Al cabo de tres semanas, Mimí consideró que había llegado el momento de dar uso práctico a ese delirio, antes de que yo desapareciera tragada por mis propias palabras. Consiguió una entrevista con el director de la televisión para ofrecerle la historia, porque le parecía peligroso para mi salud mental prolongar ese esfuerzo si no había esperanza de verlo en la pantalla. En la fecha señalada se vistió toda de blanco, según su horóscopo era el color conveniente para ese día, se acomodó entre los senos una medalla del Maharishi y salió arrastrándome. A su lado me sentí como siempre apacible y tranquila, protegida por la luz de esa criatura mitológica.
Aravena nos recibió en su oficina de plástico y cristal, detrás de un escritorio imponente que no mitigaba el mal efecto de su barriga de buen vividor. Me defraudó ese gordo con ojos de rumiante y un cigarro a medio consumir, tan diferente al hombre lleno de energía que había imaginado al leer sus artículos. Distraído, porque lo menos interesante de su trabajo era el circo ineludible de la farándula, Aravena apenas nos saludó sin darnos la cara, la vista en la ventana donde se perfilaban los techos vecinos y los nubarrones de la próxima tormenta. Me preguntó cuánto faltaba para terminar el libreto, le echó un vistazo a la carpeta sosteniéndola con sus dedos blandos y murmuró que lo leería cuando estuviera desocupado. Estiré el brazo y recuperé mi folletín, pero Mimí me lo arrebató y volvió a entregárselo, al tiempo que lo obligaba a mirarla, movía sus pestañas con un aleteo mortal, se humedecía los labios pintados de rojo y le proponía cenar el sábado siguiente, sólo unos cuantos amigos, una reunión íntima, dijo con ese susurro irresistible que había fabricado para disimular la voz de tenor con que vino al mundo. Un bruma visible, un aroma obsceno, una firme telaraña envolvieron al hombre. Durante un largo momento se quedó inmóvil, con la carpeta en la mano, desconcertado, porque supongo que no había recibido hasta entonces un ofrecimiento de tanta lujuria. La ceniza del cigarro cayó sobre la mesa y él no lo percibió.
– ¿Tenías que convidarlo a casa? le reproché a Mimí al salir.
– Haré que te acepte ese libreto, así sea lo último que yo haga en mi vida.
– No estás pensando seducirlo…
– ¿Cómo crees que se consiguen las cosas en este medio?
El sábado amaneció lloviendo y siguió cayendo agua durante el día y toda la noche, mientras Mimí se afanaba preparando una cena ascética a base de arroz integral, considerado elegante desde que los macrobióticos y los vegetarianos empezaron a asustar a la humanidad con sus teorías dietéticas. El gordo se va a morir de hambre, mascullaba yo picando zanahorias, pero ella se mantuvo inconmovible, más preocupada de arreglar floreros, encender palos de incienso, seleccionar música y distribuir almohadones de seda, porque también se había puesto de moda quitarse los zapatos y echarse en el suelo. Eran ocho comensales, todos gente de teatro, excepto Aravena, quien llegó acompañado por ese hombre de pelo de cobre que solían ver con su cámara en las barricadas de alguna remota revolución, ¿cómo era que se llamaba? Le estreché la mano con la vaga sensación de haberlo conocido antes.
Después de la comida Aravena me llamó aparte y me confesó su fascinación por Mimí. No había logrado desprenderse de ella, la sentía como una quemadura reciente.
– Es la feminidad absoluta, todos tenemos algo de andróginos, algo de varón y hembra, pero ella arrancó de sí misma hasta el último vestigio del elemento masculino y fabricó esas curvas espléndidas, es totalmente mujer, es adorable, dijo secándose la frente con su pañuelo.
