Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Agua Santa era una aldea modesta, con casas de adobe, madera y caña amarga, construida al borde de la carretera y defendida a machetazos contra una vegetación salvaje que en cualquier descuido podía devorarla. Hasta allí no habían llegado la oleada de inmigrantes, ni los alborotos del modernismo, la gente era afable, los placeres sencillos y si no fuera por la cercanía del Penal de Santa María, habría sido un pequeño caserío igual a muchos de esa región, pero la presencia de la Guardia y la casa de putas le daba un toque cosmopolita. La vida transcurría sin sorpresas durante seis días de la semana, pero los sábados cambiaban los turnos de la prisión y los vigilantes acudían a divertirse, alterando con su presencia las rutinas de los pobladores, quienes procuraban ignorarlos fingiendo que ese ruido provenía de algún aquelarre de monos en la espesura, pero de todos modos tomaban la precaución de trancar sus puertas y encerrar a sus hijas. Ese día entraban también los indios a pedir limosna: un plátano, un trago de licor, pan. Aparecían en fila, harapientos, los niños desnudos, los viejos reducidos por el desgaste, las mujeres siempre preñadas, todos con una ligera expresión de burla en los ojos, seguidos por una jauría de perros enanos. El párroco les reservaba algunas monedas del diezmo y Riad Halabí les regalaba un cigarrillo o un caramelo a cada uno.

Hasta la llegada del turco, el comercio se reducía a minúsculas transacciones de productos agrícolas con los choferes de los vehículos que transitaban por la carretera. Desde temprano los muchachos montaban toldos para protegerse del sol y colocaban sus verduras, frutas y quesos sobre un cajón, que debían abanicar constantemente para espantar las moscas. Si tenían suerte, lograban vender algo y regresar a casa con unas monedas. A Riad Halabí se le ocurrió hacer un trato con los camioneros que transportaban carga hacia los campamentos petroleros y regresaban vacíos, para que llevaran las hortalizas de Agua Santa a la capital. Él mismo se encargó de colocarlas en el Mercado Central en el puesto de un paisano suyo, trayendo así algo de prosperidad al pueblo. Poco después, al ver que en la ciudad había cierto interés por las artesanías de madera, barro cocido y mimbre, puso a sus vecinos a fabricarlas para ofrecerlas en las tiendas de turismo y en menos de seis meses eso se convirtió en el ingreso más importante de varias familias. Nadie dudaba de su buena disposición ni discutía sus precios, porque en ese largo tiempo de convivencia el turco dio incontables muestras de honradez. Sin proponérselo, su almacén llegó a ser el centro de la vida comercial de Agua Santa, a través de sus manos pasaban casi todos los negocios de la zona. Amplió la bodega, construyó otros cuartos, compró hermosos cacharros de hierro y cobre para la cocina, dio una mirada satisfecha a su alrededor y consideró que poseía lo necesario para el contento de una mujer. Entonces le escribió a su madre pidiéndole que le buscara una esposa en su tierra natal.

Zulema aceptó casarse con él, porque a pesar de su belleza no había conseguido un marido y ya contaba veinticinco años cuando la casamentera le habló de Riad Halabí. Le dijeron que tenía labio de liebre, pero ella no sabía lo que eso significaba y en la foto que le mostraron se veía sólo una sombra entre la boca y la nariz, que más parecía un bigote torcido que un obstáculo para el matrimonio. Su madre la convenció de que el aspecto físico no es importante a la hora de formar una familia y cualquier alternativa resultaba preferible a quedarse soltera, convertida en sirvienta en casa de sus hermanas casadas. Además, siempre se llega a amar al marido, si se pone en ello suficiente voluntad; es ley de Alá que dos personas durmiendo juntas y echando hijos al mundo, acaben por estimarse, dijo. Por otra parte, Zulema creyó que su pretendiente era un rico comerciante instalado en América del Sur y aunque no tenía ni la menor idea de dónde quedaba ese lugar de nombre exótico, no dudó de que sería más agradable que el barrio lleno de moscas y ratas donde ella vivía.

Al recibir la respuesta positiva de su madre, Riad Halabí se despidió de sus amigos de Agua Santa, cerró el almacén y la casa y se embarcó rumbo a su país, donde no había puesto los pies en quince años. Se preguntó si su familia lo reconocería, porque se sentía otra persona, como si el paisaje americano y la dureza de su vida lo hubieran tallado de nuevo, pero en realidad no había cambiado mucho: Aunque ya no era un muchacho delgado con el rostro devorado por los ojos y la nariz ganchuda, sino un hombre fornido con tendencia a la barriga y la doble papada, seguía siendo tímido, inseguro y sentimental.

