Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Volvió un par de horas más tarde diciendo que no había que preocuparse por esa vaina, en efecto había caído el Gobierno, pero todo seguía como antes, de modo que ya podían comenzar la música y el baile y páseme otra cerveza que vamos a brindar por la democracia. A medianoche Riad Halabí contó el dinero reunido, se lo entregó a la maestra Inés y regresó a casa cansado, pero contento, porque su iniciativa había dado buenos frutos y el techo de la escuela estaba asegurado.

– Cayó la dictadura, le dije apenas entró. Me había quedado todo el día cuidando a Zulema en una de sus crisis y lo estaba esperando en la cocina.

– Ya lo sé, hija.

– Lo dijeron por la radio. ¿Qué significa eso?

– Nada que nos importe, eso ocurre muy lejos de aquí.

Pasaron dos años y se consolidó la democracia. Con el tiempo sólo el gremio de los taxistas y algunos militares añoraban la dictadura. El petróleo siguió manando de las profundidades de la tierra con la abundancia de antes y nadie se preocupó demasiado en invertir las ganancias, porque en el fondo creían que la bonanza iba a durar eternamente. En las universidades, los mismos estudiantes que se habían jugado la vida para derrocar al General, se sentían defraudados por el nuevo Gobierno y acusaban al Presidente de someterse a los intereses de Estados Unidos. El triunfo de la Revolución Cubana había hecho estallar un incendio de ilusiones en todo el continente. Por allá había hombres cambiando el orden de la vida y sus voces llegaban por el aire sembrando palabras magníficas. Por ahí andaba el Ché con una estrella en la frente dispuesto a combatir en cualquier rincón de América. Los jóvenes se dejaban crecer las barbas y aprendían de memoria conceptos de Carlos Marx y frases de Fidel Castro. Si no existen las condiciones para la revolución, el verdadero revolucionario debe crearlas, estaba escrito con pintura imborrable en los muros de la Universidad. Algunos, convencidos de que el pueblo jamás obtendría el poder sin violencia, decidieron que era el momento de tomar las armas. Comenzó el movimiento guerrillero.

– Quiero filmarlos, anunció Rolf Carlé a Aravena.

Así fue como partió a la montaña siguiendo los pasos de un joven moreno, callado y sigiloso, que lo condujo de noche por unos senderos de chivos hasta el sitio donde se ocultaban sus compañeros. Así fue como se convirtió en el único periodista en contacto directo con la guerrilla, el único que pudo filmar sus campamentos y el único en el cual los comandantes depositaron su confianza. Y así fue también como conoció a Huberto Naranjo.

Naranjo había pasado los años de su adolescencia asolando los barrios de la burguesía, convertido en el jefe de una pandilla de marginales, en guerra contra las bandas de muchachos ricos que recorrían la ciudad en sus motos cromadas, vestidos con chaquetas de cuero y armados con cadenas y cuchillos imitando a las patotas de las películas. Mientras los señoritos se quedaron en su sector ahorcando gatos, destrozando a navajazos las butacas de los cines, manoseando a las niñeras en los parques, metiéndose en el Convento de las Adoratrices para aterrorizar a las monjas y asaltando las fiestas de quinceañeras para orinarse sobre la torta, el asunto quedaba prácticamente en familia. De vez en cuando la policía los detenía, se los llevaba a la Comandancia, llamaba a los padres para arreglar las cosas como amigos y en seguida los soltaban sin dejar registro de sus nombres. Son travesuras inocentes, decían benévolos, en pocos años crecerán, cambiarán las chaquetas de cuero por traje y corbata y podrán dirigir las empresas de sus padres y el destino del país. Pero cuando invadieron las calles del centro para untar con mostaza y ají picante los genitales de los mendigos, marcar a cuchillo las caras de las prostitutas y atrapar a los homosexuales de la calle República para empalarlos, Huberto Naranjo consideró que ya bastaba. Reunió a sus compinches y se organizaron para la defensa. De este modo nació La Peste, la banda más temida de la ciudad, que se enfrentaba a las motos en batallas campales, dejando un reguero de contusos, desmayados y heridos de arma blanca.

