Gracias, dije mentalmente a la pareja y al universo entero. Me toqué en el bolsillo el saquito de arena que un día me dio Julián, siempre lo llevaba conmigo. Lo saqué y lo metí bajo la piedra, quería que lo tuviese él y que volviera a darle suerte, yo ya había tenido mucha.
De vuelta, le puse gasolina a la moto entre gente despreocupada que vagaba con pereza de un lado a otro y regresé a la casita. Subí a mi cuarto. Janín dormía espatarrado en la cuna. Por la persiana medio bajada entraba la brisa. Puse la caja sobre la cómoda.
La verdad es que la mayoría de las veces las piezas encajan demasiado tarde, cuando ya no se puede hacer nada, y entonces ¿para qué saber ciertas cosas? Sandra había vuelto a su vida normal y los demás habíamos corrido hacia nuestros respectivos destinos. De momento el mío era Tres Olivos y Pilar. El jueves, como todos los jueves, Pilar me recogió temprano. Nos dimos un buen paseo con el coche mientras escuchábamos rancheras, nos detuvimos a comer en un restaurante con muy buena pinta, que como siempre pagó ella, y después regresamos al pueblo para hacer algunas compras. Nuestra primera parada la hicimos en su boutique favorita. Me resultaba incomprensible que desperdiciara su tiempo y su dinero con alguien como yo, pero allí estábamos, ella probándose vestidos de Nochevieja mientras yo buscaba algún sitio donde sentarme.
Y fue entre un vestido de terciopelo negro y otro creo que de seda rojo cuando oí una voz de mujer a mi lado.
– Disculpe, ¿puedo hablar con usted?
Me volví completamente hacia ella. El pequeño perro que llevaba en brazos me ladró.
Era una chica de entre treinta y cuarenta, de pelo rubio atado en una cola de caballo. Era delgada y fuerte, a la legua se le notaba que hacía mucho deporte. Llevaba vaqueros y un chubasquero amarillo forrado de azul marino, como los de los marineros de las películas. Di unos pasos hacia atrás para verla mejor. Me sonaba mucho, la había visto antes.
– Soy amiga de Alberto, el amigo de Sandra. Usted es… Julián. Llevo semanas tratando de localizarle y cuando había perdido la esperanza, mira por dónde, le he visto entrar en la tienda.
– La que estaba con la Anguila en la playa.
– ¿Con la Anguila? ¿Quién es la Anguila?
– La vi con Alberto un día en la playa hace unos meses en plan de novios, ¿puede ser?
Cabeceó afirmativamente. Pilar salió del probador y giró sobre los pies. La falda debía de ser de lentejuelas porque brilló al moverse.
– Muy bonito -le dije-. Te espero fuera.
Salimos e instintivamente cruzamos a unos bancos que había enfrente. El frío era húmedo y se metía en los huesos.
– Me llamo Elisabeth.
A Elisabeth la nariz se le estaba poniendo roja en la punta. Tenía mucha presencia aunque no se podía decir que fuese guapa. Acarició el perro y lo dejó en el suelo. Ató la correa a un banco. Estiró los brazos como si se le hubieran quedado entumecidos.
– Alberto me dijo que si le ocurría algo lo buscara y hablara con usted. Yo también lo vi aquel día en la playa, estaba vigilándonos.
Nos sentamos en el banco y ambos nos metimos las manos en los bolsillos. Presentí que me iba a contar algo desagradable, una de esas cosas que vuelven la vida sombría.
– Alberto ha muerto. Mejor dicho, lo han matado.
Aquí estaba la cosa que vuelve la vida asquerosa.
– Era un infiltrado en la Hermandad y yo su contacto.
– ¿Policías?
– Algo parecido. Detectives. Lo descubrieron y se lo cargaron. Un accidente de tráfico, ¿sabe?, pero yo sé que no fue un accidente.
La noticia me dejó paralizado y me costó reaccionar, el pasado seguía engordando a base de desgracias. La Anguila se había quedado definitivamente en el pasado, mientras que Sandra navegaría por el futuro. Sólo Heim, Elfe y yo estábamos estancados en el círculo del presente hasta que Heim enloqueciera completamente, Elfe no saliera del último delírium trémens y a mí me diera el infarto definitivo.
– Lo siento -dije-. Ayudó a Sandra y creo que a pesar de todo intentó ayudarme a mí.
