Era honesto y carecía de ambición, le faltaban condiciones para triunfar en ese oficio, al menos en la capital, por eso sus paisanos le aconsejaron que viajara al interior llevando su mercadería por los pueblos pequeños, donde la gente era más ingenua.
Riad Halabí partió con la misma aprensión de sus antepasados al iniciar una larga travesía por el desierto. Al principio lo hizo en autobús, hasta que pudo comprar una motocicleta a crédito a la cual ajustó una gran caja en el asiento trasero. A horcajadas en ella recorrió los senderos de burros y despeñaderos de montaña, con la resistencia de su raza de jinetes. Después adquirió un automóvil antiguo pero brioso y por fin una camioneta. Con ese vehículo recorrió el país. Subió a las cumbres de los Andes por caminos de lástima, vendiendo en unos caseríos donde el aire era tan límpido que se podían ver los ángeles a la hora del crepúsculo; tocó todas las puertas a lo largo de la costa, sumergido en el vaho caliente de la siesta, sudando, afiebrado por la humedad, deteniéndose de vez en cuando para ayudar a las iguanas cuyas patas quedaban atrapadas en el asfalto derretido por el sol; atravesó los médanos navegando sin brújula en un mar de arenas movidas por el viento, sin mirar hacia atrás, para que la seducción del olvido no le convirtiera la sangre en chocolate. Por último llegó a la región que en otros tiempos fuera próspera y por cuyos ríos bajaban canoas cargadas de olorosos granos de cacao, pero que el petróleo llevó a la ruina y ahora estaba devorada por la selva y la desidia de los hombres.
Enamorado del paisaje, iba por esa geografía con los ojos maravillados y el espíritu agradecido, recordando su tierra, seca y dura, donde se requería una tenacidad de hormiga para cultivar una naranja, en contraste con ese paraje pródigo en frutos y flores, como un paraíso preservado de todo mal. Allí resultaba fácil vender cualquier cachivache, incluso para alguien tan poco inclinado al lucro como él, pero tenía el corazón vulnerable y no fue capaz de enriquecerse a costa de la ignorancia ajena. Se prendó de las gentes, grandes señores en su pobreza y su abandono. Donde fuera lo recibían como a un amigo, tal como su abuelo acogía a los forasteros en su tienda, con la convicción de que el huésped es sagrado. En cada rancho le ofrecían una limonada, un café negro y aromático, una silla para descansar a la sombra. Eran personas alegres y generosas, de palabra clara, entre ellos lo dicho tenía la fuerza de un contrato. Él abría la maleta y desplegaba su mercancía en el suelo de barro apisonado. Sus anfitriones observaban aquellos bienes de dudosa utilidad con una sonrisa cortés y aceptaban comprarlos para no ofenderlo, pero muchos no tenían cómo pagarle, porque rara vez disponían de dinero. Aun desconfiaban de los billetes, esos papeles impresos que hoy valían algo y mañana podían ser retirados de circulación, de acuerdo a los caprichos del gobernante de turno, o que en un descuido desaparecían, como ocurrió con la colecta de Ayuda al Leproso, devorada en su totalidad por un chivo que se introdujo en la oficina del tesorero. Preferían las monedas, que al menos pesaban en los bolsillos, sonaban sobre el mostrador y brillaban, como dinero de verdad. Los más viejos todavía escondían sus ahorros en tinajas de barro y latas de querosén enterradas en los patios, pues no habían oído hablar de los bancos. Por otra parte, eran muy pocos los que se desvelaban por preocupaciones financieras, la mayoría vivía del trueque. Riad Halabí se acomodó a esas circunstancias y renunció a la orden paterna de hacerse rico.
Uno de sus viajes lo condujo a Agua Santa. Cuando entró al pueblo le pareció abandonado, porque no se veía un alma en las calles, pero después descubrió una multitud reunida ante el correo. Esa fue la mañana memorable en que murió de un tiro en la cabeza el hijo de la maestra Inés. El asesino era el propietario de una casa rodeada de terrenos abruptos, donde crecían los mangos sin control humano. Los niños se metían a recoger la fruta caída, a pesar de las amenazas del dueño, un afuerino que había heredado la pequeña hacienda y aún no se desprendía de la avaricia de algunos hombres de ciudad. Los árboles se cargaban tanto, que las ramas se quebraban con el peso, pero resultaba inútil tratar de vender los mangos, porque nadie los compraba. No había razón para pagar por algo que la tierra regalaba. Ese día el hijo de la maestra Inés se desvió de su ruta a la escuela para coger una fruta, tal como hacían todos sus compañeros. El tiro de fusil le entró por la frente y le salió por la nuca sin darle tiempo de adivinar qué eran esa centella y ese trueno que le reventaron en la cara.
