Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Partió una tarde sin despedirse de nadie y sin dar explicaciones a sus amigos de La Peste, de quienes se había distanciado desde que comenzaron sus nuevas inquietudes. El único que supo su paradero fue el Negro, pero no lo habría dicho ni muerto. A los pocos días en la montaña, Huberto Naranjo comprendió que todo lo experimentado hasta entonces era una tontería, que había llegado la hora de probar en serio su carácter. La guerrilla no era un ejército en la sombra, como creía, sino grupos de quince o veinte muchachos diseminados por los desfiladeros, no muchos en total, apenas suficientes para tener esperanzas. En qué me he metido, éstos son unos locos, fue su primer pensamiento, en seguida descartado porque tenía su meta muy clara: había que ganar. El hecho de ser tan pocos los obligaba a sacrificarse más. Lo primero fue el dolor. Marcha forzada con treinta kilos de pertrechos a la espalda y un arma en la mano, arma sagrada que no debía mojarse ni astillarse, que no podía soltar ni un solo instante, caminar, agacharse, subir y bajar en fila, callado, sin comida ni agua, hasta que los músculos de todo el cuerpo eran un solo inmenso y absoluto gemido, hasta que la piel de las manos se le levantaba como globos llenos de un líquido turbio, hasta que las picaduras de los bichos le impedían abrir los ojos y los pies le sangraban, destrozados dentro de las botas. Subir y subir más, dolor y más dolor. Luego el silencio. En ese paisaje verde e impenetrable, adquirió el sentido del silencio, aprendió a moverse como la brisa; allí un suspiro, un roce de la mochila o del arma sonaba como un campanazo y podía costar la vida.

El enemigo estaba muy cerca. Paciencia para esperar inmóvil durante horas. Disimula el miedo, Naranjo, no vayas a contagiar a los demás, resiste el hambre, todos tenemos hambre, aguanta la sed, todos tenemos sed. Siempre empapado, incómodo, sucio, adolorido, atormentado por el frío de la noche y el calor atroz del mediodía, por el lodo, la lluvia, los zancudos y los chinches, por las heridas supuradas, desgarros y calambres. Al comienzo se sentía perdido, no veía por dónde andaba ni dónde golpeaba con el machete, abajo hierbas, maleza, ramas, piedras, rastrojos, arriba las copas de los árboles tan tupidas que no se vislumbraba la luz del sol; pero después la mirada se le hizo de tigre y aprendió a ubicarse. Dejó de sonreír, su cara se tornó dura, la piel color de tierra, la mirada seca. La soledad era peor que el hambre. Lo acosaba un deseo apremiante de sentir el contacto de otra persona, acariciar a alguien, estar con una mujer, pero allí todos eran hombres, no se tocaban jamás, cada uno encerrado en su propio cuerpo, en su pasado, en sus miedos e ilusiones. A veces llegaba alguna compañera y todos ansiaban poner la cabeza en su regazo, pero eso tampoco era posible.

Huberto Naranjo se fue mutando en otro animal de la espesura, sólo instinto, reflejos, impulsos, puros nervios, huesos, músculos, piel, ceño fruncido, mandíbula apretada, vientre firme. El machete y el fusil se le pegaron en las manos, prolongaciones naturales de sus brazos. Se le afinó el oído y se le aguzó la vista, siempre alerta, aun cuando dormía. Desarrolló una tenacidad sin límites, pelear hasta la muerte, hasta vencer, no hay alternativa, vamos a soñar y cumplir los sueños, soñar o morir, adelante. Se olvidó de sí mismo. Por fuera era de piedra, pero con el paso de los meses algo elemental se ablandó y se partió en su interior y de adentro surgió un fruto nuevo. El primer síntoma fue la compasión, desconocida para él, que jamás la había recibido de nadie ni había tenido ocasión de practicarla. Algo tibio crecía detrás de la dureza y del silencio, algo así como un afecto ilimitado por los demás, algo que lo sorprendió más que ningún otro de los cambios sufridos hasta entonces. Empezó amando a sus camaradas, quería dar la vida por ellos, sentía un deseo poderoso de abrazarlos y decirles te quiero, hermano. Luego ese sentimiento se extendió hasta abarcar a toda la multitud anónima del pueblo y comprendió entonces que la rabia se le había dado vuelta.

