– Es la hora -dijo.
Salimos clandestinamente por la ruta alternativa del hotel a la hora más triste del día, cuando la gente aún duerme y no es de noche ni de día.
Nos dio tiempo de tomar él un espresso y yo un café con leche antes de subir al autobús, le pedí que le diera mi dirección a Alberto. Y luego le dije adiós con la mano desde la ventanilla. Llevaba el chaquetón que se había comprado en el pueblo y el pañuelo al cuello, iba tan perfectamente afeitado como siempre. No dejé de mirarle hasta que le perdí de vista.
Las historias no terminan hasta que no se acaba con ellas, hasta que no se les da la puntilla con la cabeza o con el corazón. Para Sandra el fin de esta historia había llegado nada más montarse en el autobús de regreso a casa, aunque continuara haciéndose ilusiones con la Anguila, pero incluso si esta relación llegara a cuajar tendría que ser en otro mundo, no en el mundo de ayer. Ése de momento aún era cosa mía. Si con tantos sobresaltos no me había muerto sería porque me quedaba algo por hacer y debía seguir marcando el paso como un soldado. ¿Habría dado Fredrik Christensen la voz de alarma después de nuestra conversación en su jardín? De tomar medidas, ya las habría tomado Sebastian en nuestro primer encuentro. En el fondo, pensaba en todo esto para no pensar en Sandra alejándose en el autobús hacia un futuro completamente desconocido para mí.
Dejé que las piernas me llevaran hacia algún lado, tenía ganas de andar, últimamente había pasado demasiado tiempo en el coche. Me abroché el cuello del chaquetón, me metí las manos en los bolsillos y me dejé atraer por la brisa del mar, por su humedad, bendita humedad que me abría los pulmones y me hacía respirar como si no me hubiese fumado tres cajetillas diarias durante años y años de mi vida. Y cuando quise darme cuenta me encontré en el puerto. La mañana se había abierto completamente y unos rayos de sol fríos le iban dando a todo un aire de normalidad. Anduve automáticamente, guiado por el recuerdo de mis propios pasos hasta el Estrella y Heim, o mejor dicho, hasta el lugar donde el Estrella solía estar.
Miré desconcertado alrededor, puede que el sentido de la orientación se me estuviera resintiendo, no sería el primer caso en que un día, un viejo como yo, de pronto no sabe dónde está o no está donde creía estar. Sin embargo, lo único que faltaba era el Estrella, el bar de enfrente continuaba en su sitio y los catamaranes de los lados, el mojón con dos rayas pintadas en rojo, un solar que servía como aparcamiento unos doscientos metros más allá. El Estrella no estaba ni Heim tampoco, y esto sí que me ponía nervioso, sobre todo porque me habían arrebatado a Heim. Al darse cuenta de que ya no estaba en sus cabales se habrían deshecho de él como de Elfe. Los que aún eran capaces de defenderse no querían lastres innecesarios, no tenían fuerza para tirar de los otros. Por mucho Heim que fuese, él mismo se habría reducido a material molesto.
Me tomé otro café, éste descafeinado, calculando a cuántos kilómetros de distancia se encontraría ya Sandra. Me habría gustado ir a Madrid con ella, aún podía permitirme algún extra como un viaje en autobús, unos días en algún hostal y otros cuantos menús. Pero para mí solo el viaje no me merecía la pena, ya no me daba tiempo de ver ni una milésima de todo lo que no había visto, así que era mejor dejar las cosas como estaban, no moverlas ni para adelante ni para atrás. Me quedaría aquí, el lugar que Salva había elegido para acabar sus días, no había nadie tan parecido a mí como Salva y me había preparado el camino, ¿para qué rechazarlo? Desde el mismo momento en que tomé el avión en Buenos Aires supe que emprendía el viaje de los elefantes y que no iba a regresar. Regresar ¿para qué?, mis recuerdos no se separaban de mí. Tres Olivos era una buena opción. Con mi pensión podría pagar la residencia y nadie me buscaría allí. Cuando la vida te pone algo en bandeja hay que tomarlo, porque si no acabas pagándolo caro. La vida siempre sabe más que nosotros.
