Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Zulema continuó callada y tranquila, llorando a ratos, sin manifestar ningún entusiasmo por la comida, la radio o los regalos de su marido. Comenzó a adelgazar y al cabo de tres semanas su piel se había vuelto de un suave color sepia, como un retrato de otro siglo. Sólo reaccionaba cuando Riad Halabí intentaba hacerle una caricia, entonces se replegaba acechándolo con un odio seguro. Por un tiempo se me acabaron las clases con la maestra Inés y el trabajo en el almacén, tampoco se reanudaron las visitas semanales al camión del cinematógrafo, porque ya no pude separarme de mi patrona, pasaba el día y buena parte de la noche cuidándola. Riad Halabí tomó un par de empleadas para hacer la limpieza y ayudar en La Perla de Oriente. Lo único bueno de ese periodo fue que él volvió a ocuparse de mí como en los tiempos anteriores a la llegada de Kamal, de nuevo me pedía que le leyera en voz alta o le contara cuentos de mi invención, me invitaba a jugar dominó y se dejaba ganar. A pesar de la atmósfera de opresión que había en la casa, encontrábamos pretextos para reírnos.

Pasaron algunos meses sin cambios notables en el estado de la enferma. Los habitantes de Agua Santa y de los pueblos vecinos acudieron a preguntar por ella, trayendo cada uno un remedio diferente: una mata de ruda para infusiones, un jarabe para curar a los atónitos, vitaminas en píldoras, caldo de ave. No lo hacían por consideración hacia esa extranjera altiva y solitaria, sino por cariño al turco. Sería bien bueno que la viera una experta, dijeron y un día trajeron a una guajira hermética que se fumó un tabaco, sopló el humo sobre la paciente y concluyó que no tenía ninguna enfermedad registrada por la ciencia, sólo un ataque prolongado de tristeza amorosa.

– Echa de menos a su familia, pobrecita explicó el marido y despidió a la india antes que siguiera adivinando su vergüenza.

No tuvimos noticias de Kamal. Riad Halabí no volvió a mencionar su nombre, herido por la ingratitud con que pagó el albergue recibido.

7

Rolf Carlé comenzó a trabajar con el señor Aravena el mismo mes que los rusos mandaron al espacio una perra metida en una cápsula.

– ¡Soviéticos tenían que ser, no respetan ni a los animales! exclamó el tío Rupert indignado al conocer la noticia.

– No es para tanto, hombre… Después de todo no es más que una bestia ordinaria, sin ningún pedigree, replicó la tía Burgel sin levantar la vista del pastel que estaba preparando.

Ese desafortunado comentario desencadenó una de las peores peleas que jamás tuvo la pareja. Pasaron el viernes gritándose improperios y ofendiéndose con reproches acumulados en treinta años de vida en común. Entre muchas otras cosas lamentables, Rupert oyó decir por primera vez a su mujer que siempre había detestado a los perros, le repugnaba ese negocio de criarlos y venderlos y rezaba para que sus malditos pastores policiales se infestaran de peste y se fueran todos a la mierda. A su vez Burgel se enteró de que él conocía una infidelidad cometida por ella en su juventud, pero había callado para convivir en paz. Se dijeron cosas inimaginables y al final quedaron exhaustos. Cuando Rolf llegó el sábado a la Colonia, encontró la casa cerrada y creyó que toda la familia se había contagiado con la gripe asiática que esa temporada andaba causando estragos. Burgel yacía postrada en la cama con compresas de albahaca en la frente y Rupert, congestionado de rencor, se había encerrado en la carpintería con sus canes reproductores y catorce cachorros recién nacidos, a destrozar metódicamente todos los relojes cucú para los turistas. Sus primas tenían los ojos hinchados por el llanto. Las dos mozas se habían casado con los fabricantes de velas, sumando a su olor natural de canela, clavo de olor, vainilla y limón el aroma delicioso de la cera de abejas. Vivían en la misma calle de la casa paterna, compartiendo el día entre sus pulcros hogares y el trabajo con sus padres, ayudándolos en el hotel, el gallinero y la cría de perros. Nadie percibió el entusiasmo de Rolf Carlé por su nueva máquina filmadora ni quiso oír, como otras veces, el recuento minucioso de sus actividades o de los disturbios políticos en la Universidad. La disputa había alterado tanto el ánimo de aquel pacifico hogar, que ese fin de semana no pudo pellizcar a sus primas, porque las dos andaban con cara de duelo y no demostraron ningún entusiasmo por airear los edredones en los cuartos vacíos. El domingo por la noche Rolf regresó a la capital con la castidad en ascuas, con la misma ropa sucia de la semana anterior, sin la provisión de galletas y embutidos que habitualmente su tía le ponía en la maleta y con la incómoda sensación de que una perra moscovita podía ser más importante que él a los ojos de su familia.

