Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Se detuvo ante una taberna para mirarse en el cristal de la puerta. Se pasó la mano por la trenza y entró. En el cristal había un pulpo dibujado y no se veía bien, así que doblé la esquina y, como era de esperar, allí había un ventanal y por el ventanal se podía ver a Frida de espalda y a la Anguila de frente. ¡ La Anguila! Me alejé un poco para observarlos mejor, ellos no podían verme a mí. ¡ La Anguila! Hablaba ella, él la miraba. Ella sacó lo que llevaba en la bolsa. Era una chupa de cuero muy bonita. Él la cogió y sin apenas reparar en ella se la devolvió. Ella le cogió la mano, y él suavemente, sin brusquedad, la retiró. Hablaron, él recostado en la silla, pasándose de vez en cuando la mano por el pelo, y ella con los hombros y la cabeza echados hacia delante, hacia él. Yo estaba medio tapada por un coche y no pensaba moverme de allí hasta que esta historia acabara. ¿Cómo podía confiar en alguien que se veía a solas con Frida?

Pasada media hora Alberto pagó y se levantaron. Frida le tendió la bolsa con la chupa y él al principio no la cogió, se había metido las manos en los bolsillos del chaquetón para no cogerla, pero ella insistió, le suplicaba con todo el cuerpo que no la desairase, y él no tuvo más remedio que aceptar. Incluso a mí la situación me puso tan tensa que me alegré de que cogiera la bolsa y se acabara de una vez con aquello. No me pareció prudente seguirlos, seguramente cada uno se iría por su lado, así que me fui a buscar la moto.

Subí al Faro todo lo rápido que pude y esperé a Julián diez minutos. Pensé que tal vez ya se había marchado, aunque como no había ninguna nota debajo de la piedra quizá no habría podido venir. Estuve a punto de preguntárselo a la camarera y afortunadamente enseguida me arrepentí, porque sólo habría servido para llamar más la atención sobre nosotros y encima lo único que como mucho podría sacar en claro era que Julián se había marchado.

8 Jabón, flor, cuchillo

Julián

Sentí un enorme alivio el día que Sandra me confirmó que Fredrik era Fredrik al encontrar la cruz de oro. Imaginaba lo mal que estaría pasándolo por no poder lucirla en el pecho ni enseñársela a nadie fuera de sus «hermanos». Sus hermanos estarían hartos de la dichosa cruz porque Fred era un advenedizo, ario, eso sí, pero en el fondo alguien que había llegado hasta el corazón del Reich para arrebatarles la gloria a otros, para ocupar un lugar. A él lo habían despreciado un poco y a Karin la habían temido, porque cuando Karin se embarcó en esto tenía muy claros sus objetivos: aproximarse al Führer y seducirle, contaminarse con su poder y mandar sobre el mundo. Corría la leyenda de que había intentado desbancar a la mismísima Eva Braun en el corazón de Hitler. ¿Sería el Führer capaz de enamorarse mientras cualquier ligero movimiento suyo provocaba oleadas de muerte? ¿Suspiraría por Eva o por Karin mientras en Auschwitz o Mauthausen mataba a miles de personas sólo con desearlo? ¿Qué vio Karin en sus ojos? ¿Vería en ellos todo el mal del mundo humano y del universo, de las estrellas y del cielo y el infierno, del futuro y del origen de la vida?

Ni siquiera Satanás, que se suponía que encarnaba el mal, se habría atrevido a ser todo el mal a la vez.

Pero no quería que estos pensamientos me distrajesen de lo fundamental, y lo fundamental consistía en conocer los pasos de Aribert Heim o, mejor dicho, el Carnicero de Mauthausen. Pertenecía al grupo pero hacía una vida un poco aparte. Pasaba prácticamente todo el tiempo en el Estrella, anclado en el puerto, haciendo crujir su bonita y agradable madera. Se pasaba las horas muertas limpiándolo y cuidándolo y cuando no estaba en el barco estaba en la lonja comprando el mejor pescado al mejor precio. Cuando había buena langosta, gamba roja y rodaballo volvía más deprisa al barco, loco por probarlos.

