Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Volvieron a América y Zulema tardó poco en comprender que su esposo no era rico y no lo sería jamás. Desde el primer instante odió esa nueva patria, ese pueblo, ese clima, esas gentes, esa casa; se negó a aprender español y a colaborar en el trabajo del almacén con el pretexto de sus incontrolables jaquecas; se encerró en su hogar, echada en la cama, atiborrándose de comida, cada vez más gorda y aburrida. Dependía de su marido para todo, hasta para entenderse con los vecinos, con quienes él debía servir de intérprete. Riad Halabí pensó que debía darle tiempo para adaptarse. Estaba seguro de que al tener hijos todo sería diferente, pero los niños no llegaban, a pesar de las noches y las siestas apasionadas que compartió con ella, sin olvidar nunca atarse el pañuelo en la cara. Así pasó un año, pasaron dos, tres, diez, hasta que yo entré en La Perla de Oriente y en sus vidas.

Era muy temprano y todavía el pueblo estaba dormido cuando Riad Halabí estacionó la camioneta. Me condujo al interior de la vivienda por la puerta trasera, cruzamos el patio donde se deslizaba el agua de la fuente y cantaban los sapos y me dejó en el baño con un jabón y una toalla en las manos. Largo rato dejé correr el agua por mi cuerpo, lavándome la modorra del viaje y el desamparo de las últimas semanas, hasta recuperar el color natural de mi piel ya olvidado por tanto abandono. Después me sequé, me peiné con una trenza y me vestí con una camisa de hombre atada en la cintura por un cordón y unas alpargatas de lona que Riad Halabí sacó del almacén.

– Ahora comerás con calma, para que no te duela la barriga, dijo el dueño de la casa instalándome en la cocina ante un festín de arroz, carne amasada con trigo y pan sin levadura. Me dicen el turco, ¿y a ti?

– Eva Luna.

– Cuando viajo mi mujer se queda sola, necesita alguien para que la acompañe. Ella no sale, no tiene amigas, no habla español.

– ¿Quiere que yo sea su sirvienta?

– No. Serás algo así como una hija.

– Hace mucho tiempo que no soy hija de nadie y ya no me acuerdo cómo se hace. ¿Tengo que obedecer en todo?

– Sí.

– ¿Qué me hará cuando me porte mal?

– No lo sé, ya veremos.

– Le advierto que yo no aguanto que me peguen…

– Nadie te pegará, niña.

– Me quedo a prueba un mes y si no me gusta me escapo.

– De acuerdo.

En ese momento Zulema apareció en la cocina, aún atontada por el sueño. Me miró de pies a cabeza sin parecer extrañada por mi presencia, ya estaba resignada a soportar la irremediable hospitalidad de su marido, capaz de albergar a cualquiera con aspecto de necesitado. Diez días antes había recogido a un viajero con su burro y mientras el huésped recuperaba fuerzas para seguir su camino, la bestia se comió la ropa tendida al sol y una parte considerable de la mercadería del almacén. Zulema, alta, blanca, cabello negro, dos lunares junto a la boca y grandes ojos protuberantes y sombríos, se presentó vestida con una túnica de algodón que la cubría hasta los pies. Estaba adornada con zarcillos y pulseras de oro, sonoras como cascabeles. Me observó sin el menor entusiasmo, segura de que era alguna mendiga amparada por su marido.

Yo la saludé en árabe, tal como me había enseñado Riad Halabí momentos antes, y entonces una amplia risa estremeció a Zulema, tomó mi cabeza entre sus manos y me besó en la frente replicando con una letanía en su idioma. El turco soltó también una carcajada, tapándose la boca con su pañuelo.

Ese saludo bastó para ablandar el corazón de mi nueva patrona y a partir de esa mañana me sentí como si hubiera crecido en aquella casa. La costumbre de levantarme temprano me resultó muy útil. Despertaba con la luz del alba, lanzaba las piernas fuera de la cama con un impulso enérgico que me ponía de pie y desde ese instante no volvía a sentarme, siempre cantando, trabajando. Partía a preparar el café de acuerdo a las instrucciones recibidas hirviéndolo tres veces en una jarra de cobre y aromatizándolo con semillas de cardamomo, luego lo servía en un pocillo y se lo llevaba a Zulema, quien lo bebía sin abrir los ojos y continuaba durmiendo hasta tarde. Riad Halabí, en cambio, desayunaba en la cocina. Le gustaba preparar él mismo esa primera comida y poco a poco perdió el pudor por su boca deforme y permitió que yo lo acompañara. Después abríamos juntos la cortina metálica del almacén, limpiábamos el mostrador, ordenábamos los productos y nos sentábamos a esperar a los clientes, que no tardaban en aparecer.

