, la esencia de las cosas, a su alrededor había un silencio extraño, un silencio de palabras, pero al mismo tiempo un silencio cargado de presagios, poblado de ruidos de la selva, de chillidos y murmullos, de voces remotas que llegaban por el aire, de quejidos y lamentos de sonámbulos. Aprendió a dormir a ratos, de pie, sentado, de día, de noche, medio inconsciente por el cansancio, pero siempre alerta, un susurro lo hacía saltar. Le disgustaba la mugre, su propio olor; añoraba sumergirse en agua limpia, jabonarse hasta los huesos; habría dado cualquier cosa por una taza de café caliente. En los enfrentamientos con los soldados vio morir destrozados a los mismos hombres con quienes había compartido un cigarrillo la noche anterior. Se inclinaba sobre ellos con la cámara y los filmaba fuera de sí mismo, como si estuviera a una larga distancia mirando esos cuerpos a través de un telescopio. No puedo perder la razón, se repetía como tantas veces lo había hecho antes en situaciones similares. Le volvían las imágenes de su infancia, el día que fue a enterrar a los muertos en el campo de concentración, y las visiones recientes de otras guerras. Sabía por experiencia, que todo dejaba huellas en él, que en su memoria cada acontecimiento salpicaba una mancha y a veces pasaba mucho tiempo antes de darse cuenta de que un episodio lo había marcado profundamente, era como si el recuerdo se hubiera congelado en alguna parte y de pronto por algún mecanismo de asociación, apareciera ante sus ojos con intolerable intensidad. Se preguntaba también por qué seguía allí, por qué no mandaba todo al carajo y se volvía a la ciudad, eso habría sido más sano que quedarse en ese laberinto de pesadillas, irse, refugiarse por un tiempo en la Colonia y dejar que sus primas lo mecieran en vapores de canela, clavo de olor, vainilla y limón. Pero esas dudas no lograban detenerlo, seguía a los guerrilleros a todas partes, llevando la filmadora al hombro tal como los demás cargaban sus armas. Una tarde trajeron al Comandante Rogelio entre cuatro muchachos, venía en una angarilla improvisada, envuelto en una cobija, tiritando, retorciéndose, envenenado por un alacrán.

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