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Clara Sánchez: Lo que esconde tu nombre

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Clara Sánchez Lo que esconde tu nombre

Lo que esconde tu nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra. Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Me impresionó entrar en la casita. Olía a flores. Hacía mil años que había llegado aquí con la mochila y la cabeza nada clara. Ahora salimos despedidos de los coches inundando el jardín de gritos. Nada más poner el pie en él mis padres empezaron a discutir. Janín los miraba con los ojos muy abiertos. Todavía quedaba por allí un rastro de libros y papeles del inquilino. Mi cuñado enseguida comenzó a encontrar excusas para largarse al pueblo sin la tropa, como nos llamaba. En estas circunstancias jamás podría ocurrir nada parecido a lo que me ocurrió a mí. No podrían existir un Fred ni una Karin, ni Villa Sol, ni Julián. Ahora no podría existir Alberto.

Me acomodé en el cuarto más pequeño. Mi padre instaló una cuna de mis sobrinos que sacó del garaje, y abrí la ventana de par en par. Los pájaros alborotaban entre las ramas verdes.

Julián

Los días en Tres Olivos pasaban apaciblemente si te acostumbrabas y dejaba de interesarte la vida de allá fuera. A veces nos llevaban de excursión a Benidorm o a Valencia y era agradable si no pretendías hacer nada por tu cuenta. A veces se moría alguno y se comentaba en el comedor como si nunca fuese a sucedemos a ninguno de los demás. Heim estaba como un pulpo en un garaje y Elfe mariposeaba medio borracha de un lado para otro sin enterarse de nada. En ocasiones Elfe cruzaba alguna frase en alemán con Heim, pero sinceramente creo que no llegaba a situarlo del todo.

Los jueves Pilar libraba y nos íbamos por ahí. Ella conducía su BMW y yo le hablaba del campo de concentración y de mi época de cazanazis. Procuraba no mencionar demasiado a Raquel.

Le resultaba un viejo interesante. Cuando comprendí que se estaba enamorando de mí le dije lo de mi enfermedad coronaria y que tomaba diez pastillas al día. Le dije que no estaba en condiciones de poder satisfacer sus necesidades y que en cualquier momento podría quedarme tieso. Le dije que no tenía dinero ni para pagar el entierro, que me llegaba justo para la residencia. Pero Pilar era muy tozuda. Pretendía que formásemos una de esas parejas en que la mujer parece la enfermera o la cuidadora. A mí me daba igual, la última mujer por la que pude hacer algo fue por Sandra, ahora buscaba la manera de mortificar a Heim. Siempre había logrado escapar de sus cazadores, pero de quien no podría escapar era de sí mismo.

Una tarde le pedí a Pilar que me acompañara a la casita a la hora en que el inquilino tenía clase en el instituto. Ella se quedó en el coche y yo entré sigilosamente, pasé entre montañas de papeles y subí a la habitación donde meses antes había escondido el álbum y los cuadernos de Heim y los míos. Estaban donde los había dejado. Como si ni el tiempo, ni el viento, ni ninguna mirada hubiesen pasado entre aquellas cuatro paredes. Los cogí y volví junto a Pilar.

– ¿Qué es eso? -dijo ella.

– ¿Esto?, nada, es un encargo. Tenemos que acercarnos a Correos.

Pilar me miró con admiración. Daba por supuesto que cualquier cosa que hiciese sería interesante. Qué pena que mi vida comenzase cuando terminaba, o quizá sería mejor así, ¿verdad, Raquel?

Mandé a mi antigua organización el álbum de fotos de Elfe, los cuadernos de Heim y mis notas, donde figuraban las direcciones de Villa Sol, de Christensen, de Otto y Alice, de Frida. En cuanto a Heim preferí no decir nada, porque Heim era mío.

Pilar se conformaba con poco, con que le dijese que era muy hermosa, lo que era rigurosamente cierto y que era la mujer más simpática y alegre que había conocido en mi vida, lo que también era verdad. Acababa cediendo cuando se empeñaba en que nos besáramos apasionadamente y unas cuantas veces me dejé arrastrar a la cama. Ella se empeñaba en aparentar que le gustaba mi cuerpo, lo que no tenía ningún sentido. Hasta que le dije que eso se había acabado, que me había desacostumbrado al sexo y que no quería volver a acostumbrarme y a tener una necesidad más.

