Pero el olor del deseo se había esparcido por la casa, impregnando los muros, las ropas, los muebles, ocupaba las habitaciones, se filtraba por las grietas, afectaba la flora y la fauna, calentaba los ríos subterráneos, saturaba el cielo de Agua Santa, era visible como un incendio y sería imposible ocultarlo. Me senté junto a la fuente, bajo la lluvia.
Por fin aclaró en el patio y comenzó a evaporarse la humedad del rocío, envolviendo la casa en una bruma tenue. Había pasado esas horas largas en la oscuridad, mirando hacia el interior de mí misma. Sentía escalofríos, debía ser a causa de ese olor persistente que desde hacía unos días flotaba en el ambiente y se pegaba en todas las cosas. Es hora de barrer la tienda, pensé cuando oí a lo lejos el tintineo de las campanas del lechero, pero me pesaba tanto el cuerpo que tuve que mirarme las manos para ver si se habían vuelto de piedra; me arrastré hasta la fuente, metí adentro la cabeza y al enderezarme, el agua fría se deslizó por mi espalda, sacudiéndome la parálisis de esa noche de insomnio y lavando la imagen de los amantes sobre la cama de Riad Halabí. Me fui al almacén sin mirar hacia la puerta de Zulema, ojalá sea un sueño, mamá, haz que sea sólo un sueño. Permanecí toda la mañana refugiada detrás del mostrador, sin asomarme al corredor, con el oído atento al silencio de mi patrona y de Kamal. Al mediodía cerré el negocio, pero no me atreví a salir de esos tres cuartos repletos de mercadería y me acomodé entre unos sacos de granos para pasar el calor de la siesta. Tenía miedo. La casa se había transformado en un animal impúdico respirando a mi espalda.
Kamal pasó esa mañana retozando con Zulema, almorzaron frutas y dulces y a la hora de la siesta, cuando ella se durmió extenuada, él recogió sus cosas, las metió en su maleta de cartón y se fue discretamente por la puerta de atrás, como un bandido. Al verlo salir tuve la certeza de que no volvería.
Zulema despertó a media tarde con la bulla de los grillos. Apareció en La Perla de Oriente envuelta en una bata, despeinada, con ojeras oscuras y los labios hinchados, pero se veía muy hermosa, plena, satisfecha.
– Cierra el negocio y ven a ayudarme, me ordenó.
Mientras limpiábamos y ventilábamos la habitación, colocábamos sábanas frescas en la cama y cambiábamos los pétalos de las flores en las jofainas, Zulema cantaba en árabe y siguió cantando en la cocina cuando preparó la sopa de yogur, el kipe y el tabule. Después llené la bañera, la perfumé con esencia de limón y Zulema se hundió en el agua con un suspiro feliz, los párpados entornados, sonriendo, perdida en quién sabe qué recuerdos. Cuando el agua se enfrió, pidió sus cosméticos, se observó en el espejo complacida y comenzó a empolvarse, se puso colorete en las mejillas, carmín en los labios, sombras nacaradas alrededor de los ojos. Salió del baño arropada en toallas y se tendió sobre la cama para que yo le diera masajes, después se cepilló el cabello, lo recogió en un moño y se puso un vestido escotado.
– ¿Estoy bonita? quiso saber.
– Sí.
– ¿Me veo joven?
– Sí.
– ¿De qué edad?
– Como la foto del día de su casamiento.
– ¿Por qué me hablas de eso? ¡No quiero acordarme de mi casamiento! Andate, estúpida, déjame sola…
Se sentó en una mecedora de mimbre bajo el alero del patio a mirar la tarde y a aguardar el regreso de su amante. Esperé con ella, sin atreverme a decirle que Kamal se había marchado. Zulema pasó horas meciéndose y llamándolo con todos sus sentidos, mientras yo cabeceaba en la silla. La comida se puso rancia en la cocina y se esfumó el aroma discreto de las flores en la habitación. A las once de la noche desperté asustada por el silencio, habían enmudecido los grillos y el aire estaba detenido, ni una hoja se movía en el patio. El olor del deseo había desaparecido. Mi patrona aún se mantenía inmóvil en el sillón, con el vestido arrugado, las manos crispadas, lágrimas le mojaban la cara, tenía el maquillaje chorreado, parecía una máscara abandonada a la intemperie.