– Ahora estamos buscando a Christensen, Alice y Otto. Están asustados y no sólo por nosotros. Parece ser que hay más gente tras su pista. Sabemos que se han escondido. Pueden haber rehecho su vida en cualquier urbanización de cualquier playa, la costa es muy larga. Creemos que Heim ha huido a Egipto. De Elfe no tenemos ni rastro.
La miré a los ojos sin decir nada. Los tenía azules, pero no se podían comparar con los pardo-verdosos de Sandra, que te hacían reír por dentro. La Anguila y Elisabeth no hacían buena pareja. Era evidente que no pudo haber nada entre ellos. Aquel día ya lejano en la playa habían fingido que se abrazaban y se besaban. Cómo me gustaría decirle a Sandra, ¿sabes?, la Anguila y aquella chica sólo eran compañeros de trabajo, de un trabajo demasiado peligroso. Y querría pedirte perdón por consentir que a veces se me fuera la cabeza y que mis pensamientos hacia ti no fuesen todo lo honestos que te mereces. En algún momento me hice la ilusión de que yo también era joven y, como ya sabemos, abusé de tu confianza en el asunto del perrito. Sandra, soy repugnante.
– A Alberto le gustaba esa chica, Sandra. Decía que cuando estaba a su lado sentía ganas de reírse y de comerse el mundo y que eso le había pasado muy pocas veces en la vida, pero que desgraciadamente la había conocido en las peores circunstancias posibles.
– Ya no importa -dije con impotencia.
– Sí -dijo Elisabeth con la vista clavada en el suelo-, es muy extraño cómo ocurren las cosas.
Cuando vi a Pilar salir de la tienda y venir hacia nosotros, me levanté del banco. Elisabeth también se levantó y desató al perro.
– Se llama Bolita -dijo.
– Ya lo sé -dije yo- y no sabes qué hacer con él. Le has tomado cariño, pero al mismo tiempo es una carga, ¿a que sí?
Asintió y contra todo pronóstico se sonrojó un poco.
Cogí en brazos a Bolita. Pesaba mucho, los perros crecen rápido. Me lamió el cuello y volví a dejarlo en tierra.
– Me lo quedaré yo. Tengo mucho tiempo libre y una casa con jardín, pero no podrás visitarle, ¿de acuerdo?, el dueño nada más tiene que ser uno.
Elisabeth le pasó la mano por la cabeza y el lomo por última vez y no volvió a mirarlo. Sabía cómo dejar atrás a los seres queridos.
– Haría bien en decirme cualquier cosa que yo no sepa -se quedó en silencio un momento, usando la táctica de mirarme a los ojos sin parpadear-. No quiero que todo acabe aquí.
– Ya -dije mientras le daba la espalda para avanzar hacia Pilar tirando de la correa del perro.
– Sé que ya no vive en el Costa Azul, ¿dónde puedo dar con usted?
Me limité a hacerle un gesto de adiós con la mano y cogí una de las bolsas que llevaba Pilar.
– ¿Quién es ésa? -preguntó Pilar llena de curiosidad.
– Una admiradora. Creo que no te he contado que fui una estrella de cine.
Pilar se colgó de mi brazo mirándome de reojo, dudando si sería verdad que yo hubiese sido una estrella de cine mudo.
– ¿Y este perro?
– Un regalo de la admiradora. Necesitamos un perro.
Los tres comenzamos a andar. Elisabeth estaría observándonos, y si no tiraba la toalla ahora mismo y se olvidaba de este asunto, acabaría dando con Tres Olivos y por tanto con Heim y Elfe.
Por mi parte, durante bastantes noches, con las gafas de culo de vaso puestas bajo la luz del flexo, me dediqué a escribirle a Sandra una larga carta recordando los acontecimientos que habíamos vivido juntos y se la entregué a Pilar para que se la enviara después de mi muerte, como había hecho Salva conmigo. Dudé si contarle o no que la Anguila había muerto en un sospechoso accidente de coche (en el que no podía evitar ver la mano de Martín), y que con aquella chica de la playa nunca pensé en serio que tuviese un asunto amoroso, sino que era un contacto de otro tipo. Pero al final no se lo dije, porque esperaba que apareciera en su vida un amor tan fuerte que pudiera con la ilusión de la Anguila sin tener que quitársela yo de en medio. Ni tampoco le dije que logré encontrar a Bolita y que desde entonces estaba en la residencia y lo llevábamos a correr por la playa Pilar y yo.
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