Sandra estaba a punto de llorar y me asusté. Movía la cabeza de un lado a otro, negando mis palabras.
– Este niño se merecería tener una madre inteligente, una madre que hubiese estudiado y que fuera capaz de hacerle jerséis bonitos.
– Ese niño se merece tener una madre que no piense esas cosas de sí misma. Tú eres muy valiente, más valiente de lo que crees, cuando pasen unos años lo comprenderás, entonces mirarás atrás y verás que eras espléndida y que con lo que tenías hiciste lo que pudiste de la manera más honrosa posible.
Me miró con los ojos a punto de reventar de lágrimas. Estaba soportando una carga emocional más fuerte de lo que creía. Lo sabía yo mejor que ella. Ella no podía ver desde fuera el laberinto en el que estaba metida, por eso cuando se llega a mi edad y podemos verlo desde arriba desearíamos volver atrás y recorrer el camino sin agobios ni angustias.
Le pasé mi servilleta de papel para que se sonara.
– Y ahora te vas a tomar un trozo de tarta de chocolate con nata, y yo un cortado. Y mañana Dios dirá.
De improviso, como atendiendo a alguna pregunta que le hubiese hecho inconscientemente, me dijo que el perrito se lo había quedado uno de los amigos de Fred y Karin. Se llamaba Alberto, pero ella lo llamaba la Anguila por la forma tan resbaladiza que tenía de mirar. Probablemente la cabeza también le estallaba con información de la que no era consciente al cien por cien. Probablemente le causaba ansiedad estar procesando datos y detalles que no sabía encajar. Creemos que sólo nos hace daño lo que sabemos que nos hace daño, pero hay multitud de recuerdos e imágenes que crean una gran melancolía porque no entendemos su sentido.
– Dice que tengo que salir con él un día.
Me quedé mirando fijamente a Sandra tratando de descubrir qué querría aquel elemento de ella. Por cómo me lo describía no me parecía el típico fanático sin luces. Este olía a psicópata.
– No puedes fiarte de él. Trata de hacer lo que él espera que hagas. Lo que no sabemos es qué quiere de ti.
– Voy a decirle que no puedo ir. No quiero hablar con él. Antes iría con el ángel negro, me inspira más confianza.
El Ángel Negro. ¿El ángel negro? Alemán, moreno, de mi estatura, elegante, afable, de apariencia equilibrada, inteligente, el cerebro de cualquier organización. Por lo que Sandra me dijo de él podría ser Sebastian Bernhardt. No, era imposible, la historia oficial decía que había muerto tranquilamente en Munich en 1980. Sin embargo también podría ser que hubiese echado de menos su maravilloso refugio español. Estas ratas entraban por un agujero y salían por otro, estaban acostumbradas a morir y a resucitar. Suponía un alivio saber que no eran eternas aunque lo hubiesen intentado, aunque hubiesen buscado desesperadamente el elixir de la eterna juventud. Y a qué precio. Que se lo pregunten a los prisioneros, víctimas de locos como Heim.
– Espera un momento. Voy a buscar algo al coche.
Sandra no contestó, se estaba comiendo la tarta pensativa, pequeños trozos de tarta con la punta de la cucharilla.
Y cuando volví con el álbum de fotos de Elfe continuaba en la misma posición pensando en su hijo, en el Ángel Negro o en la Anguila, quizá en Karin o en su madre, que no tendría ni la más mínima idea de en qué estaba metida su hija.
– Mira -le dije abriendo el álbum-. Mira a este hombre.
Era Sebastian. Iba con traje, lo que facilitaría la identificación. Un traje oscuro, entradas en el pelo, ojos también oscuros.
Ella lo miró al tiempo que salía de su particular ensoñación.
– ¿Podría ser el Ángel Negror -pregunté.
– Podría ser. Fuma de la misma manera.
