– Ninguno de estos patanes sirve para ti, mi niña. Vamos a buscarte un marido con buena situación, que te respete y te quiera.
– Zulema me necesita y aquí soy feliz. ¿Para qué me voy a casar?
– Las mujeres tienen que casarse, porque si no están incompletas, se secan por dentro, se les enferma la sangre; pero tú puedes esperar un poco, todavía eres joven. Tienes que prepararte para el futuro. ¿Por qué no estudias para secretaria? Mientras yo viva no te faltará nada, pero nunca se sabe, es mejor tener un oficio. Cuando llegue el momento de buscarte un novio te voy a comprar vestidos bonitos y deberás ir a la peluquería y hacerte uno de esos peinados que se usan ahora.
Yo devoraba los libros que caían en mis manos, atendía la casa y a la enferma, ayudaba al patrón en el almacén. Siempre ocupada, no tenía ánimo para pensar en mí misma, pero en mis historias aparecían anhelos e inquietudes que no sabía que estaban en mi corazón. La maestra Inés me sugirió anotarlos en un cuaderno. Pasaba parte de la noche escribiendo y me gustaba tanto hacerlo, que se me iban las horas sin darme cuenta y a menudo me levantaba por la mañana con los ojos enrojecidos. Pero ésas eran mis mejores horas. Sospechaba que nada existía verdaderamente, la realidad era una materia imprecisa y gelatinosa que mis sentidos captaban a medias. No había pruebas de que todos la percibieran del mismo modo, tal vez Zulema, Riad Halabí y los demás tenían una impresión diferente de las cosas, tal vez no veían los mismos colores ni escuchaban los mismos sonidos que yo. Si así fuera, cada uno vivía en soledad absoluta. Ese pensamiento me aterraba. Me consolaba la idea de que yo podía tomar esa gelatina y moldearla para crear lo que deseara, no una parodia de la realidad, como los mosqueteros y las esfinges de mi antigua patrona yugoslava, sino un mundo propio, poblado de personajes vivos, donde yo imponía las normas y las cambiaba a mi antojo. De mí dependía la existencia de todo lo que nacía, moría o acontecía en las arenas inmóviles donde germinaban mis cuentos. Podía colocar en ellas lo que quisiera, bastaba pronunciar la palabra justa para darle vida. A veces sentía que ese universo fabricado con el poder de la imaginación era de contornos más firmes y durables que la región confusa donde deambulaban los seres de carne y hueso que me rodeaban.
Riad Halabí llevaba la misma vida de antes, preocupado de los problemas ajenos, acompañando, aconsejando, organizando, siempre al servicio de los demás. Presidía el club deportivo y era el encargado de casi todos los proyectos de esa pequeña comunidad. Dos noches por semana se ausentaba sin dar explicaciones y regresaba muy tarde. Cuando lo oía entrar furtivo por la puerta del patio, yo apagaba la luz y fingía dormir, para no abochornarlo. Aparte de esas escapadas, ambos compartíamos nuestras existencias como un padre con su hija. Asistíamos juntos a misa, porque el pueblo veía con malos ojos mi escasa devoción, tal como dijo muchas veces la maestra Inés, y él había decidido que a falta de mezquita no le hacía ningún daño adorar a Alá en un templo cristiano, sobre todo teniendo en cuenta que no era necesario seguir el rito de cerca.
Hacía como los otros hombres, que se colocaban en la parte de atrás de la iglesia y se mantenían de pie, en una actitud algo displicente, porque las genuflexiones se consideraban poco viriles. Desde allí él podía recitar sus oraciones musulmanas sin llamar la atención. No perdíamos ninguna película en el nuevo cine de Agua Santa. Si el programa contemplaba algo romántico o musical, llevábamos a Zulema entre los dos, sujetándola por los brazos, como a una inválida.
