Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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– Pues adelante -dije-. Si no tienes ninguna preferencia creo que he visto una peluquería con muy buena pinta por el Paseo Marítimo.

– Estoy harta de ir a la de siempre. Quiero probar algo nuevo -dijo riéndose y mirando a Fred.

Fred le devolvió la broma.

– Suerte, querida -dijo, y también se rió.

Parecía que Fred no necesitaba las inyecciones. Seguramente procuraba no necesitarlas para dejárselas todas a Karin.

El hecho de que también los monstruos pudiesen sentir amor era algo muy desconcertante, porque si sabían lo que era el amor también tendrían que saber lo que era el sufrimiento.

De nuevo al todoterreno. Estaba cansada de tanto viaje y tanta carretera, ¿y si me olvidaba por un momento de lo de Julián y me relajaba en la peluquería? Había elegido una hipotética peluquería en el Paseo Marítimo porque quedaba a mano del hotel, pero no sabía si existiría alguna.

Fui recorriéndolo despacio, tratando de hacer una memoria que no tenía. Karin dijo que en caso de que no encontrásemos ninguna podríamos ir a la de siempre. Entonces me pasé la mano por el bolsillo donde llevaba el saquito de arena y a los pocos minutos vimos una coiffure . No era gran cosa, pero existía más o menos donde yo la había imaginado y eso era maravilloso. Estaba muy preocupada por Julián y prefería arriesgarme un poco antes que seguir con esta incertidumbre.

Por suerte tuve que dejar el coche medio subido en una acera, aunque sabía que dos o tres calles más hacia el interior seguramente encontraría aparcamiento. Y por suerte había que esperar turno y yo dije que como un moldeado llevaba más tiempo prefería que empezaran por Karin. Mientras, yo iría a aparcar el coche en un lugar más seguro.

Arranqué en dirección al hotel. Aparqué cómodamente y entré corriendo, no hice caso del conserje, no volví la cabeza, pero notaba que su mirada me seguía. Decidí subir directamente a la suite de Julián y cuando estaba dentro del ascensor vi pasar como en un espejismo, como en una película, a Martín con un individuo robusto, con pinta de matón. Llamé con los nudillos y como nadie abrió, escribí en un papel: «Soy Sandra», y lo eché por debajo de la puerta. Julián abrió y me hizo pasar mientras comprobaba que no había nadie en el pasillo.

– Estás loca viniendo aquí -dijo enfadado, verdaderamente enfadado-. Esta misma tarde te he dicho que no hicieras esto nunca.

– Ya lo sé, pero no tengo tiempo de discutir. Al volver del Faro he visto tu foto en Villa Sol, tienen interés en ti, alguien te sigue. Y aquí en el hotel acabo de darme de bruces con Martín y un tipo fuerte. No te preocupes, estaba en el ascensor y ellos pasaban, no me han visto.

Sin querer, sin prestar atención porque no tenía tiempo de esas cosas, me pareció que el cuarto no estaba nada mal. No me lo habría imaginado así de amplio y luminoso.

– ¿El tipo ese lleva traje y tiene cara de burro?

– Sí.

– ¿Iban hacia la salida o hacia la cafetería?

– Hacia la cafetería.

– En cualquier caso no puedes exponerte más, esto se complica por momentos.

Entonces sonó el teléfono y Julián dudó un segundo si cogerlo o no. Por fin lo cogió y colgó.

– Han colgado -dijo-. Mala señal. ¿Estás segura de que no te han visto?

– Creo que sí.

– Vamos -dijo Julián-. Tienes que salir de aquí, pero no por la puerta principal. Sígueme.

En lugar de bajar subimos un tramo de escaleras y nos metimos en una sala de máquinas que a su vez tenía otras escaleras de bajada. No hablábamos, Julián tenía previsto un camino de fuga y al final llegamos a la cocina y salimos por la puerta trasera del hotel.

Julián tendría que hacer el mismo recorrido de vuelta y me preocupaba que su corazón no resistiera subir tantas escaleras, aunque también podría subir sólo hasta la primera planta y allí tomar el ascensor, él no tenía que esconderse.

Una vez en la calle, corrí hacia el coche, pidiéndole al talismán que siguiera en su sitio y no se lo hubiese llevado ninguna grúa, ni le hubiesen puesto ninguna multa. Y el talismán funcionó. Puse el coche en marcha y aparqué detrás de la peluquería. Entré en el local sudando. Me quité el anorak y después de decirle a Karin que por fin había logrado aparcar salí a la puerta. Me ahogaba y apareció la tos de días atrás, como si se hubiera callado, pero no curado. Una ráfaga de aire frío y húmedo me reconfortó.

