¿Sabes disimular?, me había preguntado Julián. ¿Sabes disimular hasta el punto de que a ellos ni se les pase por la cabeza que a ti te pueda interesar aquella vieja historia de nazis y del Holocausto? La verdad es que nunca se hablaba de política delante de mí. No se mencionaba nada que sonara importante, aunque a veces se deslizaba alguna frase en alemán que no hacía falta entender para darse cuenta de que se salía del tono general. Y estaba segura de que tales precauciones no eran por mí, sino porque estaban acostumbrados a tenerlas y por eso se habían escapado de las manos de Julián una y otra vez. De no haber sabido que eran nazis habrían seguido siendo normales para mí. Sin embargo, ahora todo, cualquier cosa, tenía un significado, los rasgos marcados de Fred eran rasgos arios y la extraña juventud de Alice provenía de Dios sabe dónde, tal vez de su confianza en su superioridad genética. Decidimos que nunca mencionaríamos sus apellidos verdaderos para que no se me pudieran escapar al hablar con ellos.
Como siempre, Sandra llegó al Faro en la moto, la aparcó y entró en la heladería. Yo la veía por la ventana. Siempre nos sentábamos en una mesa desde donde se dominaba la llegada de los coches y la gente que entraba y salía del local. Era una forma de no llevarse sorpresas desagradables. Cuando se sentó a la mesa, suspiró y dejó el casco a un lado. La noté desmejorada, quizá demasiado delgada para estar embarazada, pero era sólo una impresión de pasada, no lo pensaba conscientemente, más que un pensamiento era una imagen. El presente se me escapaba demasiado deprisa, no me daba tiempo de saborearlo. Los pájaros volaban muy rápido, el aire se perdía antes de sentirlo, las caras cambiaban enseguida, los olores desaparecían, y casi no importaba, toda mi vida era pasado. Tenía la impresión de que me había quedado en este mundo después de morir Raquel para expiar alguna culpa, para sufrir un poco más, no tenía ninguna lógica que la hubiese sobrevivido. Sandra funcionaba en la dimensión del presente y yo en la del pasado, aunque pudiésemos vernos y hablarnos.
Cuando le confesase a Sandra que había comprado el perro de forma deliberada y malsana y sin calcular los riesgos, cuando le confesase que la había utilizado para poner nerviosos a los noruegos, no volvería a mirarme a la cara en su vida y consideraría con toda razón que yo era tan miserable como ellos. Pero tenía que decírselo, no podía morirme con esto en la conciencia, aunque después de muerto ni sintiera, ni pensase, ni pudiera afectarme nada porque me habría disuelto y evaporado. Quizá no era una cuestión de conciencia, sino el puro egoísmo de querer ser tal como era y no mejor. Quedarme como la huella de un pie en la arena en la memoria de Sandra, vivir un poco más allí tal como yo era y no como un ser inventado ¿Qué podría pretender conseguir pareciendo mejor de lo que era a estas alturas de la vida? ¿El respeto de Sandra? ¿El respeto de Sandra para qué, para sentirme falsamente bien?
Pensé en escribirle una carta y dársela al despedirnos en el Faro, pero enseguida me pareció una cobardía no soltárselo cara a cara, así que la miré a los ojos.
– Tengo que decirte algo. No quiero que me perdones, no quiero nada, la vida es así, una marranada tras otra. No deberías relacionarte con alguien como yo.
Sandra no parpadeaba. A veces fijaba tanto la mirada que incomodaba, era como si se hubiese olvidado de cambiarla de dirección.
– Se trata del perro, del perrito que le regalaste a Karin.
– Pobre Bolita -dijo-. Yo también he pensado en él. No debí dejárselo a la Anguila, no debí despreocuparme. Me pesa mucho. A saber lo que han hecho con él.
– Recuerdo la sorpresa que te llevaste con la reacción de Karin. Un perro tan bonito, una casa tan grande. No se comprende que lo rechazara, ¿verdad?
– Me sentí muy mal, ya lo sabes. Fue un desaire tremendo y Karin nunca me ha dicho nada, no me ha pedido disculpas ni me ha dado ninguna explicación. He tenido la sensación de haber hecho algo terrible sin saber que lo hacía, pero ahora lo único que siento es lo que le habrá pasado al perro.
