Ella me decía, te arrepentirás cuando la vida pase y te des cuenta de qué era lo verdaderamente importante. Lo importante es lo que luego queda involuntariamente en la cabeza, un día de sol, una comida agradable, un paseo al atardecer. Raquel tenía razón, hasta que no pasa el tiempo no se sabe qué ha sido lo importante en nuestra vida. Se me había quedado grabada mi hija de niña jugando en el patio del colegio mientras yo la veía detrás de la verja y también Raquel cuando los viernes se arreglaba para que nos fuésemos al cine y luego a cenar.
Mi hija estaba bien, pero muy preocupada por mí. Me pidió que por todos los santos me comprara un móvil para estar localizable. Me preguntó si comía bien, si me tomaba la medicación, si me había tomado la tensión en alguna farmacia, si me controlaba el azúcar, las típicas cosas que se le preguntan a los viejos tocados del ala. Le dije que nunca me había encontrado mejor y que lo de la casita de verano estaba en marcha. Le dije que había hecho unos cuantos amigos y le iba a hablar de Sandra, de que podría ser mi nieta, pero mi hija no podía tener hijos y me pareció cruel decir algo así. Le dije que se trataba de un grupo de gente que vivía en una residencia de la tercera edad, y que aquí había mucho abuelo intentando quemar los últimos cartuchos.
Mi hija se lo creyó a medias, pero calló porque deseaba creérselo, deseaba con todas sus fuerzas que yo fuese un jubilado viudo con ganas de jarana y de aprovechar el tiempo que me quedaba. El problema es que colgaría el teléfono pensativa porque me conocía y no entraba en mis cálculos divertirme porque sí. Antes de «siempre» podría haberlo hecho, pero después de «siempre» ya era imposible. Los seres anodinos y mediocres como Hitler no podían soportar que otros seres humanos supieran sacarle a la vida más jugo y más gracia que ellos, por lo que no sólo querían aterrar y aniquilar sino quitar las ganas de vivir, Hitler quería que el mundo fuera horrible. Y así fue ya siempre para muchos. También para mí el mundo se convirtió en un sitio que podía ser horrible si a alguien con poder le salía de los cojones.
Abrí la habitación. No había entrado nadie. Podría ser que por esta noche el mundo fuera suficientemente apacible. Por las cristaleras que daban a la terraza se veían las estrellas y el rayo láser de alguna discoteca y los nubarrones negros se deshacían en una oscuridad profundamente azulada, y encendí la lamparita de noche que había junto a la cama.
Pero con el nuevo día, con la luz, venía la acción. No quería impacientarme con los resultados de los análisis y esperé hasta la tarde, no quería que en el laboratorio recelaran más de lo debido.
Para aprovechar la mañana me fui hasta el Nordic Club, donde solían jugar al golf Fred y Otto con otros viejos nazis extranjeros y simpatizantes españoles. También estaba Martín y más tarde se incorporó la Anguila. La Anguila jugaba. Iba muy bien equipado y era de modales suaves. Martín se limitaba a mirar, pero todos hablaban, quizá estuvieran hablando de Sandra porque en un momento determinado Fred dio un golpe seco con el bastón en la tierra, le estaban sacando de sus casillas. Los demás reanudaron sin hacer mucho caso el juego y uno de ellos golpeó la pelota y la mandó lejos. Los estuve observando hasta que se fueron alejando hacia otros hoyos y regresé al coche. No podía dejarme ver después de saber por Sandra que tenían mi foto, por lo menos no podía precipitar las ganas de estos tipos de quitarme de en medio.
Iba a esperar a que salieran para seguir a alguno hasta que se me ocurrió que ahora que estaban aquí reunidos sería el momento de vigilar qué hacía la fría Frida. Pasaría primero por la casa comunitaria que compartía con Martín y otros como él, aunque a estas horas estaría limpiando en casa de Fred y Karin. Tendría que actuar con cuidado porque por lo que me había contado Sandra debían de haber distribuido mi foto entre la gente de la Hermandad. Sería una manera de prevenirse contra mí o de pedir mi cabeza. Desconocía hasta qué punto sabrían quién era yo cuando ni siquiera mi propia gente lo sabía, aunque lo podrían haber deducido fácilmente por el hecho de que tuviese tanto interés en ellos alguien de su edad, alguien a quien no podrían engañar.