El lunes por la mañana se encontró con el señor Aravena, para desayunar juntos en un cafetín en la esquina del periódico.

– Olvídate de ese animal y de los líos de tus tíos, muchacho, van a suceder acontecimientos muy importantes, le dijo su protector ante el plato suculento con el cual comenzaba a vivir cada día.

– ¿De qué habla?

– Habrá un plebiscito dentro de un par de meses. Está todo arreglado, el General piensa gobernar otros cinco años.

– Eso no es ninguna novedad.

– Esta vez le va a salir el tiro por la culata, Rolf.

De acuerdo a lo previsto, poco antes de Navidad se efectuó el referéndum apoyado por una campaña publicitaria que sofocó al país con ruido, afiches, desfiles militares e inauguraciones de monumentos patrióticos. Rolf Carlé decidió hacer su trabajo con cuidado y, dentro de lo posible con algo de humildad, empezando por el principio y por abajo. Con anticipación tomó el pulso de la situación, rondando las oficinas electorales, hablando con oficiales de las Fuerzas Armadas, obreros y estudiantes. El día señalado las calles fueron ocupadas por el Ejército y la Guardia, pero se veía muy poca gente en los centros electorales, parecía un domingo de provincia. El General resultó vencedor por la aplastante mayoría del ochenta por ciento, pero el fraude fue tan impúdico, que en vez del efecto buscado cayó en el ridículo. Carlé llevaba varias semanas fisgoneando y poseía mucha información, que entregó a Aravena con petulancia de novato, aventurando de paso complicados pronósticos políticos. El otro lo escuchó con aire burlón.

– No le des tantas vueltas, Rolf. La verdad es simple: mientras el General era temido y odiado pudo sujetar las riendas del gobierno, pero apenas se convirtió en motivo de mofa, el poder comenzó a escurrirse de sus manos. Será derrocado antes de un mes.

Tantos años de tiranía no habían acabado con la oposición, algunos sindicatos funcionaban en la sombra, los partidos políticos habían sobrevivido fuera de la ley y los estudiantes no dejaban pasar un día sin manifestar su descontento. Aravena sostenía que las masas nunca habían determinado el curso de los acontecimientos en el país, sino un puñado de atrevidos dirigentes. La caída de la dictadura, pensaba él, se daría por un consenso de las élites, y el pueblo, acostumbrado a un sistema de caudillos, seguiría por el camino que le señalaran. Consideraba fundamental el papel de la Iglesia católica, porque si bien nadie respetaba los Diez Mandamientos y los hombres alardeaban de ateos, como otra expresión de machismo, ésta seguía ejerciendo un enorme poder.

– Hay que hablar con los curas, sugirió.

– Ya lo hice. Un sector está soliviantando a los obreros y a la clase media, dicen que los obispos van a acusar al Gobierno por la corrupción y los métodos represivos. Mi tía Burgel fue a confesarse después de la discusión que tuvo con su marido y el cura se abrió la sotana y le pasó un fajo de panfletos para repartir en la Colonia.

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