Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Yo amaba a Riad Halabí como a un padre. Nos unían la risa y el juego. Ese hombre, que a veces parecía serio o triste, era en realidad alegre, pero sólo en la intimidad de la casa y lejos de las miradas ajenas se atrevía a reírse y mostrar su boca. Siempre que lo hacía Zulema volteaba la cara, pero yo consideraba su defecto como un regalo de nacimiento, algo que lo hacía diferente a los demás, único en este mundo. Jugábamos dominó y apostábamos toda la mercadería de La Perla de Oriente, invisibles morocotas de oro, plantaciones gigantescas, pozos petroleros. Llegué a ser multimillonaria, porque él se dejaba ganar. Compartíamos el gusto por los proverbios, las canciones populares, los chistes ingenuos, comentábamos las noticias del periódico y una vez por semana íbamos juntos a ver las películas del camión del cine, que recorría los pueblos montando su espectáculo en las canchas deportivas o en las plazas. La mayor prueba de nuestra amistad era que comíamos juntos. Riad Halabí se inclinaba sobre el plato y empujaba el alimento con el pan o con los dedos, sorbiendo, lamiendo, limpiándose con servilletas de papel la comida que se le escapaba de la boca. Al verlo así, siempre en el lado más oscuro de la cocina, me parecía una bestia grande y generosa y sentía el impulso de acariciar su pelo rizado, de pasarle la mano por el lomo. Nunca me atreví a tocarlo. Deseaba demostrarle mi afecto y mi agradecimiento con pequeños servicios, pero él no me lo permitía, porque no tenía costumbre de recibir cariño, aunque estaba en su naturaleza prodigarlo a los demás. Yo lavaba sus camisas y guayaberas, las blanqueaba al sol y les ponía un poco de almidón, las planchaba con cuidado, las doblaba y se las guardaba en el armario con hojas de albahaca y yerbabuena. Aprendí a cocinar hummus y tehina, hojas de parra rellenas con carne y piñones, falafel de trigo, hígado de cordero, berenjenas, pollos con alcuzcuz, eneldo y azafrán, baklavas de miel y nueces. Cuando no había clientes en la tienda y estábamos solos, él trataba de traducirme los poemas de Harun Al Raschid, me cantaba canciones del Oriente, un largo y hermoso lamento. Otras veces se cubría media cara con un trapo de cocina, imitando un velo de odalisca y bailaba para mí, torpemente, los brazos alzados y la barriga girando enloquecida. Así, en medio de carcajadas, me enseñó la danza del vientre.

– Es una danza sagrada, la bailarás sólo para el hombre que más ames en tu vida, me dijo Riad Halabí.

Zulema era moralmente neutra, como un niño de pecho, toda su energía había sido desviada o suprimida, no participaba en la vida, ocupada sólo de sus íntimas satisfacciones. Sentía miedo de todo: de ser abandonada por su marido, de tener hijos de labio bífido, de perder su belleza, de que las jaquecas le perturbaran el cerebro, de envejecer. Estoy segura de que en el fondo aborrecía a Riad Halabí, pero tampoco podía dejarlo y prefería soportar su presencia antes que trabajar para mantenerse sola. La intimidad con él le repugnaba, pero al mismo tiempo la provocaba como un medio de encadenarlo, aterrada de que pudiera hallar placer junto a otra mujer. Por su parte, Riad la amaba con el mismo ardor humillado y triste del primer encuentro y la buscaba con frecuencia. Aprendí a descifrar sus miradas y cuando vislumbraba ese chispazo especial, me iba a vagar por la calle o a atender el almacén, mientras ellos se encerraban en la habitación. Después Zulema se enjabonaba furiosamente, se frotaba con alcohol y se hacía lavados con vinagre. Tardé mucho en relacionar ese aparato de goma y esa cánula con la esterilidad de mi patrona. A Zulema la habían educado para servir y complacer a un hombre, pero su esposo no le pedía nada y tal vez por eso ella se acostumbró a no realizar ni el menor esfuerzo y acabó convirtiéndose en un enorme juguete. Mis cuentos no contribuyeron a su felicidad, sólo le llenaron la cabeza de ideas románticas y la indujeron a soñar con aventuras imposibles y héroes prestados, alejándola definitivamente de la realidad. Sólo la entusiasmaba el oro y las piedras vistosas. Cuando su marido viajaba a la capital, gastaba buena parte de sus ganancias en comprarle toscas joyas, que ella guardaba en una caja enterrada en el patio. Obsesionada por el temor de que se las robaran, las cambiaba de lugar casi todas las semanas, pero a menudo no podía recordar dónde las había puesto y perdía horas buscándolas, hasta que conocí todos los escondites posibles y me di cuenta de que los usaba siempre en el mismo orden. Las alhajas no debían permanecer bajo tierra por mucho tiempo porque se suponía que en esas latitudes los hongos destruyen hasta los metales nobles y al cabo de un tiempo salen del suelo vapores fosforescentes, que atraen a los ladrones. Por eso, de vez en cuando Zulema asoleaba sus adornos a la hora de la siesta. Me sentaba a su lado a vigilarlos, sin comprender su pasión por ese discreto tesoro, pues no tenía ocasión de lucirlo, no recibía visitas, no viajaba con Riad Halabí ni paseaba por las calles de Agua Santa, sino que se limitaba a imaginar el regreso a su país, donde provocaría envidia con aquellos lujos, justificando así los años perdidos en tan remota región del mundo.