Sandra me había dicho que Frida trabajaba tres horas diarias, de ocho a once, y que a veces se quedaba más tiempo si era necesario. Así que me situé junto a la plaza mirando hacia Villa Sol. Eran las once menos diez y sólo tuve que esperar hasta las once y cinco. Entonces la vi cerrando la verja y montando en la bicicleta. Dejé que se adelantara bastante y fui tras ella. Enseguida comprendí que iba camino de la casa de Otto y Alice. La gran puerta negra del número 50 se abrió, entró, esperé un rato hasta que pensé que era una tontería montar guardia, seguramente Frida también estaría limpiando esta casa. Pero, no, había hecho bien en esperar, a veces la intuición es más poderosa que la razón, me lo confirmó el ver cómo salía un Audi macizo y brillante. Lo conducía Frida y Alice iba a su lado.
¿Adonde irían? Temía que Frida me descubriese y me reconociese, así que callejeé detrás de ellas, lo más distante que podía y con el corazón en un puño, hasta la carretera principal. En una calle junto al puerto, se detuvieron ante una pequeña tienda de artesanía de nombre Transilvania. La primera que salió del coche con una agilidad pasmosa fue Alice. Llevaba una melena lisa entre castaña y rubia a la altura del cuello, tan perfecta que parecía una peluca, y unos vaqueros debajo de un chaquetón de piel, quizá excesivo para este clima pero muy a tono con el Audi. Por sus andares nadie le habría echado más de cincuenta años. Frida enseguida llegó a su altura, exhibía sus fuertes piernas enfundadas en unas mallas negras debajo de los pantalones cortos, una vestimenta desconcertante. Miró hacia atrás para controlar la calle pero no pudo verme. Pasaron Alice delante y Frida detrás. Al rato salieron con una caja de cartón que llevaba Frida en los brazos. La caja iba cerrada, no era la típica caja que sólo sirve para llevar las cosas hasta el coche, yo había usado muchas cajas de esta forma. En el supermercado muchas veces me ponían la compra en una caja para que la transportara más fácilmente, pero no era éste el caso. Durante un instante dudé si ir tras ellas o entrar en la tienda. En esta ocasión pensé con cierta rapidez que la tienda seguiría aquí por la tarde. Maniobré con una pericia que me asombró, sin miedo a rozar al de detrás, ni a nada. Si le contase a Leónidas, mi amigo de Buenos Aires, las aventuras que estaba corriendo, mientras él jugaba la partida, no se lo creería. No me molesté en disimular que las seguía. Iban hablando tan acaloradamente que no se fijarían en mí.
Casi tardamos media hora en llegar a los apartamentos Bremer. Puro lujo, una fortaleza con una estricta vigilancia a la entrada. Incluso los olores y ruidos que saltaban por los muros de flores tenían un estilo más adinerado que el resto.
Pero ¿cómo saber si estaba en lo cierto, si lo que habían recogido en la tienda eran las famosas inyecciones? Todo eran suposiciones. Estaba tan nervioso pensando en los resultados del laboratorio que no podría estarme quieto.
Los vigilantes del complejo Bremer levantaron la barrera para que entrara el brillante y largo Audi de Alice. De alguna forma parecía que Salva me iba guiando desde el pasado. Me preparé para esperar dentro del coche con la botella de agua al lado, no tenía otra cosa mejor que hacer ni otro sitio mejor en el que estar. ¿Habría hecho estos mismos recorridos mi amigo Salva? No sé cómo se las arreglaría sin conducir y teniendo que depender de taxis. Debió de resultarle muy difícil. Yo por lo menos llevaba un coche y no dependía de nadie. Creí que Salva en mi caso habría hecho lo mismo que yo.
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