De nuevo mis piernas flacas y fatigadas, que conservaban mejor memoria que yo, me dejaron junto al coche, que había aparcado cerca de la estación de autobuses. Me fui al hotel sin pensar en peligros de ninguna clase. Me quité las lentillas, me puse el pijama y me metí en la cama, algo que nunca había hecho de día, salvo en caso de enfermedad. Pero ahora el cuerpo me pedía descanso y recuperarme de tanta tensión y dormir sin pensar en nada, sin preocuparme, tratando de que las imágenes de Sandra mirándome desde la ventanilla del autobús me alterasen lo menos posible.
Hasta que no salimos de Dianium y cogimos la autovía no reparé en el pasajero que iba a mi lado. Había estado concentrada en mis pensamientos mientras las luces del amanecer, esas luces desperdigadas entre la neblina, iban desapareciendo. Estuve mirando a Julián hasta que lo perdí de vista, me daba pena perderle de vista para siempre y no sé por qué no podía dejar de mirar el pañuelo que llevaba al cuello. Tuve que respirar hondo. No podía evitar saber lo delgados que tenía los brazos a pesar de que en el cuarto tuvo buen cuidado de no quitarse la camisa delante de mí, pero los sentía cuando los tocaba accidentalmente, y vi en el baño el arsenal de medicinas que tomaba. Era un hombre en las últimas y sin embargo no tenía miedo, y no creo que el miedo entienda de edades. A mí me daba más miedo llegar al final del trayecto que el peligro que había pasado en manos de la Hermandad. Temía mucho más la normalidad, la vida corriente en que no tenía oficio ni beneficio. De todos modos ya no era la misma atontolinada que llegó a Dianium en septiembre cuando creía que el mundo me debía algo. Ahora sentía algo distinto, algo más agrio y al mismo tiempo más reconfortante. No sabría explicarlo. Al despedirnos estuve a punto de darle un abrazo a Julián, de apretarle contra mí, pero en ese momento pensé que no sería bueno para ninguno de los dos. ¿Qué tiene de bueno despedirse? El de al lado tendría unos veinticinco y se durmió nada más sentarse. Ahora la cabeza descansaba en mi hombro y las piernas las llevaba tan despatarradas que las mías apenas tenían sitio. Le incliné la cabeza para el otro lado y él volvió a buscar su punto de apoyo en mí, pero yo no estaba dispuesta a soportar aquello y le desperté. Me miró asombrado, como si yo hubiese aparecido en su cama de repente, hasta que se orientó.
– Perdona, anoche estuve de marcha.
Le sonreí muy levemente para disculparle sin darle confianza, no tenía ganas de hablar con él. Tenía ganas de pensar en los noruegos, en qué harían hoy y cómo digerirían mi huida. Era imposible que dieran conmigo porque no tenían ni idea de dónde vivía y les llevaría demasiado trabajo descubrirlo. De sentirse amenazados sería más fácil que pegaran ellos la estampida. Si le contara a este chico lo que me había pasado se quedaría de piedra, ¿qué sabría él de nazis?
Le eché un vistazo de reojo, ni en mil años podría ser como Alberto.
En Montilla paramos para ir a los baños y tomar algo en un restaurante de carretera atestado de viajeros. Mi compañero de viaje se empeñó en invitarme a una coca-cola y dijo bostezando que me encontraba triste.
– Eres muy observador -dije dando por terminada la coca-cola y la conversación-. En este momento lo que más me gusta del mundo es estar triste.
Pagaba el hotel por semanas y al pagar la última le comuniqué a Roberto que abandonaba la habitación. Se sorprendió de que dejase una suite por un precio casi ridículo y trató de explicarme que si comparaba con otros hoteles vería que era un cliente privilegiado y que el desagradable suceso por el que dejé un cuarto normal y pasé a la suite puede ocurrir en cualquier parte, pero que él personalmente se comprometió a que no se repitiera y como veía no se había repetido. Comprendí que estábamos en temporada baja y que era su obligación retener a los clientes como fuese. Más valía tener ocupada una suite por el precio de una doble interior que tenerla muerta de risa.
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