Yo no guardaría los cuadernos en cajones, ni en el altillo del pequeño armario, ni entre la ropa, ni entre los pliegues de una manta doblada. Si nadie los iba a buscar, ¿por qué tendría que esconderlos? Los pondría a la vista entre cosas parecidas. Se me puso la carne de gallina cuando cogí uno. Estaban en la estantería ordenados como libros. Les había puesto las tapas de novelas de aventuras.
Volvería.
Salí como había entrado, limpié con el pañuelo la escalera, y ya en el muelle me di cuenta de que no había devuelto el cuchillo a su sitio. Me lo había metido en el bolsillo del chaquetón y allí seguía. Yo sí que estaba perdiendo facultades. Iba a tirarlo al mar, pero me contuve. Quién me iba a decir que a este hombre, cuyo solo nombre producía terror, que este hombre que había despojado de todo, incluida la vida, quién me iba a decir entonces que le iba a quitar de su propia casa una pastilla de jabón, una florecilla y un cuchillo. Me marché a ver a Sandra.
Al no encontrar a Julián en el Faro no pude contarle que había descubierto que Frida estaba enamorada de Alberto y que eso podría convertirla en una enemiga aún más peligrosa. Me metí en la cama pensando que cada vez debía tener más tacto con los noruegos y con Frida. Tratar con ellos era como andar por un alambre. Lo mejor era darles la sensación de que me manipulaban más de lo que creían, y no podían manipularme porque Julián neutralizaba el poder con que Karin intentaba dominarme constantemente, la verdad que con éxito muchas veces. Estaba acostumbrada a imponer su voluntad y a tratar a los demás como juguetes. La tensión me estaba machacando físicamente. Y encima después de lo que había visto por la tarde no estaba nada segura de a qué estaría jugando Alberto.
En cuanto apagué la luz vi a los monstruos que se ocultaban dentro de los cuerpos humanos normales de los «hermanos» y vi que yo era un juguete para ellos y que cuando se adueñaran de mí completamente también se adueñarían de mi hijo. De alguna manera estar en sus retorcidas mentes, estar en sus pensamientos, era entrar un poco en el infierno. Pero al hacerse de día y como por arte de magia, como si se hubiese corrido un velo, todo cambió, y ellos dejaron de ser tan peligrosos y yo pensé que me había dejado llevar por el pánico. También achaqué mi tendencia a exagerar estas situaciones al hecho de que eran desconocidas, de que no las había vivido antes, pero también a la revolución hormonal que sufría y que me hacía más inestable. Por lo menos todo el mundo decía eso de la revolución hormonal, y puede que esa revolución hubiese cambiado el mundo para mí.
Me levanté tarde para el horario noruego. Fred ya no estaba, se habría marchado a sus quehaceres de la Hermandad, y Karin me pidió que bajara al pueblo y le trajera unas cremas y unas revistas. Era una manera de darme libertad, y vi el cielo abierto. Me consumían las ganas de saber si ya tendríamos los resultados de los análisis, y eso me animaba porque iríamos sobre seguro. En el fondo deseaba que el famoso líquido se mereciese tantas idas y venidas, los ratos de enorme nerviosismo y el miedo. Esperaba no haber hecho una montaña de nada.
Como se trataba de un recado para Karin, cogí el todoterreno y en un cuarto de hora estaba leyendo una nota que Julián me había dejado bajo la piedra, donde decía que el resultado de los análisis había sido un éxito. Yo le dejé otra diciéndole en pocas palabras que esta misma tarde me pasaría de nuevo por aquí a la hora acostumbrada por si estaba.