A su modo, Zulema era buena conmigo, me trataba como a un perro faldero. No éramos amigas, pero Riad Halabí se ponía nervioso cuando estábamos solas por mucho rato y si nos sorprendía hablando en voz baja buscaba pretextos para interrumpirnos, como si temiera nuestra complicidad. Durante los viajes de su marido, Zulema olvidaba los dolores de cabeza y parecía más alegre, me llamaba a su cuarto y me pedía que la frotara con crema de leche y rodajas de pepino para aclarar la piel. Se tendía de espaldas sobre la cama, desnuda excepto por sus zarcillos y pulseras, con los ojos cerrados y su pelo azul desparramado sobre la sábana. Al verla así yo pensaba en un pálido pez abandonado a su suerte en la playa. A veces el calor era oprimente y bajo el roce de mis manos ella parecía arder como una piedra al sol.

– Dame aceite en el cuerpo y más tarde, cuando refresque, me pintaré el cabello, me ordenaba Zulema en su español reciente.

No soportaba sus propios vellos, le parecían una señal de bestialidad sólo tolerable en los hombres, que de todos modos eran mitad animales. Gritaba cuando yo se los arrancaba con una mezcla de azúcar caliente y limón, dejando sólo un pequeño triángulo oscuro en el pubis. Le molestaba su propio olor y se lavaba y perfumaba de manera obsesiva. Me exigía que le contara cuentos de amor, que describiera al protagonista, el largo de sus piernas, la fuerza de sus manos, el contorno de su pecho, me detuviera en los detalles amorosos, si hacía esto o lo otro, cuántas veces, qué susurraba en el lecho. Esa calentura parecía una enfermedad. Traté de incorporar a mis historias unos galanes menos apuestos, con algún defecto físico, tal vez una cicatriz en la cara, cerca de la boca, pero eso la ponía de mal humor, me amenazaba con echarme a la calle y en seguida se sumergía en una tristeza taimada.

Con el transcurso de los meses gané seguridad, me desprendí de la añoranza y no volví a mencionar el plazo de prueba, con la esperanza de que a Riad Halabí se le hubiera olvidado. En cierta forma mis patrones eran mi familia. Me acostumbré al calor, a las iguanas asoleándose como monstruos del pasado, a la comida árabe, a las horas lentas de la tarde, a los días siempre iguales. Me gustaba ese pueblo olvidado, unido al mundo por un solo hilo de teléfono y un camino de curvas, rodeado de una vegetación tan tupida, que una vez se dio vuelta un camión ante los ojos de varios testigos, pero cuando se asomaron al barranco no pudieron encontrarlo, había sido tragado por los helechos y filodendros. Los habitantes se conocían por el nombre y las vidas ajenas carecían de secretos. La Perla de Oriente era un centro de reunión donde se conversaba, se realizaban negocios, se daban cita los enamorados. Nadie preguntaba por Zulema, ella era sólo un fantasma extranjero oculto en los cuartos de atrás, cuyo desprecio por el pueblo era retribuido en igual forma, en cambio estimaban a Riad Halabí y le perdonaban que no se sentara a beber o comer con los vecinos, como exigían los ritos de la amistad. A pesar de las dudas del cura, que objetaba su fe musulmana, era padrino de varios niños que llevaban su nombre, juez en las disputas, árbitro y consejero en los momentos de crisis. Me acogí a la sombra de su prestigio, satisfecha de pertenecer a su casa, e hice planes para continuar en esa vivienda blanca y amplia, perfumada por los pétalos de las flores en las jofainas de los cuartos, fresca por los árboles del jardín. Dejé de lamentar la pérdida de Huberto Naranjo y de Elvira, construí dentro de mí misma una imagen aceptable de la Madrina y suprimí los malos recuerdos para disponer de un buen pasado. Mi madre también encontró un lugar en las sombras de las habitaciones y solía presentarse por las noches como un soplo junto a mi cama. Me sentía apaciguada y contenta. Crecí un poco, cambió mi cara y al mirarme al espejo ya no veía una criatura incierta, comenzaban a aparecer mis rasgos definitivos, los que tengo ahora.

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