Era evidente que había hecho del barco y de la comida el centro de su vida. Aun en invierno iba en pantalón corto. La constante vida al aire libre le había mantenido fuerte, sobre todo las piernas, con músculos y nudos. Las mías por el contrario estaban flacas y blancas, casi azuladas. Andaba encorvado, lo que le hacía parecer un animal obcecado con un objetivo fijo. No miraba a los lados, y si miraba no se notaba. Sus destinos eran el barco, la lonja y el supermercado, no necesitaba más. Con frecuencia salía del barco un intenso olor a pescado asado y se le veía cenar a solas esos extraordinarios manjares con una botella de vino, que se suponía bastante buena. Tras el festín permanecía repantigado mirando el firmamento, y cuando el espectáculo del firmamento se acababa, se iba abajo a ver la televisión, puesta a todo volumen porque debía de estar sordo de algún oído.

Estaba seguro de que Salva lo había localizado aquí y que le había estado observando como yo lo observaba ahora mismo y que habría pensado en mí en esos momentos. Y como yo se habría preguntado cómo se comportaría semejante psicópata en la intimidad con sus mujeres, con la legítima y con la amante, con los hijos. ¿Se olvidaría en esos momentos de sus impulsos asesinos?

Era el más aburrido de la Hermandad, metódico hasta dar asco. Tenía comprobado que tardaba una hora en ir y venir tanto del paseo del supermercado como de la lonja, a veces en la lonja tardaba más, pero nunca menos. Y tardaba una hora en cenar y mirar las estrellas. Tenía un coche aparcado en un garaje de una casa de vecinos del puerto y hasta este momento sólo lo vi sacarlo una vez, quizá para ir a reunirse con sus amigos. Era un coche grande, brillante, impoluto, quizá también lo sacase para hacer una compra grande, lo que ocurriría de tarde en tarde. Mientras le estuve observando, todo lo que necesitaba cabía en dos bolsas y las transportaba una en cada mano.

Hacía dos o tres días, aprovechando que se había marchado en dirección a la lonja, que era donde más tiempo pasaba, me colé en el barco. Podía verme alguien, pero corrí el riesgo, lo hice rápido y de forma natural. Lo que había en cubierta ya lo tenía más que visto, así que bajé las escaleras tan relucientes como todo lo que veía. Un santuario para un cerdo. Olía a café recién hecho, las cortinillas eran de pequeños cuadros rojos. En los cajones de la cocina, los cubiertos estaban perfectamente organizados y, en los armaritos, la vajilla y la cristalería. Cogí un cuchillo por si venía antes de tiempo y me lo encontraba frente a frente.

En el frigorífico tenía tuppers con el nombre escrito de lo que contenían y hasta había instalado un conservador de cristal de botellas de vino. En el baño no faltaba un detalle y olía a flores. En una jabonera de plata había reunido pequeñas pastillas de jabón de las que ponen en los hoteles. Cogí una y me la eché en el bolsillo de la chaqueta. Salí al salón dormitorio. Había florecillas naturales en un jarrón y también cogí una que fue a hacerle compañía a la pastilla. En un miniarmario había colocado los calzoncillos y los calcetines en primorosos montones. Unas gafas de cerca reposaban en un estante y estuve a punto de cambiarlas de sitio para desconcertarle, aunque sabía que notaría lo de la florecilla y la pastilla, y tenía la esperanza de que pensara que estaba perdiendo facultades.

¿Dónde guardaría los cientos de notas que había tomado de sus experimentos? En algún sitio tendría que haber cuadernos escritos a mano, donde apuntaba absolutamente todo lo que hacía. Algunos de esos cuadernos habían servido para juzgarlo y condenarlo, pero tendría que haber más. Con toda seguridad se las habría arreglado para llevarse con él material que le recordase sus días de gloria cuando él era Dios y los seres humanos cobayas. Incluso ahora seguía anotando lo que hacía, porque no dejar de ser como era, aunque no pudiera hacer todo lo que le pedía el cuerpo, le permitía vivir mejor que otras personas que no habían matado nunca. Yo también apuntaba mis pasos, en eso nos parecíamos, así que me pregunté dónde escondería yo aquella información. Por supuesto él contaba con que nadie la entendería porque estaba en alemán y que nadie la buscaría porque nadie sabía quién era. Un viejo extranjero en un barco. ¿Cómo se haría llamar?

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