En unos segundos iba a arrancarle a Sandra un poco de su buen corazón. A partir de ahora tendría otro trozo menos de buen corazón. Y cuantos menos buenos corazones anduviesen por el mundo peor para todos.
– Fue culpa mía. Absoluta y completamente culpa mía -dije casi cerrando los ojos para no verla-. Karin odia esa raza de perros porque los usaban en el campo de concentración al que estaban destinados para aterrorizar a los presos. No voy a decirte más. Los adiestraban para eso y su presencia le recuerda quién fue y quién sigue siendo, la gente en el fondo no cambia, no mejora, sólo envejece. Lamentablemente es más fácil empeorar que mejorar. Yo mismo acabo de darme cuenta de que soy peor de lo que creía.
Sandra estaba desconcertada. Probablemente nunca me habría creído capaz de semejante canallada, de ponerla en peligro o al menos en una situación difícil. La mirada se le había cambiado, se había vuelto un poco triste, como si estuviera muy cansada.
– Si yo que te estimo y aprecio y te considero maravillosa, soy capaz de hacer esto, imagínate hasta dónde podrán llegar ellos.
No soportaba que Sandra no dijera nada. Cuando Raquel se enfadaba de verdad conmigo, no hablaba, la rabia le cosía los labios. Al principio me desesperaba intentando que volviera a mi mundo y que me mirase, que me aceptara de nuevo, lo que empeoraba las cosas, hasta que comprendí que era mejor esperar y no forzar la situación. Me iba a otra habitación o a dar una vuelta, me alejaba confiando en que las fuerzas de la naturaleza hicieran su trabajo. Y ahora pensaba hacer lo mismo, aunque Sandra no era Raquel, ni le hice nunca a Raquel una putada como la que le había hecho a Sandra.
Llamé a la camarera, pagué y me levanté. Sandra permanecía cabizbaja. Dejé dos euros de propina en el platillo y aun así la camarera me miró con infinito desprecio. Algo debía de haberle pasado a la edad de Sandra con alguien de mi edad, algo peor que lo que yo le había hecho a Sandra.
Ya casi había logrado olvidarme de la fiesta de Karin cuando Julián me confesó lo del perro. Me sentí tan engañada y traicionada que me comporté como una tonta. En ese momento no pude comprender que si me hubiese contado lo que pensaba hacer yo misma me habría delatado ante todos cuando Karin rechazó a Bolita y desde luego no hubiese reaccionado con la misma naturalidad. Julián se dejó llevar por su ansia de que se sintiesen descubiertos y de que no siguieran viviendo como si tal cosa. Podría no haberse sincerado y nunca me habría enterado de nada. Sólo por haberse expuesto a la vergüenza de confesarse, quería darle a Julián un voto de confianza. También se me había pasado por la cabeza que Julián me hubiese dado esta explicación sobre el perro para que me retirara de una vez de este asunto. No creía que fingiese cuando se preocupaba por mi seguridad y me insistía en que me marchara. Puede que se le hubiese ocurrido lo del perro para forzar mi retirada, lo que hoy por hoy no entraba en mis cálculos. Quería hacer algo grande.
Puesto que no sabía hacer bien las cosas pequeñas de la vida, tendría que hacer bien alguna que destacase para no seguir sintiéndome una completa inútil. Nunca había creído en las oportunidades que la vida te pone en el camino porque no había entrado en ese juego de las oportunidades, porque para encontrarlas primero había que buscarlas, ¿y cuáles eran las oportunidades que a mí me convenían? Nunca lo supe hasta que me encontré en casa de los noruegos y hasta que conocí a Julián y empecé a entrar en esta historia terrorífica que todo el mundo conocía de oídas porque ya quedaban muy pocos que la hubiesen vivido. Me encontraba entre las víctimas y los verdugos, entre la espada y la pared. Mira por dónde la vida me acababa de poner una oportunidad ante las narices para ayudar a Julián a desenmascarar a esta gentuza. Madre podía ser cualquiera, y yo no quería que mi hijo tuviese cualquier madre. Ya no era una niña ni iba a volver a serlo nunca y la vida me daba una oportunidad, no era momento de huir.
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