Por fin Pilar y yo formábamos un equipo. Nos lo pasábamos bien sin tener que desnudarnos deprisa y corriendo. Era mejor que se desnudase con otros y que a mí me dejase en mi parcela de lo muy interesante. Aunque en el fondo creo que cualquier psicólogo me diría que estaba tratando de repetir la maravillosa relación que me había unido a Sandra. ¿Qué sería de su vida? No quería saberlo. Yo pertenecía a su pasado.

Sandra

La moto seguía allí, sujeta a la buganvilla por la cadena. Aunque yo ahora tenía coche y no la necesitaba, me subí en ella. La puse en marcha con gusto, saboreando el momento y tiré hacia el Tosalet. Me sentí libre, ahora sí que me sentía completamente libre sabiendo que mi hijo ya había venido al mundo y que si me ocurría algo malo no le ocurriría también a él. Misión cumplida.

Al llegar a la altura de Villa Sol se lanzaron contra la puerta metálica unos niños con las toallas al hombro, detrás iba el padre. Les advertía que no fueran bestias.

Me acerqué a él y le pregunté si vivía en esta casa. Era desconfiado y me preguntó por qué quería saberlo. Le dije que por razones sentimentales, durante una temporada también yo había vivido aquí. Se me quedó mirando con incredulidad.

– ¿Cómo son las habitaciones de arriba? -preguntó mientras les decía a los niños que tuvieran cuidado con los coches.

Se las describí.

– Pasa, si quieres -dijo-. Húndete en la nostalgia.

Eran las mismas hamacas, sólo que ahora llenas de toallas y descolocadas. La piscina era la misma, pero con algo diferente, la diferencia del ahora, y las puertas de la casa estaban abiertas de par en par y en la ventana de la cocina no aparecía la cara de Karin.

– La he alquilado para todo el mes. Ven cuando quieras. Te invitaremos a cenar.

Se le habían animado los ojos. Probablemente estaba divorciado y le tocaba estar con los hijos. Le di las gracias y volví a la moto. Seguro que ni siquiera sabría quiénes eran los dueños.

Pasé por la casa de Otto y Alice. Estaba muda y daba sensación de pesadez, de que de un momento a otro se hundiría en el suelo y arrastraría con ella las villas de alrededor, la comarca y el mundo entero. Me subí sobre el sillín como aquella lluviosa noche de la fiesta y vi el jardín hecho un desastre, con hierbajos por todas partes. Las columnas dóricas no sé por qué daban una gran sensación de abandono, como esos templos que el tiempo va desconchando y arrinconando en el pasado.

De vuelta pasé por el hotel Costa Azul. Entré y me di un paseo por el vestíbulo. Estaba el conserje de la peca grande. Me miró intentando recordarme. Me había quitado los piercings y llevaba el pelo más largo y de color castaño todo él como la última vez que me lo teñí con Karin. Había optado por la comodidad. Desde que tenía curro me centraba más en la ropa y en dar buena impresión a los clientes, sólo me importaba que a mi hijo no le faltara de nada y no me importaba lo que pensaran de mí, sino lo que pensaba yo de la vida. Ya no tenía sensación de peligro en este sitio. Volví a salir seguida por la mirada del recepcionista.

¿Y esto era todo? No, quedaba el Faro. Lo dejé para lo último. Lo peor era que nadie podía compartir esto conmigo. Parecía que la cabeza y el corazón me iban a estallar. Ahora en la heladería había un restaurante pequeño con una gran terraza bajo un emparrado, aprovechando parte de la explanada. Me temí que hubiesen quitado el banco entre las palmeras, pero no, allí seguía. Había una pareja sentada. No me importaba. Ante sus narices, levanté la piedra C.

Se me quedaron mirando sin saber qué pensar. Bajo ella asomaba el pico de un plástico. Retiré la tierra apelmazada y lo saqué. Era una bolsa de plástico donde ponía «Transilvania souvenirs» y dentro había una caja lacada del tamaño de media mano. Dentro no había nada, y había mucho. Jamás pensé que mi vida pudiera estar tan llena de emociones. Me senté en el banco junto a la pareja. Para mí eran invisibles. Yo a ellos les incomodaba, les había interrumpido su momento mágico y se marcharon.

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