Miré a mi amiga, tan cercana y conocida, sus facciones dibujadas con lápices y pinceles, sus senos y caderas redondos, su vientre liso, seco para la maternidad y el placer, cada línea de su cuerpo hecha con invencible tenacidad. Sólo yo conozco a fondo la naturaleza secreta de esa criatura de ficción, creada con dolor para satisfacer los sueños ajenos y privada de los sueños propios. La he visto sin maquillaje, cansada, triste, he estado junto a ella en sus depresiones, enfermedades, insomnios y fatigas, quiero mucho al ser humano frágil y contradictorio que hay detrás del plumaje y la bisutería. En ese momento me pregunté si ese hombre de labios gruesos y manos hinchadas sabría indagar en ella para descubrir a la compañera, la madre, la hermana, que es en verdad Mimí. Desde el otro extremo de la sala ella percibió la mirada de su nuevo admirador. Tuve el impulso de detenerla, de protegerla, pero me contuve.
– A ver, Eva, cuéntale una historia a nuestro amigo, dijo Mimí dejándose caer junto a Aravena.
– ¿De qué la quiere?
– Algo pícaro, ¿verdad? insinuó ella.
Me senté con las piernas recogidas como un indio, cerré los ojos y durante unos segundos dejé vagar la mente por las dunas de un desierto blanco, como siempre hago para inventar un cuento. Pronto acudieron a esas arenas una mujer con enaguas de tafetán amarillo, pincelazos de los paisajes fríos sacados por mi madre de las revistas del Profesor Jones y los juegos creados por la Señora para las fiestas del General. Comencé a hablar. Mimí dice que tengo una voz especial para los cuentos, una voz que, siendo mía, parece también ajena, como si brotara desde la tierra y me subiera por el cuerpo. Sentí que la habitación perdía sus contornos, esfumada en los nuevos horizontes que yo convocaba. Los invitados callaron.
– Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras…
Cuando terminé de hablar, Rolf Carlé fue el único que no aplaudió con los demás. Después me confesó que tardó un buen rato en regresar de aquella pampa austral por donde se alejaban dos amantes con una bolsa de monedas de oro, y cuando lo hizo estaba determinado a convertir mi historia en una película antes que los fantasmas de ese par de pillos se apoderaran de sus sueños. Me pregunté por qué Rolf Carlé me resultaba tan familiar, no podía deberse sólo al hecho de haberlo visto en televisión. Eché un vistazo al pasado, a ver si me lo había encontrado antes, pero no era así y tampoco conocía a nadie como él. Quise tocarlo. Me aproximé y le pasé un dedo por el dorso de la mano.
– Mi madre también tenía la piel pecosa. Rolf Carlé no se movió y tampoco intentó retener mis dedos. Me dijeron que estuviste en la montaña con los guerrilleros.
– He estado en muchos sitios.
– Cuéntamelo…
Nos sentamos en el suelo y él respondió a casi todas mis preguntas. Me habló también de su oficio, que lo llevaba de un lado a otro observando el mundo a través de una lente. Pasamos el resto de la noche tan entretenidos que no notamos cuando los demás partieron. Fue el último en irse y creo que lo hizo sólo porque Aravena se lo llevó a remolque. En la puerta anunció que estaría ausente por unos días filmando los disturbios en Praga, donde los checos enfrentaban a piedrazos los tanques invasores. Quise despedirme con un beso, pero él me estrechó la mano con una inclinación de cabeza que me resultó algo solemne.
Cuatro días después, cuando Aravena me citó para firmar el contrato, seguía lloviendo y en su lujosa oficina habían colocado baldes para recoger las goteras del techo. Tal como me explicó el director sin preámbulos, el guión no calzaba ni remotamente en los moldes habituales, en realidad todo eso era un enredo de personajes estrambóticos, de anécdotas inverosímiles, carecía de romance verdadero, los protagonistas no eran hermosos ni vivían en la opulencia, resultaba casi imposible seguir la pista de los acontecimientos, el público se perdería, en resumen le parecía un embrollo y nadie con dos dedos de frente correría el riesgo de producirlo, pero él lo haría porque no resistía la tentación de escandalizar al país con esos adefesios y porque Mimí se lo había pedido.
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