Hacia el fin de semana el Gobierno recuperó el control de la ciudad y el General partió a descansar a su isla privada, panza arriba bajo el sol del Caribe, seguro de que hasta los sueños de sus compatriotas estaban en su puño. Esperaba gobernar el resto de su vida, porque para eso tenía al Hombre de la Gardenia vigilando que no se conspirara en los cuarteles ni en la calle, y además estaba convencido de que el relámpago de la democracia no había durado suficiente como para dejar huellas importantes en la memoria del pueblo. El saldo de ese tremendo bochinche fue algunos muertos y un número indeterminado de presos y exilados. Se abrieron otra vez las timbas y serrallos de la calle República y regresaron sus ocupantes a las labores habituales, como si nada hubiera sucedido. Las autoridades continuaron recibiendo sus porcentajes y el nuevo ministro se mantuvo en su puesto sin contratiempos, después de ordenar a la policía que no molestara al hampa y se dedicara, como siempre, a perseguir a los opositores políticos y dar caza a los locos y mendigos para afeitarles la cabeza, rociarlos con desinfectante y soltarlos en las carreteras para que desaparecieran por vías naturales. El General no se inmutó ante las habladurías, confiado en que las acusaciones de abuso y corrupción solidificarían su prestigio. Había hecho suya la lección del Benefactor y creía que la historia consagra a los jefes audaces, porque el pueblo desprecia la honestidad como una condición de frailes y de mujeres, poco deseable para ornamento de buen varón. Estaba convencido de que los hombres doctos sirven para honrarlos con estatuas y es conveniente disponer de dos o tres de ellos para exhibir en los textos escolares, pero a la hora de repartirse el poder, sólo los caudillos arbitrarios y temibles tienen oportunidad de triunfar.
Muchos días anduve vagando de un lado para otro. No participé en la Revuelta de las Putas, porque me cuidé de evitar los desórdenes. A pesar de la presencia visible de mi madre, al principio sentía un vago ardor en el centro del cuerpo y la boca seca, áspera, llena de arena, pero después me acostumbré. Olvidé los firmes hábitos de limpieza inculcados por la Madrina y Elvira y dejé de acercarme a las fuentes y grifos públicos para lavarme. Me convertí en una criatura sucia, que en el día caminaba sin rumbo fijo, comiendo lo que pudiera conseguir, y al atardecer me refugiaba en un sitio oscuro para ocultarme durante el toque de queda, cuando sólo los coches de la Seguridad circulaban por las calles.
Un día a eso de las seis de la tarde conocí a Riad Halabí. Yo estaba en una esquina y él, que pasaba por la misma acera, se detuvo a contemplarme. Levanté la cara y divisé a un hombre de mediana edad, corpulento, de ojos lánguidos y párpados gruesos. Creo que usaba traje claro y corbata, pero yo lo recuerdo siempre vestido con esas impecables guayaberas de batista que poco después yo misma plancharía con esmero.
– Pst, muchachita… me llamó con voz gangosa
Y entonces noté su defecto en la boca, una hendidura profunda entre el labio superior y la nariz, los dientes separados, a través de los cuales asomaba la lengua. El hombre sacó un pañuelo y se lo llevó a la cara para ocultar su deformidad, sonriéndome con sus ojos de aceituna. Empecé a retroceder, pero me invadió de pronto una profunda fatiga, un anhelo insoportable de abandonarme y dormir, se me doblaron las rodillas y caí sentada, mirando al desconocido a través de una neblina espesa. Él se inclinó, me tomó de los brazos, obligándome a ponerme en pie, a dar un paso, dos, tres, hasta que me encontré instalada en una cafetería ante un enorme emparedado y un vaso de leche. Los cogí con manos temblorosas, aspirando el olor del pan caliente. Al masticar y tragar sentí un dolor sordo, un placer agudo, una ansiedad feroz, que después sólo he encontrado algunas veces en un abrazo de amor. Comí con rapidez y no alcancé a terminar, porque me volvió el mareo y esta vez las náuseas fueron incontrolables y vomité. A mi alrededor la gente se apartó asqueada y el mesonero comenzó a proferir insultos, pero el hombre lo hizo callar con un billete y sosteniéndome por la cintura me sacó de allí.
– ¿Dónde vives, hija? ¿Tienes familia?
Negué avergonzada. El hombre me condujo hasta una calle cercana donde esperaba su camioneta, destartalada y repleta de cajas y bolsas. Me ayudó a subir, me cubrió con su chaqueta, puso el motor en marcha y se dirigió hacia el oriente.
