Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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»A veces -continuó-, la gente paga fortunas por fórmulas vulgares, tanto para ingerir como para uso local, me refiero a los cosméticos. Se dejan engañar con la ilusión de ser más jóvenes y más inteligentes. Espero que su hijo no sea uno de ésos. En muchos lo que más funciona es el efecto placebo.

El doctor se acomodó en el sillón. Como a toda la gente de mi edad le gustaba echar el rollo.

– Nos horroriza la muerte, nos da pánico -dijo-, lo que es una completa estupidez y una pérdida de tiempo porque la muerte nunca falta a su cita. Es puntual. No la podemos parar ni detener, ¿retrasar?, bueno, quizá, no estoy seguro. ¿Y sabe por qué? Porque la muerte es buena, es necesaria para la vida. La muerte de una célula supone su renovación, si no muriesen unas y naciesen otras no podríamos vivir. Dígale a su hijo que coma bien, que haga ejercicio, que haga el amor siempre que pueda, que disfrute de la vida y que no se complique.

– ¿Y yo, doctor? Él es joven, pero yo…

– Lo mismo, pero en dosis pequeñas.

A la hora de pagar tuve que sacar la tarjeta oro. Fuese como fuese habían tenido que afinar mucho en el análisis y dos auxiliares habían trabajado hasta la madrugada. Me costó dos mil euros y me preguntó si necesitaba factura. Le dije que en un asunto así era innecesaria.

Salí de allí más mareado que cuando me comunicaron que tenían que cambiarme una válvula del corazón. Después de todo, los experimentos sádicos del Doctor Muerte o de Himmler no habían servido para encontrar la inmortalidad o la eterna juventud, ni siquiera para alargar la vida. El envasar el bebedizo en estas sospechosas ampollas y distribuirlo desde la tienda tapadera llamada Transilvania era pura escenografía y un timo.

Estaba loco por contárselo a Sandra. Con la conversación se habían hecho las ocho y cuarto y no quería que pensara que no había podido acudir. Se me había acelerado el pulso y en el coche me bebí un buen trago de agua y traté de tranquilizarme. Si me pasaba algo, ellos seguirían durmiendo a pierna suelta y pensando hasta el final de sus días que eran unos elegidos. Contrólate, me dije, y arranqué en dirección al Faro.

Llevaba la carpeta con la analítica en la mano y pensaba decirle a Sandra que nos marchásemos a otro sitio por si alguna vez la habían seguido a ella o a mí. Había pensado que fuésemos por separado a una iglesia que había a la entrada del pueblo. Allí estaríamos tranquilos. Pero cuando llegué ya no estaba. Eran las ocho y media y a veces Sandra no tenía margen de maniobra por los dichosos caprichos de Karin. Fui hasta la piedra C, no había nadie por los alrededores, la levanté y nada. Ninguna nota. No había venido, si hubiese venido habría dejado alguna señal. Entré a tomarme una infusión para hacer tiempo.

Me senté en nuestra mesa habitual y se acercó la camarera.

– Ha venido y se ha marchado.

– ¿Perdón? -dije.

– La chica, ha venido y no ha esperado ni diez minutos. Es meterme en lo que no me importa pero no pierda el tiempo. Esa chica no le quiere.

Estuve por soltar la carcajada.

– ¿Y cómo lo sabe? -dije.

– Es de cajón, puede ser su nieta. Mírese, ¿si usted fuera ella le gustaría alguien como usted?

– Gracias por el consejo, me tomaré una manzanilla.

– Va a sacarle el dinero -dijo esta mujer de unos cincuenta años mal llevados a la que no quería ofender por lo que pudiera pasar.

– Pues tendría que haber elegido a otro porque no tengo mucho. Vivo a base de manzanillas y menús de nueve euros y el día que como no ceno.

– Ya es algo, a ésa le da igual.

– ¿No cree probable, ni por lo más remoto, que pudiera enamorarse de mí?

– Ni de coña. Está loco si se hace esas ilusiones. Es patético que se le pueda pasar por la cabeza.

– Por la cabeza se pasan muchas cosas. No me diga que no piensa usted alguna vez en algún actor famoso al que jamás va a conocer.

– Un actor ¿como quién?

– Un actor, pues… no sé, como Tyrone Power por ejemplo.

– ¿Como quién? Ése murió hace mucho, no sé ni la cara que tenía.

– Fue un galán clásico.

– A esa chica no le gustan los galanes, no le gusta usted. Vuelva a su casa. No me iría con la conciencia tranquila esta noche si no se lo dijera.