Las peluqueras estaban alrededor de Karin con un tinte preparado y pensando qué más podrían hacer para dejarle el pelo como el de la foto. Karin les había llevado una fotografía de cuando era joven y de cuando tenía otra cara y los cabellos rubios y ondulados. Las peluqueras le decían a Karin que se notaba que había tenido un pelo precioso y ella estaba encantada como siempre de que su persona fuera el centro de atención. Me uní al coro de elogios y ella no pareció pensar en otra cosa. Tosí y de pronto tuve un escalofrío que me obligó a ponerme el anorak, pero al rato sentí calor y tuve que quitármelo.

Estuvimos en la peluquería unas tres horas. Karin se había llevado una de sus novelas, pero estuvo tan entretenida oyendo halagos que apenas la abrió. Pagó también mi arreglo, que consistió en quitarme el mechón rojo e igualarme el color en un castaño claro con mechas de color miel que decían que me realzaba el verdoso de los ojos y en cortarme las puntas. Me convenía no llamar tanto la atención y me dejé hacer, me dejé llevar hacia un terreno más neutro en cuanto a aspecto se refiere. Y además pagaba Karin, que dejó una sustanciosa propina. Todo el mundo contento, por ahora.

De camino a casa me dijo que le entusiasmaba el cambio y que de ahora en adelante siempre vendría aquí a arreglarse el cabello, y decía bien porque tras esta sesión nuestro pelo había pasado a ser cabello. Durante el camino no paró de mirarse en el espejo retrovisor. Se gustaba, debía de verse mitad como era ahora y mitad como era en la foto de su juventud. Me pregunté si las inyecciones que se ponían no los estarían volviendo a todos tarumbas, si no les estarían creando en su mente enferma una imagen de sí mismos completamente deformada. Menos en el caso de Fred, claro, que no parecía ponerse nada. Solamente le fastidiaba una cosa a Karin y es que yo estornudase y tosiera tanto. Se iba tapando sin ningún reparo la boca con la mano para que no le llegaran mis microbios.

Julián

En el hotel, después del percance de Sandra, aparentemente no pasó nada. Llegué por el camino de fuga o ruta alternativa al primer piso y allí tomé el ascensor hasta abajo, fui a recepción como si viniera directamente de la suite y le pregunté a Roberto quién me había llamado puesto que al coger el teléfono no había respondido nadie. Roberto se encogió de hombros, desde la recepción no me había llamado nadie. Me lo creí a medias. Roberto, como era lógico, estaría más de la parte de Tony que de la mía. Al llegar a un punto, en dirección a los ascensores, desde donde ya no me veía Roberto, seguí a la cafetería y desde fuera localicé a Tony con Martín, fuerte pero no tanto como Tony.

Pelo rapado al uno con tatuaje en el cogote, patillas muy finas bajándole por el mentón, traje gris oscuro o negro con buena caída pero incongruentemente con deportivas en lugar de zapatos, tal vez sería la moda, y en lugar de camisa un suéter de cuello alto también negro. Tony iba en plan clásico y al lado del otro su traje parecía de saldo. Hablaban con cierta confianza, pero como no podía adivinar lo que decían ni quería ser sorprendido mirándoles me escurrí hacia los ascensores y ahí se acabó todo de momento.

Del esfuerzo de ir a toda prisa por los pasillos y escaleras tenía el cuerpo revuelto. A la hora de cenar me tomé una tortilla francesa en mi bar de siempre y al regreso llamé a mi hija desde el teléfono público del hotel. Hacía tantos días que no hablaba con ella que de pronto temí que le hubiese ocurrido algo, estaba demasiado preocupado por gente que no conocía y descuidaba a las personas realmente importantes, las personas para las que yo significaba algo. Siempre me había pasado igual. «Siempre» fue a partir de estar en el campo. Todo lo que conocí a partir del campo entraba en la palabra siempre. Siempre estuve más pendiente de aquellos que me habían hecho daño que de aquellos que me querían, y siempre había algo más urgente que tumbarme en la playa a contemplar cómo crecía mi hija y se untaba la crema lenta y minuciosamente mi mujer.

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