Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Tuve que cortarle la descripción de las maravillas que yo estaba disfrutando sin saberlo en el hotel para decirle que no era cuestión de dinero, sino que me marchaba del pueblo. Por supuesto si me hubiese quedado más tiempo no se me habría ocurrido irme del hotel. Las vacaciones se me habían terminado y regresaba a mi país. Roberto se sintió confuso: los jubilados teníamos todas las vacaciones del mundo, pero no soltó nada, sabía muy bien guardar sus curiosidades para él. Le dije que dejaba también el coche de alquiler y que devolvía a la habitación una manta, que había cogido por si me sucedía alguna emergencia, y una toalla. Para ir al aeropuerto tomaría un taxi.

Roberto hizo que me bajaran el equipaje e insistió en pedirme un taxi por teléfono, pero me negué en redondo. Le dije que prefería parar uno en la calle porque además debía hacer tiempo hasta la salida del avión. No quería por nada del mundo que luego pudieran localizar el taxi y preguntar dónde me había llevado.

– Lo siento -dije en plan de broma-. Es mi última voluntad.

Así que salí del Costa Azul a las once de la mañana arrastrando la maleta de ruedas y con una bolsa colgada al hombro.

Cuando estuve lo suficientemente lejos del hotel como para que nadie pudiera seguirme, le di el alto a un taxi y pedí que me llevara a la residencia de ancianos Tres Olivos. Durante el viaje miré para atrás varias veces y nada. Mi decisión les había pillado por sorpresa sin que Tony se encontrara en el hotel y sin que les diera tiempo de ponerse en marcha para controlarme.

Esta vez al llegar a Tres Olivos despedí el taxi.

Me gustó el aspecto del jardín con varios tipos como yo muy abrigados jugando a la petanca, hablaban de si uno estaba más torpe que el otro y de fútbol. Me dirigí a la oficina y volví a encontrarme con la frescachona de la vez anterior.

Hizo como que no se acordaba de mí, pero sí que se acordaba y no entendí por qué lo negaba, a no ser que estuviese acostumbrada a decir de entrada a todo que no.

Fui claro. Le dije que no quería ser una carga para mi hija y que si me hacían un buen precio de aquí hasta que me muriera y me daban la habitación que había ocupado mi amigo Salva me quedaría con ellos. Abrió la boca, pero se la cerré.

– Es usted muy guapa y muy inteligente y me gustaría pasar el resto de mis días en un sitio donde pudiera verla, eso me alegraría mucho la vida.

– No me digas que también tienes buen pico como Salva.

– ¿Salva también se quedó aquí para verte?

– Todos están aquí por eso -dijo riéndose a carcajadas.

– Esa habitación lleva una semana ocupada -añadió un poco más seria-, pero veré qué puedo hacer para cambiarte allí. Me llamo Pilar.

Acababa de entrar en la auténtica ancianidad. Estaba en manos de Pilar. Pilar me había tuteado en cuanto comprendió que era suyo. Uno más para Pilar. Y con mucho gusto. Era lo que necesitaba, una Pilar, la petanca y gente que hubiese vivido una vida y a la que aún se le estuviese dando algo de propina.

Esperé sentado en un banco a que Pilar solucionara lo de mi habitación y entonces pasó ante mí, como una visión, como si estuviese dormido y soñase con sucesos y personas de aquellos días y los mezclase sin sentido. Vi, digo, pasar e ir hacia el bosquecillo de árboles a Elfe.

En cuanto acabé de reaccionar, salí detrás de ella, pero Pilar me dio el alto.

– ¿Dónde vamos tan deprisa?

– Me ha parecido reconocer a alguien.

– Bueno, ya tendrás tiempo, de aquí no se marcha nadie -no se rió, como habría sido lo normal-. Ahora vamos a tomar posesión del cuarto de Salvador, has tenido suerte. Y te enseñaré un poco todo esto.

Una camarera estaba terminando de arreglar la habitación y dejé la maleta en un rincón y la bolsa encima de un pequeño escritorio. La ventana estaba abierta y el aire que entraba se iba llevando los humores del anterior inquilino y filtraba la presencia invisible de Salva.