Le iba a decir que siempre me había parecido que estaba de parte de Sandra y que había sido una verdadera sorpresa que se preocupara por mí.

Agradecí que la manzanilla estuviera ardiendo para hacer tiempo porque sabía que en cuanto Sandra pudiese saldría pitando hacia aquí. Tenía que haber sucedido algo de fuerza mayor para que no viniese a la cita más importante que habíamos tenido y que probablemente íbamos a tener nunca, el descubrimiento del Gran Tesoro. Sin Sandra, sin sus agallas, habría sido imposible descubrirlo. Algún día tendrían que reconocerle su valor. Todo lo que yo había hecho en comparación con lo que había hecho ella no era nada porque yo estaba lleno de odio hacia aquella gente y en cualquier acción mía había una venganza personal, sin embargo ella lo hacía por todos. La camarera no tenía ni la más remota idea de quién era la persona de la que hablaba y que había juzgado con tanta bajeza. La miré con desprecio cuando me trajo la cuenta.

Escribí en una servilleta la palabra éxito. «Espero recado y que estés bien.»

Me eché la servilleta al bolsillo, recogí la carpeta y salí. Me senté unos minutos en nuestro banco y puse la servilleta bajo la piedra C.

Sandra

Tenía tiempo de mirar tiendas antes de reunirme con Julián. Había llegado al punto de encontrar un pequeño placer en el simple hecho de poder andar a mi ritmo y no al de los pequeños pasos de Karin o del mismo Julián. Porque aunque siempre hablásemos sentados, tardaba un siglo en poner la taza en el plato y en pagar y en ponerse el chaquetón. Así que el encontrarme a mi aire sin sentir el peso de Karin colgando de mi brazo era un deleite. Me encaminé a la calle de los artesanos y los artistas, donde se encontraban cosas únicas, zapatos hechos a mano, vestidos muy originales, cerámica, objetos de madera y cuero.

Iba mirando los escaparates y entrando y saliendo de las tiendas caprichosamente. Esto que antes de conocer a los noruegos, antes de Villa Sol, antes de Julián, antes de sentir un hormigueo en el estómago que no se me iba de ninguna manera, esto que antes hacía sin pensar ni darle importancia, ahora me producía sensación de libertad y de ser dueña de mí. Una de las tiendas que más me gustaba era de ropa artesanal de niños y vendían jerséis como el que yo intentaba hacer en Villa Sol. Y estaba estudiando una sisa cuando ante el escaparate, decorado con canastillas, con delicadas sábanas bordadas, toallas con puntillas y mil detalles para que un niño se sintiera entre algodones, vi pasar a Frida.

No era nada raro que me pudiera tropezar con ella en cualquier parte del pueblo, pero el verla fuera de los dominios de Villa Sol me sobresaltó y el hormigueo en el estómago se descontroló. Frida no encajaba en el mundo normal aunque nadie aparte de mí en esta calle se diese cuenta. Mi primer impulso fue retirarme a un lado para que no me viese, pero luego me di cuenta de que iba andando obcecada, sin mirar a los lados. Probablemente también ella pensaba que yo no existía fuera de Villa Sol ni del control de los dos viejos y que ella podía descansar de observar y de estar pendiente de todo. Dejé el jerseicito en el mostrador y salí. Estaba casi segura de que Frida no volvería la cabeza. Hacía frío y llevaba sobre un jersey rojo un chaleco acolchado azul marino, mini-falda y botas de piel vuelta, y se había recogido el pelo en una trenza.

Entró en Transilvania, una pequeña tienda de regalos y salió con una bolsa grande. Por una vez en la vida no tenía cara de asesina. Parecía una chica casi normal, con algo de ilusión en la mirada. Continuaba sin importarle lo que ocurriera alrededor, y yo seguía con cierta comodidad sus fuertes pantorrillas asomando por las botas calle arriba. Sólo esperaba que no cogiera la bicicleta, porque yo había aparcado la moto bastante más abajo. Torció hacia el barrio de pescadores con paso cada vez más rápido. O llegaba tarde o estaba deseando llegar a dondequiera que fuese. Y aunque a mí a veces me costaba respirar, no estaba dispuesta a perderla de vista. El instinto me había puesto detrás de ella, y el instinto me obligaba a saber dónde iba. Podría haberme quedado mirando ropa para el niño y siendo libre, pero el querer saber qué estaba haciendo Frida era más fuerte que la libertad.

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