Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Alberto se lanzó a la rama y cayó al suelo. Tuve miedo de que la rama se partiese, pero no se partió. Frida estaría al llegar, aunque puede que estuviera esperando a que se fueran casi todos los invitados para darme el baño. Así que cuando rocé la rama con los dedos la agarré como pude y con mis pocas fuerzas me colgué, me balanceé y en esos pocos segundos sentí que se me estiraba el cuerpo, las articulaciones, las vértebras y fue muy agradable, pero al caer, Alberto no pudo sujetarme a tiempo y me hice daño en el costado y me entró el pánico.

Alberto actuó deprisa, colocó mi brazo izquierdo alrededor de su cuello y me cogió por la cintura. Me llevaba en vilo. Salimos rápidamente. Había aparcado el coche un poco lejos y hasta que llegamos allí fui arrepintiéndome dolorosamente de todo lo que había hecho, no me habría importado si sólo me hubiese puesto en peligro a mí misma, pero había involucrado a un ser inocente que se suponía que yo tenía que proteger.

Entramos en el hospital y después de explicar Alberto a una enfermera tras un mostrador que tenía fiebre, quizá gripe, que estaba embarazada y que me había caído, nos hicieron esperar en una salita. A los cinco minutos Alberto dijo que tenía que marcharse pero que no me preocupara por nada porque aquí me cuidarían y que volvería en cuanto pudiese. Entonces cerré los ojos y todo comenzó a dar vueltas.

Julián

Después de todo lo que me ocurría, me habría esperado cualquier cosa menos ver entrar a la Anguila en mi habitación. Casi me quedo en el sitio. De pronto oí a alguien maniobrar en la cerradura y antes de que pudiese saltar de la cama, lo vi venir hacia mí. Vi venir a la muerte. Estaba recostado en dos grandes almohadones con el pijama y con las gafas de culo de vaso puestas leyendo el periódico. Había cenado ligero y me había tomado las siete pastillas de rigor. Me había relajado tanto que me costaba bastante hacer cualquier movimiento.

– Tranquilícese. Sólo quiero hablar con usted.

La Anguila se quedó mirando cómo tardaba una eternidad en retirar las mantas y asomar mis flacas canillas y poner los pies sobre las zapatillas colocadas en un lugar tan preciso que ni siquiera había que mirar para encajar en ellas los pies y no coger frío cuando me levantaba para ir al baño.

– Hay que darse prisa -dijo-. Tiene que ir al hospital. Sandra está allí. Se encuentra muy mal.

Hablaba telegráficamente para que ninguna palabra sobrante me confundiera y para que le entendiera lo mejor posible.

– ¿Qué le ha ocurrido? -pregunté tratando de comprender la situación.

– La he llevado yo. Ha tenido que escapar por la ventana de Villa Sol.

– ¿Por la ventana?

Por fin me estaba espabilando. Visualicé las ventanas del segundo piso donde tendría su cuarto Sandra.

– Por la ventana -repetí-. ¿Y tú, cómo has entrado aquí?

– Con mucha facilidad. En estos sitios no hay ninguna seguridad. Vístase y vaya al hospital, yo tengo que volver a casa de los Christensen. ¿Lo hará?

Estaba descolgando de una percha la camisa que había llevado puesta ese día. Tuve que quitarme delante de él la chaqueta del pijama para ponérmela y como imaginaba se quedó mirando mis flacos brazos. Creí ver en su cara una ráfaga de compasión y admiración. Cuando llegase a mi edad se daría cuenta de que uno hace lo que puede en cada momento de la vida y que en esto no Había ninguna heroicidad.

Para que me diese más prisa me ayudó a ponérmela.

– ¿Dónde tiene los zapatos? -preguntó mirando alrededor mientras me quitaba los pantalones del pijama.

– En el cuarto de baño.

Siempre los dejaba allí con los calcetines dentro.

– Al saltar se ha hecho daño. Ha caído en tierra en una mala postura -dijo mientras me acercaba los zapatos, y se marchó con rapidez, sin darme tiempo a preguntar.

