Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Anduvimos por los pasillos y escaleras que ya conocíamos, algunas veces a oscuras. Abrimos puertas tratando de no hacer ruido aunque Sandra cojeaba por el golpe y yo tenía miedo de tropezar y caerme también. Suspiramos aliviados cuando nos encontramos en la puerta de la habitación. Saqué la tarjeta, la metí por la ranura, se encendió la luz verde, entramos, y Sandra se dejó caer en la cama y se puso a llorar, no estrepitosamente. Sólo se le caían las lágrimas y se mordía el labio.

Dentro de una hora abrirían el bufé del desayuno y podría traerle a Sandra ricos manjares. Le dije que se metiera en la cama en el lado que estaba sin usar y que no se preocupara de nada, que descansara y que mañana lo vería todo de otra manera. Eran nada más que palabras, pero palabras razonables que la convencieron. A los cinco minutos estaba profundamente dormida.

Me tumbé en el lado donde me acostaba siempre junto al teléfono y cerca del baño y cogí del suelo el periódico. Ya era el periódico de ayer, hoy estaban ocurriendo otras desgracias. Ni siquiera me quité los zapatos, no quería dormirme antes del desayuno, después seguramente también me echaría a descansar.

No bajé al restaurante a primera hora, quería que estuviera más lleno para, después de desayunar yo, poder meter en la bolsa que llevaba fruta, dos cruasanes y un pequeño bocadillo que haría de jamón con tomate. Cogería un sobre de descafeinado de los que ponen en las mesas y echaría leche caliente en un vaso y me lo llevaría colgando de la mano junto a la pierna de forma que el vaso no llamase la atención y si me preguntaban algo diría que no me había dado cuenta, algo nada sorprendente en un hombre de mi edad.

En cuanto me vi en el ascensor, consideré que el trabajo estaba hecho.

Aunque casi tiré la leche al abrir la puerta, me sentí muy satisfecho cuando pude colocar en la mesita-escritorio, sobre unas servilletas de papel, los cruasanes, la fruta y el vaso de leche, con sus sobres de azúcar y de descafeinado. Cuando Sandra se despertase se lo encontraría, con la leche fría, eso sí, pero tal vez podría meter este vaso largo y estrecho en uno ancho del minibar con agua caliente del grifo.

Coloqué el cartel de no molestar en la puerta, me tumbé en mi lado de la cama sobre la colcha, me quité las lentillas, los zapatos, me tapé con una manta y me lancé a dormir como un niño. Al despertarme, serían las once de la mañana, Sandra seguía dormida. Me cambié de camisa y me aseé haciendo el menos ruido posible, no quise ducharme para no despertarla. Dejé una nota junto al desayuno.

Por el pasillo aún había un carrito de la limpieza, busqué a la camarera y le dije que hoy no hicieran la habitación porque estaba cansado y pensaba subir enseguida.

Traté de localizar a la Anguila. Pasé por la casa de Frida a la hora en que tendría que estar limpiando en Villa Sol. El viejo coche de Elfe que la Anguila solía conducir últimamente no estaba. De todos modos esperé una hora en el cruce con la carretera que todos los que vivían en esos caminos tendrían que tomar para ir a cualquier parte. Comprendía que aquel día en el parking del supermercado la Anguila no quiso hacerme daño, sino advertirme de que sería peligroso para Sandra que me vieran con ella y quería transmitirme la intensidad del peligro. No contaba con que a mí se me podría quitar de en medio de un guantazo. Me gustaría saber si había ayudado a Sandra sólo por amor o si había algo más. Pero ¿qué podría haber más fuerte que el amor?

Por otra parte, estaba intranquilo. Si pensaban buscar a Sandra acabarían relacionando mi habitación con ella, por lo que cuanto antes se marchase mucho mejor. Debía actuar con rapidez y no preguntarle qué iba a hacer, simplemente debería sacarle un billete de autobús para una hora de madrugada, cuando menos gente viaja.