Por primera vez fui libre de ir y venir por la calle, hasta entonces siempre había estado entre paredes, detrás de una puerta con llave o vagando perdida en una ciudad hostil. Buscaba pretextos para hablar con los vecinos o para ir por las tardes a dar vueltas en la plaza. Allí estaban la iglesia, el correo, la escuela y la comandancia, allí se tocaban todos los años los tambores de San Juan, se quemaba un muñeco de trapo para conmemorar la traición de Judas, se coronaba a la Reina de Agua Santa y cada Navidad la maestra Inés organizaba los Cuadros Vivos de la escuela, con sus alumnos vestidos de papel crepé y salpicados de escarcha plateada para representar escenas inmóviles de la Anunciación, el Nacimiento y la masacre de los inocentes ordenada por Herodes. Yo caminaba hablando alto, alegre y desafiante, mezclándome con los demás, contenta de pertenecer a esa comunidad. En Agua Santa las ventanas no tenían vidrios y las puertas estaban siempre abiertas y era costumbre visitarse, pasar delante de las casas saludando, entrar a tomar un café o un jugo de fruta, todos se conocían, nadie podía quejarse de soledad o de abandono. Allí ni los muertos se quedaban solos.

Riad Halabí me enseñó a vender, pesar, medir, sacar cuentas, dar el vuelto y regatear, un aspecto fundamental del negocio. No se regatea para sacar provecho del cliente, sino para estirar el placer de la conversación, decía. También aprendí algunas frases en árabe para comunicarme con Zulema. Pronto Riad Halabí decidió que yo no podía desempeñarme en el almacén ni transitar por la vida sin saber leer y escribir y le pidió a la maestra Inés que me diera lecciones particulares, porque yo ya estaba muy crecida para ir al primer año de la escuela. Todos los días recorría las cuatro cuadras con mi libro bien visible para que todos lo notaran, orgullosa de ser una estudiante. Me sentaba un par de horas ante la mesa de la maestra Inés, junto al retrato del niño asesinado, mano, bota, ojo, vaca, mi mamá me mima, Pepe pide la pipa. La escritura era lo mejor que me había ocurrido en toda mi existencia, estaba eufórica, leía en voz alta, andaba con el cuaderno bajo el brazo para usarlo a cada rato, anotaba pensamientos, nombres de flores, ruidos de pájaros, inventaba palabras. La posibilidad de escribir me permitió prescindir de las rimas para recordar y pude enredar los cuentos con múltiples personajes y aventuras. Apuntando un par de frases cortas me acordaba del resto y podía repetírselo a mi patrona, pero eso fue después, cuando ella comenzó a hablar en español.

Para ejercitarme en la lectura Riad Halabí compró un almanaque y algunas revistas de la farándula con fotografías de artistas, que le encantaron a Zulema. Cuando pude leer de corrido, me trajo novelas románticas, todas del mismo estilo: secretaria de labios túrgidos, senos mórbidos y ojos cándidos conoce a ejecutivo de músculos de bronce, sienes de plata y ojos de acero, ella es siempre virgen, aun en el caso infrecuente de ser viuda, él es autoritario y superior a ella en todo sentido, hay un malentendido por celos o por herencia, pero todo se arregla y él la toma en sus metálicos brazos y ella suspira esdrújulamente, ambos arrebatados por la pasión, pero nada grosero o carnal. La culminación era un único beso que los conducía al éxtasis de un paraíso sin retorno: el matrimonio. Después del beso no había nada más, sólo la palabra fin coronada de flores o de palomas. Pronto yo podía adivinar el argumento en la tercera página y para distraerme lo cambiaba, desviándolo hacia un desenlace trágico, muy diferente al imaginado por el autor y más de acuerdo a mi incurable tendencia hacia la morbosidad y la truculencia, en el cual la muchacha se convertía en traficante de armas y el empresario partía a cuidar leprosos en la India. Salpicaba el tema con ingredientes violentos sustraídos de la radio o de la crónica policial y con los conocimientos adquiridos a hurtadillas en las ilustraciones de los libros educativos de la Señora. Un día la maestra Inés le habló a Riad Halabí de Las mil y una noches y en su siguiente viaje él me lo trajo de regalo, cuatro grandes libros empastados en cuero rojo en los cuales me sumergí hasta perder de vista los contornos de la realidad. El erotismo y la fantasía entraron en mi vida con la fuerza de un tifón, rompiendo todos los límites posibles y poniendo patas arriba el orden conocido de las cosas. No sé cuántas veces leí cada cuento. Cuando los supe todos de memoria empecé a pasar personajes de una historia a otra, a cambiar las anécdotas, quitar y agregar, un juego de infinitas posibilidades. Zulema pasaba horas escuchándome con todos los sentidos alerta para comprender cada gesto y cada sonido, hasta que un día amaneció hablando español sin tropiezos, como si durante esos diez años el idioma hubiera estado dentro de su garganta, esperando que ella abriera los labios y lo dejara salir.

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