Sólo me faltaba ponerme las lentillas. También me pasé rápidamente la maquinilla de afeitar y cogí medicación para dos tomas.

La noche era húmeda y cuando llegué al hospital me dijeron que estaban examinando a Sandra. Me preguntaron si era pariente suyo y asentí. Les dije que yo me hacía cargo de ella.

Sabía en qué consistía el examen en Urgencias. Te metían en un compartimento separado por cortinas llamado box y te tomaban muestras de sangre y orina para analizarlas, te ponían suero. Pregunté si podía entrar a hacerle compañía, pero no me dejaron. De repente sentí miedo de que ella no estuviera consciente, de que no se diesen cuenta de que estaba embarazada y le hiciesen una radiografía. Ni que fuesen tontos, eso era imposible. Aparte de que la Anguila no me había dicho que no estuviera consciente. De todos modos me acerqué al mostrador.

– Por favor, dígale a los doctores que la chica está embarazada.

– Ellos saben lo que tienen que hacer -respondió la enfermera-. No se preocupe.

No se preocupe, no se preocupe. Las peores cosas de la vida pasan por no preocuparse. Me senté en la salita de espera. ¿Por qué habría escapado por la ventana? Tendría que haber salido hace mucho por la puerta y no por una ventana.

Estaba tan ansioso de saber cómo estaba, de que saliera algún médico a hablar conmigo, que no me atrevía a ir a buscar café a la máquina del pasillo. Cuando por fin me decidí, lo dejé dicho en el mostrador sin ninguna garantía de que me hiciesen verdadero caso. Así que cuando regresé, y a riesgo de que me considerasen un plasta, pregunté si no me habrían llamado mientras estaba en la máquina del café.

– Voy a ver -dijo la enfermera cogiendo el teléfono-. Puede entrar.

Me bebí el café de un sorbo, quemándome la lengua y me metí en aquel lugar que yo había visto desde la camilla hacía unas semanas.

Sandra se sorprendió al verme.

– ¿Has estado consciente todo el tiempo?

– Sí, creo que sí -dijo.

– ¿No te han hecho radiografías?

Negó con la cabeza y se me quedó mirando con enorme cansancio.

– Estoy bien y el niño también. Me han bajado la fiebre y me han dicho que sólo necesito descanso, que todo se debe a un fuerte estrés. Y tú ¿por qué estás aquí? ¿Cómo te has enterado?

– Me lo ha dicho la Anguila, se preocupa mucho por ti.

– ¿Dónde está? -preguntó con la típica ansiedad.

Yo me encogí de hombros porque la verdad es que no lo sabía.

Antes de marcharnos, para asegurarse, le hicieron una ecografía. Salimos de allí a las seis de la mañana bajo la responsabilidad de Sandra. Le habían bajado la fiebre y le pusieron un tratamiento que sobre todo consistía en descansar mucho.

En el coche me dijo que no tenía absolutamente nada.

La mochila con el dinero que le había ido pagando Fred y algunas cosas suyas se la había dejado tirada en el jardín. Le dije que no se preocupara y le pregunté qué hacíamos. Me dijo que iríamos a mi cuarto por la ruta alternativa del hotel, pero que antes pararíamos en una farmacia de guardia para comprar el jarabe que le habían recetado y un cepillo de dientes.

Hice todo lo que me pidió preguntándome cómo nos las arreglaríamos en la cama de matrimonio de mi cuarto. De ser yo joven, me habría bastado con el cobertor doblado y dos mantas para montarme una cama en el suelo, pero ya no estaba para esas cosas. Si lo hacía me levantaría con los huesos molidos, y entonces sería Sandra quien tuviese que cuidar de mí. También podría unir los sillones del saloncito, pero más que eso me preocupaba que viese mi verdadero yo, el de las gafas culo de vaso, que viese al tío meón que tenía que levantarse cinco o seis veces por la noche, que me viera en camiseta. Quizá ésta era la última lección que tendría que aprender Sandra durante nuestra corta amistad, y la lección que tendría que aprender yo.

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