Sandra

Me desperté completamente sobresaltada, como si me hubieran pegado una bofetada: no había sido Frida quien me había metido la ampolla en el bolso. Habían sido Fred y Karin para enredarme más en la trampa que me habían tendido. Me la habían tendido para que no tuviera más remedio que entrar en la Hermandad. Y allí me querían porque iba a aportar un nuevo ser que ellos educarían a su imagen y semejanza. Me dolía el costado, pero ya no tenía fiebre. Ahora sólo me sentía desorientada, de repente no sabía dónde me encontraba. Era la habitación de un hotel. Volví a cerrar los ojos, era el cuarto de Julián, y Julián no estaba. Era la una y media del mediodía. Recordaba el golpe que me había dado contra el suelo y el hospital. Ya era libre. Me levanté para ir al baño y vi el desayuno encima de la mesa y una nota en que Julián me decía que no saliese del cuarto. Descorrí las cortinas. Vaya terraza hermosa. Se veían los tejados y una línea muy fina de mar al fondo. Abrí la puerta de cristal y respiré. Me envolvió un fresco muy agradable que al momento se convirtió en frío. Me bebí un vaso de agua de una botella que había por allí, luego volví a acostarme. Quizá debería dejar de preocuparme que la vida no tuviese sentido. Hay gente que se da cuenta muy pronto de que no tiene sentido y todo se lo plantea a corto plazo, otros tardan más y durante un tiempo viven como en una ilusión, como yo.

Yo había vivido en una ilusión hasta este mismo momento. A partir de ahora sabía que la realidad dependía de mí. No quería ni podía regresar a Villa Sol y sin embargo no me sentía capaz de abandonar Dianium sin volver a ver a Alberto y pedirle que abandonase esa mierda de Hermandad y empezara una nueva vida conmigo. Y me fastidiaba que mis cosas, aunque fuesen pocas, se quedasen en manos de los noruegos. Preferiría tirarlas a la basura.

Cuando me desperté de nuevo eran las tres. Tenía hambre. Me tomé el desayuno y me duché y vestí. Salí a respirar a la terraza. Ahora sí que esta aventura había acabado para mí. Tenía la terrible sensación de que no volvería a ver a Alberto. Lo sentía como los amores de verano de la adolescencia que quedaban encerrados en el mes de vacaciones como la mariposa que yo llevaba tatuada en el tobillo.

Julián

Sandra estaba mucho mejor, incluso de buen humor. Se había tomado el desayuno que le dejé en la habitación por la mañana y estaba leyendo tranquilamente el periódico tumbada en la cama. Dijo que había notado pasos junto a la puerta y que había temido que en algún momento entrase la camarera.

– Según van pasando las horas este lugar se va volviendo más inseguro -dije-. Te he sacado un billete de autobús para mañana a las seis. Hasta entonces tienes tiempo de descansar y recuperar fuerzas. ¿Te duele el golpe?

– Me siento un poco magullada, nada más -dijo pensativa.

– Ya no hay marcha atrás, Sandra. Aquí ya no tienes nada que hacer.

– No voy a marcharme sin mis cosas. Por lo menos quiero la mochila que se quedó en el jardín con mi dinero y la documentación y tengo que devolver la moto, no es mía.

– Todo eso tiene arreglo. Te puedes hacer otro DNI y la moto es vieja. No merece la pena el riesgo.

– No pienso irme sin nada -dijo enfurruñada, determinada-. No voy a consentir que esos dos se queden con lo mío. Han vivido de todo lo que robaron y a mí no me van a robar.

– ¿No será que quieres ver una vez más a la Anguila?

– Si pudiera, también me llevaría a Alberto, pero que decida él, ya sabe dónde estoy…

Su tono, de pronto, se hizo más melancólico y soñador, como si el solo nombre de la Anguila la transportara a otro mundo.

– Iré yo. Tengo ganas de hablar con Fredrik Chris-tensen y puede que éste sea el momento. Si no diera señales de vida de aquí a la noche, ponte el despertador al acostarte y sal del hotel por la ruta alternativa con tiempo suficiente para poder ir andando a la estación de autobuses por si no encontraras taxi. En ese caso olvídate de mochilas y de historias. Toma veinte euros para gastos.

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