Hice los recados en un periquete. Me pasé lo que quedó de mañana paseando por el jardín, respirando el aire fresco y bebiendo mucha agua para rebajar las flemas. Karin estaba dentro escribiendo cartas y dándose cremas hasta que llegó Fred y nos tomamos una sopa que había dejado hecha Frida. Puse la mesa con los mantelitos bordados y los platos del filo dorado y esperé a que la probaran ellos primero, lo que me produjo una sensación extraña. ¿Sospechaba que me querían envenenar? ¿Me estaría volviendo tarumba? ¿Cómo se puede tener la seguridad de estar cuerdo al cien por cien? ¿Era razonable haberle hecho tanto caso a un anciano como Julián? A mí las continuas peleas de mis padres me habían perturbado mucho y a Julián una vida tan larga también podría haberle trastornado. Los pirados no saben que están pirados. Vi cómo se llevaban un par de cucharadas a la boca y entonces probé la sopa. Estaba buena, tenía trozos de pollo y verduras. Me estaba tomando esta sopa hecha por una desconocida con unos ancianos desconocidos, pero que ya, quisiera o no, formaban parte de mi mundo. Y mientras se echaban la siesta (Fred dormitando en el sillón con la televisión encendida y Karin roncando en el sofá tapada con una manta) me marché al Faro en la moto.
Julián estaba allí. Se le había ocurrido subir a mirar por si le había dejado algún recado y también por si me encontraba. Habíamos pensado lo mismo. Había habido suerte.
Estaba loco por contarme que las ampollas que a Fred y Karin les costaban una fortuna y que acabarían arruinándoles no tenían ningún misterio, se podían fabricar sin problemas. Para estos viejos nazis en el fondo no había pasado el tiempo, soñaban que sus científicos, de una raza superior que el resto de científicos, habían logrado con sus experimentos dar con la clave de la eterna juventud entre otras cosas. Aún vivían de aquellas fantasías de grandeza que les hacían tragarse sus propios engaños. Habían intentado retorcer el mundo para convertir sus ideas fantasiosas en realidad. Seguramente sólo uno de ellos sabía que no eran tan poderosos como creían.
No le conté a Julián que había sorprendido a Alberto y Frida juntos porque era difícil de explicar. De habérselo dicho también tendría que haberle confesado que ya no sabía dónde terminaban sus maldades y dónde empezaban mis imaginaciones.
En lugar de esto, le dije que después de lo que me había contado de Elfe, de sospechar que la habían matado y de lo que sabía que eran capaces de hacer, me preocupaba la integridad física del inquilino de la casita. Karin le había tomado ojeriza, le aborrecía y me había dicho que pensaba mandar allí a Martín a darle una lección.
Tenía un demonio dentro, no lo podía evitar. ¿Por qué hacía estas cosas? ¿Por qué tenía esta actitud con Sandra? El demonio había estado dormido muchos años y acababa de despertar. Lo sentí cuando Salva se enamoró de Raquel en aquel infierno y lo sentía ahora, con la diferencia de que ahora no lo podía dominar, actuaba solo, era más rápido que yo y más listo. El demonio quería que Sandra siguiera siendo como la conocí, una chica desorientada, que no sabía lo que quería. El demonio no quería que estuviera enamorada de la Anguila y que la Anguila pudiera apartarla del viejo Julián. Hasta ahora Sandra y yo habíamos formado un equipo, compartíamos un secreto. Y de pronto todo eso podía cambiar y el demonio no quería que me quedase solo. Pero yo, cuando el demonio se distraía, no quería que a Sandra le ocurriese algo irremediable, que sufriese un tremendo desengaño que la dejase tocada para el resto de su vida, prefería ir poniéndole la verdad ante los ojos y esperaba que decidiese volver a su vida de siempre.
Le había prometido a Sandra acercarme por la casita aun sabiendo que era una tontería. Sandra tenía miedo de que el inquilino, un profesor que no podía tener la más remota idea de quién había posado sus ojos en él, corriera la suerte de Elfe. Ni Karin ni ninguno de ellos podían permitirse el lujo de eliminar a los que les cayesen mal, sobre todo si no suponían ningún obstáculo en su camino. Sin embargo, por nada del mundo querría engañarla otra vez y fui a la «casita» a comprobar si seguía vivo el inquilino.
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