– Sí. Del cementerio regresó a su casa y vio que los vecinos habían puesto flores en todos los jarrones para que ella se sintiera acompañada. El lunes era el día de hacer pan y ella se quitó el vestido de salir, se puso el delantal y comenzó a preparar la mesa. Se sentía tranquila, porque todos sus hijos estaban bien, Jochen había encontrado una buena mujer y formado una familia en algún lugar del mundo, Rolf hacía su vida en América y ahora Katharina, libre por fin de ataduras físicas, podía volar a su antojo.
– ¿Por qué crees que mi madre nunca ha aceptado venir a vivir conmigo?
– No sé… tal vez no quiera salir de su país.
– Está vieja y sola, estaría mucho mejor en la Colonia con mis tíos.
– No todos sirven para emigrar, Rolf. Ella está en paz, cuidando su jardín y sus recuerdos.
Durante una semana fue tanto el trastorno provocado por las inundaciones, que no destacaron otras noticias en la prensa y a no ser por Rolf Carlé, la masacre en un Centro de Operaciones del Ejército habría pasado casi desapercibida, ahogada en las aguas turbias del diluvio y los contubernios del poder. Se amotinó un grupo de presos políticos y después de apoderarse de las armas de sus guardianes, se atrincheró en un sector de los pabellones. El Comandante, hombre de iniciativas súbitas y ánimo impávido, no solicitó instrucciones, simplemente dio orden de pulverizarlos y sus palabras fueron tomadas al pie de la letra. Los atacaron con armamento de guerra, mataron a un número indeterminado de hombres y no quedaron heridos porque a los sobrevivientes los reunieron en un patio y los remataron sin clemencia. Cuando a los guardias se les pasó la borrachera de sangre y contaron los cadáveres, comprendieron que sería difícil explicar su acción a la opinión pública y tampoco podrían confundir a los periodistas alegando que se trataba de rumores infundados. La estampida de los morteros mató a las aves en vuelo y del cielo cayeron pájaros muertos en varios kilómetros a la redonda, imposibles de justificar porque ya nadie estaba dispuesto a creer en nuevos milagros del Nazareno. Como indicio complementario, una fetidez implacable escapaba de las fosas comunes saturando el aire. Como primera medida no permitieron acercarse a ningún curioso y trataron de cubrir la zona con un manto de soledad y de silencio. El Gobierno no tuvo más alternativa que respaldar la decisión del Comandante. No se puede arremeter contra las fuerzas del orden, esas cosas ponen en peligro a la democracia, masculló furioso el Presidente en la intimidad de su gabinete. Entonces improvisaron la explicación de que los subversivos se habían eliminado entre ellos y repitieron la patraña tantas veces, que acabaron por creerla ellos mismos. Pero Rolf Carlé sabía demasiado sobre esos asuntos para aceptar la versión oficial y sin esperar que Aravena lo comisionara, se metió donde otros no se atrevieron.
Obtuvo una parte de la verdad de sus amigos en la montaña y el resto lo averiguó con los mismos guardias que exterminaron a los prisioneros y a quienes bastó un par de cervezas para hablar, porque ya no podían seguir soportando el asedio de la mala conciencia. Tres días después, cuando empezaba a esfumarse el olor de los cadáveres y ya habían barrido los últimos pájaros podridos, Rolf Carlé tenía pruebas irrefutables de lo sucedido y estaba dispuesto a luchar contra la censura, pero Aravena le advirtió que no se hiciera ilusiones, por televisión no podía asomar ni una palabra. Tuvo la primera pelea con su maestro, lo acusó de timorato y cómplice, pero el otro fue inflexible. Habló con un par de diputados de la oposición y les mostró sus películas y fotografías, para que vieran los métodos empleados por el Gobierno para combatir la guerrilla y las condiciones infrahumanas de los detenidos. Ese material fue exhibido en el Congreso, donde los parlamentarios denunciaron la matanza y exigieron que las tumbas fueran abiertas y se llevara a juicio a los culpables. Mientras el Presidente aseguraba al país que estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en la investigación, aunque para ello tuviera que renunciar a su cargo, una cuadrilla de conscriptos improvisaba una cancha deportiva asfaltada y plantaba una doble hilera de árboles para cubrir las fosas, los expedientes se perdieron en los vericuetos de la administración judicial y los directores de todos los medios de prensa fueron citados al Ministerio del Interior para advertirles sobre las consecuencias de difamar a las Fuerzas Armadas. Rolf Carlé continuó insistiendo con una tenacidad que acabó por vencer la prudencia de Aravena y las evasivas de los diputados, quienes al menos aprobaron una tibia amonestación al Comandante y un decreto ordenando que los presos políticos fueran tratados de acuerdo a la Constitución, tuvieran juicios públicos y cumplieran sus penas en las cárceles y no en centros especiales, donde ninguna autoridad civil tenía acceso. Como resultado, nueve guerrilleros recluidos en el Fuerte El Tucán fueron trasladados al Penal de Santa María, medida no menos atroz para ellos pero que sirvió para cerrar el caso e impedir que creciera el escándalo, empantanado en la indiferencia colectiva.