El viaje duró toda la noche a través de un paraje oscuro, donde las únicas luces eran las alcabalas de la Guardia, los camiones en su ruta hacia los campos petroleros y el Palacio de los Pobres, que se materializó por treinta segundos al borde del camino, como una visión alucinante. En otros tiempos fue la mansión de verano del Benefactor, donde bailaron las mulatas más bellas del Caribe, pero el mismo día que murió el tirano empezaron a llegar los indigentes, primero tímidamente y después en tropel. Entraron a los jardines y como nadie los detuvo siguieron avanzando, subieron por las anchas escaleras orilladas por columnas talladas con remaches de bronce, recorrieron los fastuosos salones de mármol blanco de Almería, rosa de Valencia y gris de Carrara, cruzaron los corredores de mármoles arborescentes, arabescos y cipolinos, se introdujeron en los baños de ónix, jade y turpalina y por fin se instalaron con sus hijos, sus abuelos, sus bártulos y sus animales domésticos. Cada familia encontró un lugar para acomodarse, dividieron con líneas ilusorias las amplias habitaciones, colgaron sus hamacas, destrozaron el mobiliario rococó para encender sus cocinas, los niños desarmaron la grifería de plata romana, los adolescentes se amaron entre los ornamentos del jardín y los viejos sembraron tabaco en las bañeras doradas.
Alguien mandó a la Guardia a sacarlos a tiros, pero los vehículos de la autoridad se perdieron por el camino y nunca dieron con el lugar. No pudieron expulsar a los ocupantes, porque el palacio y todo lo que había dentro se hizo invisible al ojo humano, entró en otra dimensión en la cual siguió existiendo sin perturbaciones.
Cuando por fin llegamos a destino, ya había salido el sol. Agua Santa era uno de esos pueblos adormilados por la modorra de la provincia, lavado por la lluvia, brillando en la luz increíble del trópico. La camioneta recorrió la calle principal con sus casas coloniales, cada una con su pequeño huerto y su gallinero, y se detuvo ante una vivienda pintada con cal, más firme y mejor plantada que las demás. A esa hora el portón estaba cerrado y no me di cuenta de que era un almacén.
– Ya estamos en casa, dijo el hombre.
Riad Halabí era uno de esos seres derrotados por la compasión. Tanto amaba a los demás, que trataba de evitarles la repugnancia de mirar su boca partida y siempre llevaba un pañuelo en la mano para tapársela, no comía o bebía en público, sonreía apenas y procuraba colocarse a contraluz o en la sombra, donde pudiera ocultar su defecto. Pasó la vida sin darse cuenta de la simpatía que inspiraba a su alrededor y del amor que sembró en mí. Había llegado al país a los quince años, solo, sin dinero, sin amigos y con una visa de turista estampada en un falso pasaporte turco, comprado por su padre a un cónsul traficante en el Cercano Oriente. Traía por misión hacer fortuna y remitir dinero a su familia y aunque no consiguió lo primero, nunca dejó de hacer lo segundo. Educó a sus hermanos, dio una dote a cada hermana y adquirió para sus padres un olivar, signo de prestigio en la tierra de refugiados y mendigos donde había crecido. Hablaba español con todos los modismos criollos, pero con un indudable acento del desierto y de allá trajo también el sentido de la hospitalidad y la pasión por el agua. Durante sus primeros años de inmigrante se alimentó de pan, banana y café. Dormía tirado en el suelo en la fábrica de telas de un compatriota, quien a cambio de techo le exigía limpiar el edificio, cargar los fardos de hilo y de algodón y ocuparse de las trampas para ratones, todo lo cual le tomaba una parte del día y el resto del tiempo lo empleaba en diversas transacciones. Pronto se dio cuenta dónde estaban las ganancias más sustanciosas y optó por dedicarse al comercio. Recorría las oficinas ofreciendo ropa interior y relojes, las casas de la burguesía tentando a las empleadas domésticas con cosméticos y collares de pacotilla, los liceos exhibiendo mapas y lápices, los cuarteles vendiendo fotos de actrices sin ropa y estampas de San Gabriel, patrono de la milicia y la recluta. Pero la competencia era feroz y sus posibilidades de surgir casi nulas, porque su única virtud de mercader consistía en el gusto por el regateo, que no le servia para obtener ventajas, pero le daba un buen pretexto para cambiar ideas con los clientes y hacer amigos.
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