– Vaya a la cama, señora, no lo espere más. Tal vez no vuelva hasta mañana… le supliqué, pero la mujer no se movió.
Allí estuvimos sentadas toda la noche. Me castañeteaban los dientes y me corría un sudor extraño por la espalda, y atribuí esos signos a la mala suerte que había entrado en la casa. No era tampoco el momento de ocuparme de mis propios malestares, porque me di cuenta de que en el alma de Zulema algo se había quebrado. Sentí horror al mirarla, ya no era la persona que conocía, se estaba transformando en una especie de enorme vegetal. Preparé café para las dos y se lo llevé con la esperanza de devolverle la antigua identidad, pero no quiso probarlo, rígida, una cariátide con la vista clavada en la puerta del patio. Bebí un par de sorbos, pero lo sentí áspero y amargo. Por fin logré levantar a mi patrona de la silla y llevarla de la mano a su habitación, le quité el vestido, le limpié la cara con un trapo húmedo y la acosté. Comprobé que respiraba tranquila, pero la desolación le nublaba los ojos y seguía llorando, callada y tenaz. Después abrí el almacén como una sonámbula. Llevaba muchas horas sin comer, me acordé de los tiempos de mi desgracia, antes que Riad Halabí me recogiera, cuando se me cerró el estómago y no podía tragar. Me puse a chupar un níspero tratando de no pensar. Llegaron a La Perla de Oriente tres muchachas preguntando por Kamal y les dije que no estaba y no valía la pena ni siquiera recordarlo, porque en realidad no era humano, nunca existió en carne y hueso, era un genio del mal, un efrit venido del otro lado del mundo para alborotarles la sangre y turbarles el alma, pero ya no lo verían más, había desaparecido arrastrado por el mismo viento fatal que lo trajo del desierto hasta Agua Santa. Las jóvenes se fueron a la plaza a comentar la noticia y pronto empezaron a desfilar los curiosos para averiguar lo ocurrido.
– Yo no sé nada. Esperen que llegue el patrón, fue la única respuesta que se me ocurrió.
Al mediodía le llevé una sopa a Zulema y traté de dársela a cucharadas, pero veía sombras y me temblaban tanto las manos, que el líquido se me desparramó por el suelo. De pronto la mujer comenzó a balancearse con los ojos cerrados, lamentándose, primero un monótono quejido y después un ayayay agudo y perseverante como llanto de sirena.
– ¡Cállese! Kamal no volverá. Si no puede vivir sin él, más vale que se levante y vaya a buscarlo hasta que lo encuentre. No hay nada más que hacer. ¿Me oye, señora?
La sacudí, espantada ante el tamaño de ese sufrimiento.
Pero Zulema no respondió, había olvidado el español y nadie volvió a oírle ni una palabra en ese idioma. Entonces la llevé otra vez a la cama, la acosté y me eché a su lado, pendiente de sus suspiros, hasta que ambas nos dormimos agotadas. Así nos encontró Riad Halabí cuando llegó a mitad de la noche. Traía la camioneta cargada de mercadería nueva y no había olvidado los regalos para su familia: una sortija de topacio para su mujer, un vestido de organza para mí, dos camisas para su primo.
– ¿Qué pasa aquí? preguntó asombrado ante el soplo de tragedia que barría su casa.
– Kamal se fue, logré tartamudear.
– ¿Cómo que se fue? ¿Adónde?
– No sé.
– Es mi huésped, no puede irse así, sin avisarme, sin despedirse…
– Zulema está muy mal.
– Creo que tú estás peor, hija. Tienes una tremenda calentura.
En los días siguientes sudé el terror, se me fue la fiebre y recuperé el apetito, en cambio fue evidente que Zulema no sufría un malestar pasajero. Se había enfermado de amor y todos así lo comprendieron, menos su marido que no quiso verlo y se negó a relacionar la desaparición de Kamal con el desánimo de su mujer. No preguntó lo sucedido, porque adivinaba la respuesta y al tener certeza de la verdad se habría visto obligado a tomar venganza. Era demasiado compasivo para rebanarle los pezones a la infiel o buscar a su primo hasta dar con él para amputarle los genitales y metérselos en la boca, de acuerdo con la tradición de sus antepasados.
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