En esa época lo conoció Rolf Carlé y le bastó intercambiar tres frases para comprender que estaba ante un hombre excepcional. Tuvo la corazonada de que sus destinos se cruzarían muchas veces, pero la descartó de inmediato. Evitaba caer en las trampas de la intuición.

8

Un par de años después de la partida de Kamal, el estado de Zulema se había estabilizado en la melancolía, recuperó el apetito y dormía como antes, pero nada provocaba en ella el menor interés, se le iban las horas inmóvil en su sillón de mimbre observando el patio, ausente de este mundo. Mis historias y las novelas de la radio eran lo único que lograba encender un chispazo en sus ojos, aunque no estoy segura de que las comprendiera, porque no parecía haber recuperado la memoria del español. Riad Halabí instaló un aparato de televisión, pero como ella lo ignoró y de todos modos las imágenes llegaban con tantas interferencias como si fueran mensajes de otros planetas, decidió llevarlo a la tienda para que al menos lo aprovecharan los vecinos y los clientes. Mi patrona ya no recordaba a Kamal ni lamentaba la pérdida del amor, simplemente se instaló en la indolencia para la cual siempre tuvo vocación.

Su enfermedad le sirvió para huir de las pequeñas responsabilidades fastidiosas de su casa, de su matrimonio, de sí misma. La tristeza y el aburrimiento le resultaban más soportables que el esfuerzo de una existencia normal. Tal vez en esa época comenzó a rondarla la idea de la muerte, como un estado superior de pereza, en el cual no tendría que mover la sangre en sus venas o el aire en sus pulmones, el descanso sería total, no pensar, no sentir, no ser. Su marido la llevó en la camioneta al hospital regional, a tres horas de camino de Agua Santa, donde le hicieron algunos exámenes, le dieron píldoras para la melancolía y dijeron que en la capital podrían curarla con descargas eléctricas, método que a él le resultó inaceptable.

– El día que vuelva a mirarse al espejo, estará curada, decía yo y colocaba a mi patrona delante de un espejo grande para resucitarle la coquetería. ¿Se acuerda qué blanca tenía antes la piel, Zulema? ¿Quiere que le maquille los ojos? Pero el cristal sólo reflejaba el contorno incierto de una medusa de mar.

Nos acostumbramos a la idea de que Zulema era una especie de planta enorme y delicada, reanudamos las rutinas de la casa y de La Perla de Oriente y volví a mis clases con la maestra Inés. Cuando comencé apenas era capaz de leer dos sílabas pegadas y tenía una trabajosa caligrafía de párvulo, sin embargo mi ignorancia no resultaba excepcional, la mayoría en ese pueblo era analfabeta. Debes estudiar para que después puedas mantenerte por ti misma, hija, no es bueno depender de un marido, acuérdate que quien paga manda, me decía Riad Halabí. Me puse obsesiva con el estudio, me fascinaban la historia, las letras y la geografía. La señorita Inés no había salido jamás de Agua Santa, pero tenía mapas desplegados en los muros de su casa y por las tardes me comentaba las noticias de la radio, señalando los puntos ignotos donde sucedía cada acontecimiento. Valiéndome de una enciclopedia y de los conocimientos de mi maestra, yo viajaba por el mundo. En cambio resulté nula para los números. Si no aprendes a multiplicar, ¿cómo te puedo confiar la tienda? reclamaba el turco.

Yo no le hacía mucho caso, preocupada sólo de lograr el mayor dominio posible de las palabras. Leía el diccionario con pasión y podía pasar horas buscando rimas, averiguando antónimos y resolviendo crucigramas. Al acercarme a los diecisiete años mi cuerpo alcanzó su tamaño definitivo y mi rostro adquirió la expresión que me acompañaría hasta hoy. Entonces dejé de examinarme en el espejo para compararme con las mujeres perfectas del cine y las revistas y decidí que era bella por la simple razón de que tenía ganas de serlo. No le di un segundo pensamiento a ese asunto. Usaba el cabello largo atado en una cola a la espalda, vestidos de algodón que yo misma me cosía y alpargatas de lona. Algunos jóvenes del pueblo o los choferes de los camiones, que se detenían a beber una cerveza, me decían cosas, pero Riad Halabí los espantaba como un padre celoso.

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