La boda entre Zulema y Riad Halabí se llevó a cabo con todos los ritos, porque el novio pudo pagarlos. Fue un acontecimiento memorable en esa aldea pobre donde casi habían olvidado las fiestas verdaderas. Tal vez el único signo de mal agüero fue que al comenzar la semana sopló el khamsin del desierto y la arena se metió por todas partes, invadió las casas, desgarró las ropas, agrietó la piel y cuando llegó el día del casamiento los novios tenían arena entre las pestañas. Pero ese detalle no impidió la celebración. El primer día de ceremonia se reunieron las amigas y las mujeres de ambas familias para examinar el ajuar de la novia, las flores de azahar, las cintas rosadas, mientras comían lúcumas, cuernos de gacela, almendras y pistachos y ululaban de alegría con un yuyú sostenido, que se repartía por la calle y alcanzaba a los hombres en el café. Al día siguiente llevaron a Zulema en procesión al baño público, presidida por un veterano que tocaba el tamboril, para que los hombres desviaran la vista ante el paso de la novia cubierta con siete vestidos livianos.

Cuando le quitaron la ropa en el baño, para que las parientas de Riad Halabí vieran que estaba bien alimentada y no tenía marcas, su madre rompió en llanto, como es la tradición. Le pusieron henna en las manos, con cera y azufre depilaron todo su cuerpo, le dieron masajes con crema, le trenzaron el cabello con perlas de bisutería y cantaron, bailaron y comieron dulces con té de menta, sin olvidar el luis de oro que la novia regaló a cada una de sus amigas. El tercer día fue la ceremonia del Neftah. Su abuela le tocó la frente con una llave para abrirle el espíritu a la franqueza y al afecto y luego la madre de Zulema y el padre de Riad Halabí la calzaron con zapatillas untadas en miel, para que entrara al matrimonio por el camino de la dulzura. El cuarto día ella, vestida con una túnica sencilla, recibió a sus suegros para agasajarlos con platos preparados por su propia mano y bajó los ojos modestamente cuando dijeron que la carne estaba dura y al cuscus le faltaba sal, pero la novia era bonita. El quinto día probaron la seriedad de Zulema exponiéndola a la presencia de tres trovadores que cantaron canciones atrevidas, pero ella se mantuvo indiferente detrás del velo y cada obscenidad que rebotaba contra su cara de virgen fue premiada con monedas. En otra sala se celebraba la fiesta de los hombres, donde Riad Halabí soportaba las bromas de todo el vecindario. El sexto día se casaron en la alcaldía y el séptimo recibieron al cadí. Los invitados colocaron sus presentes a los pies de los esposos, gritando el precio que habían pagado por ellos, el padre y la madre bebieron a solas con Zulema el último caldo de gallina y luego la entregaron a su marido de muy mala gana, tal como debe hacerse. Las mujeres de la familia la condujeron al cuarto preparado para la ocasión y le cambiaron el vestido por su camisa de desposada, luego fueron a reunirse con los hombres en la calle, esperando que sacudieran por la ventana la sábana ensangrentada de su pureza.

Por fin Riad Halabí se encontró solo con su esposa. Nunca se habían visto de cerca, ni habían intercambiado palabras o sonrisas. La costumbre exigía que ella estuviera asustada y temblorosa, pero era él quien se sentía así. Mientras pudo mantenerse a una distancia prudente y sin abrir la boca, su defecto resultaba menos notorio, pero no sabía cómo afectaría a su mujer en la intimidad. Turbado, se acercó a ella y extendió los dedos para tocarla, atraído por el reflejo nacarado de su piel, por la abundancia de sus carnes y las sombras de su cabello, pero entonces vio la expresión de asco en sus ojos y el gesto se le heló en el aire. Sacó su pañuelo y se lo llevó a la cara, manteniéndolo allí con una mano mientras con la otra la desvestía y la acariciaba, pero toda su paciencia y su ternura fueron insuficientes para vencer el rechazo de Zulema. Ese encuentro fue triste para ambos. Más tarde, mientras su suegra agitaba la sábana en el balcón pintada de celeste para ahuyentar a los malos espíritus, y abajo los vecinos disparaban salvas de fusil y las mujeres ululaban con frenesí, Riad Halabí se ocultó en un rincón. Sentía la humillación como un puño en el vientre. Ese dolor quedó con él, como un gemido en sordina y nunca habló de ello hasta el día que pudo contárselo a la primera persona que lo besó en la boca. Había sido educado en la regla del silencio: al hombre le está prohibido demostrar sus sentimientos o sus deseos secretos. Su posición de marido lo convertía en dueño de Zulema, no era correcto que ella conociera sus debilidades, porque podría utilizarlas para herirlo o dominarlo.

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