Riad Halabí detuvo su camioneta en Agua Santa momentos después que los niños llegaron con el cadáver en una improvisada angarilla y lo depositaron ante la puerta del correo. Todo el pueblo acudió a verlo. La madre observaba a su hijo sin acabar de comprender lo ocurrido, mientras cuatro uniformados contenían a la gente para evitar que hicieran justicia por mano propia, pero cumplían ese deber sin mayor entusiasmo, porque conocían la ley, sabían que el homicida saldría indemne del juicio. Riad Halabí se mezcló con la muchedumbre con el presentimiento de que ese lugar estaba señalado en su destino, era el fin de su peregrinaje. Apenas averiguó los detalles de lo sucedido, se puso sin vacilar a la cabeza de todos y nadie pareció extrañado por su actitud, como si lo estuvieran esperando. Se abrió paso, levantó el cuerpo en sus brazos y lo llevó hasta la casa de la maestra, donde improvisó un velorio sobre la mesa del comedor. Luego se dio tiempo para colar café y servirlo, lo cual produjo cierto sobresalto entre los presentes que nunca habían visto a un hombre afanado en la cocina. Pasó la noche acompañando a la madre y su presencia firme y discreta hizo pensar a muchos que se trataba de algún familiar. A la mañana siguiente organizo el entierro y ayudó a descender la caja en la fosa con una congoja tan sincera, que la señorita Inés deseó que ese desconocido fuera el padre de su hijo. Cuando apisonaron la tierra sobre la tumba, Riad Halabí se volvió hacia la gente congregada a su alrededor y tapándose la boca con el pañuelo, propuso una idea capaz de canalizar la ira colectiva. Del camposanto partieron todos a recoger mangos, llenaron sacos, cestas, bolsas, carretillas y así marcharon hacia la propiedad del asesino, quien al verlos avanzar tuvo el impulso de espantarlos a tiros, pero lo pensó mejor y se escondió entre las cañas del río. La muchedumbre avanzó en silencio, rodeó la casa, rompió las ventanas y las puertas y vació su carga en las habitaciones.
Luego fueron por más. Todo el día estuvieron acarreando mangos hasta que ya no quedaron en los árboles y la casa estuvo repleta hasta el techo. El jugo de la fruta reventaba impregnaba las paredes y escurría por el piso como sangre dulce. Al anochecer, cuando volvieron a sus hogares, el criminal se atrevió a salir del agua, tomó su coche y escapó para nunca más volver. En los días siguientes el sol calentó la casa, convirtiéndola en una enorme marmita donde se cocinaron los mangos a fuego suave, la construcción se tiñó de ocre, se ablandó deformándose, se partió y se pudrió, impregnando el pueblo durante años de olor a mermelada.
A partir de ese día Riad Halabí se consideró a sí mismo como un nativo de Agua Santa, así lo aceptó la gente y allí instaló su hogar y su almacén. Como tantas viviendas campesinas, la suya era cuadrada, con las habitaciones dispuestas alrededor de un patio, donde crecía una vegetación alta y frondosa para proveer sombra, palmas, helechos y algunos árboles frutales. Ese solar representaba el corazón de la casa, allí se desarrollaba la vida, era el paso obligado de un cuarto a otro. En el centro Riad Halabí construyó una fuente árabe, amplia y serena, que apaciguaba el alma con el sonido incomparable del agua entre las piedras. Rodeando el jardín interior instaló canaletas de cerámicas por las cuales corría una acequia cristalina y en cada pieza se mantenía siempre una jofaina de loza para remojar pétalos de flores y aliviar con su aroma el bochorno del clima. La vivienda tenía muchas puertas, como las casas de los ricos y con el tiempo creció para dar cabida a las bodegas. Las tres salas grandes del frente se ocupaban para el almacén y hacia atrás estaban los aposentos, la cocina y el baño. Poco a poco el negocio de Riad Halabí llegó a ser el más próspero de la región, allí se podía comprar de todo: alimentos, abonos, desinfectantes, telas, medicamentos y si algo no figuraba en el inventario, se lo encargaban al turco para que lo trajera en su próximo viaje. Se llamaba La Perla de Oriente, en honor a Zulema, su esposa.
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