Si aparecía la policía en furgones blindados con perros de presa y equipos antimotines y lograba caerles encima por sorpresa, los de piel blanca y casaca negra volvían indemnes a sus hogares. El resto era apaleado en los cuarteles hasta que la sangre corría en hilitos entre los adoquines del patio. Pero no fueron los golpes los que acabaron con La Peste, sino una razón de fuerza mayor que condujo a Naranjo lejos de la capital.

Una noche su amigo, el Negro del boliche, lo invitó a una misteriosa reunión. Después de dar la contraseña en la puerta, fueron conducidos a un cuarto cerrado donde había varios estudiantes, que se presentaron con nombres falsos. Huberto se acomodó en el suelo junto a los demás, sintiéndose fuera de lugar, porque tanto el Negro como él parecían ajenos al grupo, no provenían de la Universidad, ni siquiera habían pasado por el liceo. Sin embargo, pronto advirtió que recibían un trato respetuoso, porque el Negro había hecho el servicio militar especializándose en explosivos y eso le daba enorme prestigio. Les presentó a Naranjo como el jefe de La Peste y como todos habían oído hablar de su coraje, lo recibieron con admiración. Allí escuchó a un joven poner en palabras la confusión que él mismo llevaba en el pecho desde hacía varios años.

Fue una revelación. Al principio se sintió incapaz de comprender la mayor parte de esos discursos inflamados y mucho menos de repetirlos, pero intuyó que su lucha personal contra los señoritos del Club de Campo y sus desafíos a la autoridad, parecían juegos de niños a la luz de esas ideas oídas por primera vez. El contacto con la guerrilla cambió su vida. Descubrió con asombro que para esos muchachos la injusticia no era parte del orden natural de las cosas, como él suponía, sino una aberración humana, se le hicieron evidentes los abismos que determinan a los hombres desde su nacimiento y decidió poner toda su rabia, hasta entonces inútil, al servicio de esta causa.

Para el joven, entrar en la guerrilla fue una cuestión de hombría, porque una cosa era batirse a cadenazos con los chaquetas negras y otra muy diferente manejar armas de fuego contra el Ejército. Había vivido siempre en la calle y creía no conocer el miedo, no retrocedía en las batallas con otras pandillas ni pedía clemencia en el patio del cuartel, la violencia era una rutina para él, pero nunca imaginó los limites a los cuales tendría que llegar en los años venideros.

Al comienzo sus misiones fueron en la ciudad, pintar paredes, imprimir folletos, pegar afiches, producir mantas, conseguir armas, robar medicamentos, reclutar simpatizantes, buscar lugares para ocultarse, someterse a entrenamiento militar. Con sus compañeros aprendió los múltiples usos de un trozo de plástico, a fabricar bombas caseras, sabotear cables de alta tensión, volar rieles y caminos para dar la impresión de que eran muchos y estaban bien organizados, eso atraía a los indecisos, reforzaba la moral de los combatientes y debilitaba al enemigo. Los periódicos dieron publicidad a estos actos criminales, como fueron llamados, pero luego hubo prohibición de mencionar los atentados y el país sólo se enteraba por rumores, por algunas hojas impresas en máquinas domésticas, por las radios clandestinas. Los jóvenes procuraron movilizar a las masas de distintas maneras, pero su ardor revolucionario se estrellaba contra las caras impávidas o las cuchufletas del público. La ilusión de la riqueza petrolera cubría todo con un manto de indiferencia. Huberto Naranjo se impacientaba. En las reuniones oyó hablar de la montaña, allá estaban los mejores hombres, las armas, la semilla de la revolución. Viva el pueblo, muera el imperialismo, gritaban, decían, susurraban palabras, palabras, miles de palabras, buenas y malas palabras, la guerrilla tenía más palabras que balas. Naranjo no era orador, no sabía usar todas esas ardientes palabras, pero pronto se perfiló en él un criterio político y aunque no podía teorizar como un ideólogo, lograba conmover con el ímpetu de su coraje. Tenía puños duros y fama de valiente, por ello consiguió finalmente que lo enviaran al frente.

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