Las instalaciones no eran gran cosa. Había pocos viejos jóvenes, por lo que las pistas de tenis y pádel no les resultarían rentables. La cocina estaba limpia, y lo mejor era una piscina cubierta tirando a pequeña que era el orgullo de la residencia. Pilar me dijo que cuando la probase no querría salir de allí, pero a mí la gimnasia sueca me había ido relativamente bien y no sabía si me iba a atrever a cambiar.

– ¿Salva se bañó ahí?

– No, decía que se fiaba más de una gimnasia que hacía, gimnasia sueca, creo.

Hablaba y miraba y atendía las explicaciones de Pilar pensando en Elfe.

Estuve a punto de preguntarle a Pilar, para confirmarlo, si tenían en la residencia a una mujer alemana, de mi edad más o menos, ex alcohólica o alcohólica llamada Elfe, y en caso afirmativo quién la había traído. Pero no lo pregunté porque no quería levantar la liebre nada más llegar.

Tenía razón la frescachona, ya tendría tiempo, la hora de la comida estaba encima. Esto sí que no me lo habría esperado. No la habían matado, la habían recluido. En el fondo matar era más comprometido que traerla a esta reserva donde contase lo que contase podrían ser imaginaciones.

No me dio tiempo de abrir la maleta, llegaban los olores de sopa y pescado y el ajetreo de los platos en el comedor. Cuando entré, me quedé un poco parado porque todos sabían dónde sentarse y no quería quitarle el sitio a nadie y tener que levantarme. Esperé a que hubiese un hueco libre, ansioso por ver a Elfe en alguna mesa.

Un hombre grueso me hizo una seña para que me sentara a su lado. Mientras comíamos no paraba de hablar. Yo no me enteraba de nada, pendiente de la entrada de Elfe. Qué lejos quedaban ya Sandra y su futuro hijo. Había sido un regalo del cielo como tantos regalos que me había hecho la vida. No todo el mundo era recompensado como lo había sido yo. A mi hija le había dicho que había descubierto unas instalaciones hoteleras para gente de mi edad y que me quedaría aquí otro mes. La casita que tanto me gustaba al final los dueños la habían alquilado y no tenía ganas de buscar más. Tendría que conformarse con un hotel cuando viniera a verme. También le dije que la echaba mucho de menos pero que nos convenía darnos un poco de espacio.

En los postres le dije al hombre grueso que un amigo me había encargado darle un recado a una tal Elfe, una mujer alemana con ciertos problemas.

– A veces viene a comer y a veces no, ya sabe -e hizo el gesto de empinar el codo.

Sandra

Estuve tristona una temporada. Era la única manera que tenía de retener todo lo de Dianium, de no olvidar a Alberto ni a Julián, ni siquiera a los noruegos, ni lo mal que lo había pasado en aquella habitación del primer piso de Villa Sol. Estaba situada a la derecha, según se subía por la escalera y se recorrían unos diez metros de pasillo, diez metros de distintos tipos de pisadas, que me llegaron a taladrar el cerebro. Más o menos enfrente estaba el baño y recuerdo que una vez vomité en el lavabo de preciosos girasoles amarillos y sentí verdadero terror por haberlo ensuciado y por no tener fuerzas para escapar. Ahora sabía lo importante que era no dejarse debilitar, no dejarse amedrentar y no dejarse manipular. No era fácil evitarlo, pero conocía las consecuencias de la inocencia, ahora sabía que el enemigo puede ser cualquiera.

Al llegar a Madrid me marché directamente a casa de mis padres. En cualquier otro momento no habría soportado la idea de lo que se me venía encima, pero ahora me parecía una tontería. Unos lloros de mi madre, unos consejos de mi padre mientras se gritaban y se quitaban la razón uno al otro, una cena caliente, unos cuantos reproches, una cama agradable. Entré en mi cuarto y dejé la mochila sobre la colcha blanca de algodón de verano (mi madre aún no había sacado el edredón, como si en el fondo dudasen de que fuese a volver). Me quité las botas que me había comprado en Dianium mirando alrededor, en las baldas aún estaban los libros del instituto. Los pósters, el flexo, el escritorio, todo tenía cierto aire adolescente. Mi cabeza empezaba a aclararse, evidentemente había vuelto para marcharme.

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