La misma semana Elvira anunció que había un aparecido en el patio, pero no le prestamos atención. Mimí andaba enamorada y lo escuchaba todo a medias, demasiado ocupada en las pasiones turbulentas de mi folletín. La máquina de escribir repiqueteaba todo el día sin dejarme ánimo para atender asuntos de rutina.
– Hay un alma en pena en esta casa, pajarito, insistió Elvira.
– ¿Dónde?
– Se asoma por la pared de atrás. Es un espíritu de hombre, sería bueno precaverse, digo yo. Mañana mismo compro un líquido contra las ánimas.
– ¿Se lo darás a tomar?
– No, niña, qué ideas tienes, es para lavar la casa. Hay que pasarlo por las paredes, los suelos, por todas partes.
– Es mucho trabajo, ¿no lo venden en spray?
– No pues, niña, esos modernismos no funcionan con las almas difuntas.
– Yo no he visto nada, abuela…
– Yo sí, anda vestido de persona y es moreno como San Martín de Porres, pero no es humano, cuando lo vislumbro la piel se me pone de gallina, pajarito. Ha de ser alguien perdido que busca un camino, tal vez no ha acabado de morirse.
– Tal vez, abuela.
Pero no se trataba de un ectoplasma trashumante, como se supo ese mismo día cuando el Negro tocó el timbre y Elvira, espantada al verlo, cayó sentada al suelo. Lo había enviado el Comandante Rogelio y rondaba la calle buscándome sin atreverse a preguntar por mí para no llamar la atención.
– ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en la época de la Señora, yo trabajaba en el boliche de la calle República. La primera vez que te vi eras una mocosa, se presentó.
Inquieta, porque Naranjo nunca había usado intermediarios y los tiempos no estaban como para confiar en nadie, lo seguí hasta una bomba de gasolina en los arrabales de la ciudad. El Comandante Rogelio me aguardaba oculto en un depósito de neumáticos. Necesité varios segundos para adaptarme a la oscuridad y descubrir a ese hombre que tanto había amado y que ahora me resultaba lejano. No nos habíamos visto en varias semanas y yo no había tenido oportunidad de contarle los cambios ocurridos en mi vida. Después de besarnos entre los tambores de combustible y latas de aceite quemado, Huberto me pidió un plano de la fábrica, porque pensaba robar uniformes para vestir de oficiales a varios de sus hombres. Había decidido introducirse en el Penal de Santa María para rescatar a sus compañeros y de paso propinar un golpe mortal al Gobierno y una humillación inolvidable al Ejército. Sus planes tambalearon cuando le anuncié que no podía colaborar con él, porque había dejado mi empleo y ya no tenía acceso a las instalaciones del edificio. Tuve la mala idea de contarle la cena en el restaurante con el Coronel Tolomeo Rodríguez. Me di cuenta que se puso furioso, porque empezó a hacerme preguntas muy amables, con una risa burlona que conozco bien. Acordamos vernos el domingo en el Jardín Zoológico.
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