Cuando terminó la temporada de las lluvias y arreglaron la carretera arrasada por el río en la última crecida, Riad Halabí anunció otro viaje a la capital, porque La Perla de Oriente estaba desprovista de mercadería. A mí no me gustaba quedarme sola con Zulema. Es mi trabajo, niña, debo ir porque si no el negocio se me arruina, pero volveré pronto y te traeré muchos regalos, me tranquilizaba siempre el patrón antes de partir. Aunque yo nunca lo mencionaba, aún tenía miedo de la casa, sentía que las paredes guardaban el hechizo de Kamal. A veces soñaba con él y en las sombras presentía su olor, su fuego, su cuerpo desnudo apuntándome con el sexo erguido. Entonces invocaba a mi madre para que lo echara de allí, pero no siempre ella escuchaba mi llamado. En verdad la ausencia de Kamal era tan notoria, que no sé cómo pudimos alguna vez soportar su presencia. Por las noches el vacío dejado por el primo ocupaba los cuartos silenciosos, se apoderaba de los objetos y saturaba las horas.
Riad Halabí partió el jueves por la mañana, pero recién el viernes al desayuno Zulema advirtió que su marido se había ido y entonces murmuró su nombre. Era su primera manifestación de interés en mucho tiempo y temí que fuera el comienzo de otra crisis, pero al saber que él estaba de viaje pareció aliviada. Para distraerla, por la tarde la instalé en el patio y fui a desenterrar las joyas. Llevaba varios meses sin asolearlas, no pude recordar el escondite y perdí más de una hora buscando hasta dar con la caja. La traje, le sacudí la tierra y la deposité ante Zulema, sacando las joyas una a una y limpiándolas la pátina con un trapo para devolverles el brillo al oro y el color a las gemas. Le coloqué zarcillos en las orejas y anillos en todos los dedos, le colgué cadenas y collares al cuello, le cubrí de pulseras los brazos y cuando la tuve así adornada fui a buscar el espejo.
– Mire qué linda se ve, parece un ídolo…
– Busca un lugar nuevo para ocultarlas, ordenó Zulema en árabe, quitándose las prendas antes de volver a sumergirse en la apatía.
Pensé que era buena idea cambiar el escondrijo. Metí todo de vuelta en la caja, la envolví en una bolsa plástica para preservarla de la humedad y fui detrás de la casa a un terreno abrupto cubierto de maleza. Allí cavé un hueco cerca de un árbol, enterré el paquete, apisoné bien la tierra y con una piedra filuda hice una marca al tronco para acordarme del lugar. Había oído que así hacían los campesinos con su dinero. Tan frecuente era esta forma de ahorro por esos lados, que años más tarde, cuando construyeron la autopista, los tractores desenterraron botijas llenas de monedas y billetes cuyo valor había sido anulado por la inflación.
Al anochecer preparé la cena para Zulema, la acosté y después me quedé cosiendo hasta muy tarde en el corredor. Echaba de menos a Riad Halabí en la casa sombría apenas se escuchaba el rumor de la naturaleza, los grillos estaban mudos, no corría una brisa. A medianoche decidí ir a la cama. Encendí todas las luces, cerré las persianas de los cuartos para que no se metieran los sapos y dejé abierta la puerta trasera, para huir si aparecía el fantasma de Kamal o cualquier otro habitante de mis pesadillas. Antes de acostarme le di una última mirada a Zulema y comprobé que dormía tranquila, cubierta sólo por una sábana.
Como siempre, desperté con la primera claridad del amanecer y partí a la cocina a preparar el café, lo serví en un pocillo y crucé el patio para llevárselo a la enferma. Al pasar fui apagando las luces que había dejado encendidas la noche anterior y noté que los bombillos estaban sucios de luciérnagas quemadas. Llegué a la habitación de la mujer, abrí la puerta sin ruido y entré.
Zulema estaba echada con medio cuerpo sobre la cama y el resto por el suelo, abierta de brazos y piernas, la cabeza hacia la pared, su pelo negroazul desparramado sobre las almohadas y un charco rojo empapaba las sábanas y la camisa. Sentí un olor más intenso que los pétalos de las flores en las jofainas. Me acerqué con lentitud, coloqué la taza de café sobre la mesa, me incliné sobre Zulema y la di vuelta. Entonces vi que se había dado un tiro de pistola en la boca y el disparo le había destrozado el paladar.
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