Dudé si revelarle a Sandra quién era el Ángel Negro porque cuanto más supiese peor sería para ella. Ya no lo miraría igual o se le podría escapar el nombre verdadero, no le hablaría con el sano tono del desconocimiento. Sandra era una chica franca y sincera sin nada que ocultar y ellos enseguida leerían en sus ojos lo que sabía. Por otra parte no me consideraba capaz de manipularla hasta ese extremo. Tenía derecho a conocer el nido de víboras en que estaba metida. Me había hecho participar de un hermoso acontecimiento de su vida y no debía caer tan bajo como para traicionarla, como para contemplar cómo se despeñaba sin avisarla de que el abismo la esperaba a diez metros.
– Tienes que decidir -dije-. Tienes que decirme si quieres que te cuente quién es ese individuo. Ten en cuenta que cada dato que sepas será un paso más hacia el infierno.
5 Los monstruos También se enamoran
Por las fotos que Julián me enseñaba era difícil reconocerlos. Ahora físicamente eran otros. Algunos conservaban rasgos que no podían ocultar, como las descomunales estaturas de Fred y de Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen, que ahora tenía cuatro pelos blancos. Andaba encorvado como si no pudiera sostener su enorme esqueleto. Sólo recordaba haberlo visto una vez en casa de los noruegos, en el cumpleaños de Karin, y me pareció un hombre amable. Me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa. La cicatriz que le cruzaba la cara y los ojos azules de Otto Wagner se habían ido haciendo menos visibles, se habían ido apagando. Y el Ángel Negro, que por lo visto se llamaba Sebastian Bernhardt, no tenía nada llamativo, era muy corriente aunque se tíñese el poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza.
Julián suponía que el hasta ahora para mí Ángel Negro había muerto en Alemania cuando en realidad había regresado a este pueblo, donde vivió desde 1940 hasta el cincuenta y tantos. El y su familia disfrutaron de una villa que le regaló Franco en reconocimiento a los servicios prestados, que habían consistido nada más y nada menos que en convencer a Hitler para que le prestara ayuda a Franco. Me juré que cuando volviera a la vida normal me dedicaría a leer más. ¿Cómo podía mantenerse en pie alguien tan viejo? Su mujer, de nombre Hellen, probablemente habría muerto y sus hijos se habrían jubilado ya. Sebastian siempre había tenido fama de persona modesta y agradable y continuaba siéndolo, yo podía dar fe. Julián enseguida tuvo la sospecha de que aquella mansión de Sebastian era la actual Villa Sol. Probablemente se la habría vendido a los noruegos y él se habría retirado a algún apartamento más cómodo. Había un fondo de bienestar en Villa Sol que habrían dejado Hellen y sus hijos. Y no entendía por qué alguien de apariencia tan razonable como Sebastian, alguien tan comprensivo, podía ser uno de ellos y que no le repugnaran las cosas que habían hecho. Me preguntaba qué podía ocurrir en la mente de alguien para no llegar a reprocharse nada nunca. En el fondo era el único de aquella tribu que tenía mirada humana, los demás eran unos farsantes. ¿Habría vuelto a matar alguno de ellos después de la guerra o se habrían saciado para siempre? ¿Sería capaz alguno de ellos de matar con su propia mano o tenían que estar organizados?
Antes no sabía estas cosas ni nunca las habría sabido si no se me hubiese ocurrido venir a pasar unos días a la playa. Mauthausen, Auschvvitz. Cuántas veces había oído estos nombres, pero entonces estaban a años luz, estaban en Orion como mínimo, estaban en un pasado que no era mío. Ahora los tenía a un metro de mi cara, a veces a unos centímetros.
Aribert Heim me había dado la mano, y al enterarme de lo que esas manos habían hecho sentí que estaba tocada y que ahora sí que no podía abandonar, aunque siempre cabía la posibilidad de que se tratase de simples parecidos, todos los ancianos se parecen. Ojalá no fuese verdad que le había estrechado la mano al Carnicero, sólo pensarlo me daba asco. De momento, nada más se podía demostrar la identidad de Fred por la cruz de oro, el resto eran conjeturas.
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