Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Era Alice.

No se la podía considerar vieja, no se la veía vieja, no le sobraba piel ni tenía descolgamientos, que era lo propio de los años. Aparentaba unos sesenta cuando en realidad debía de tener más de ochenta. Y no podía deberse sólo al deporte, el sol y los zumos naturales. Daba la impresión de haberse sometido a algún experimento. Incluso se le marcaban los bíceps de los brazos.

– ¿Quieres bailar conmigo?

La propuesta me dejó noqueada. No podía negarme, no podía ser grosera según estaban las cosas, necesitaba al experimento Alice de mi parte.

Sonaba una lenta que no olvidaré en toda mi vida, Only you, así que bajé el escalón que había subido y la cogí de la cintura. Llevaba un elegantísimo vestido de terciopelo verde oscuro sin mangas y con escote en pico por delante y por detrás. Era un terciopelo resbaladizo con una caída de ensueño. Le llegaba a los pies. De cerca tenía la típica piel pecosa del sol, y pasé la mano por el terciopelo, no por placer desde luego, sino por curiosidad. Sentía curiosidad por saber cómo era la cintura de Alice, si tendría algún pequeño michelín o duros huesos. Y, vaya, era un cuerpo bastante normal, mejor que normal, perfecto. Creo que Alice interpretó mi tanteo como algo más y se acercó de una manera que me incomodó, aunque sólo me incomodó un segundo. ¡Qué más daba!, Alice, aunque sospechosamente joven, era una mujer, y prefería que se propasara conmigo una mujer que Martín o su amigo la Anguila, el Ángel Negro u Otto o cualquiera de ellos. No me vendría mal un poco de calor humano, necesitaba que me abrazaran y me besaran. Y fue lo que hizo Alice, me abrazó, y puso los labios sobre mi pelo hasta que terminó la canción, entonces me desprendí de sus brazos y con la cara un poco gacha le dije que estaba cansada. Ella dijo algo en alemán y la miré, era un idioma difícil de interpretar, no se podía saber si era bueno o malo lo que estaba diciendo.

– ¡Qué joven eres! -dijo a continuación, cogiéndome la mano de una manera que me dio miedo. Si hubiese podido se habría quedado con mi juventud.

Sus ojos, inexpresivos normalmente, me miraban con dureza. Quería lo que yo tenía, algo difícil de robar. Me deshice como pude del contacto de su mano en la mía y subí deprisa para que nadie volviera a retenerme.

De buena gana habría echado el cerrojo a la puerta, pero no había cerrojo. De pronto me di cuenta de que había cerrojos en todas las habitaciones menos en ésta. Me duché para ahuyentar los labios de Alice de mi pelo y luego saqué el camisón de debajo de la almohada y como siempre lo arrojé sobre el sillón. Me puse la camiseta de dormir, encendí la lamparita y cogí de una pequeña estantería una novela rosa de Karin en noruego con las tapas manoseadas. Abajo sonaba barullo, la música, las voces, la puerta de la calle que se abría y se cerraba cuando alguien se marchaba, los coches arrancando. Las indescifrables páginas de la novela me adormecían, pasaba la vista por una historia que estaba sucediendo ante mis ojos sin entenderla. Apagué la luz y me tapé hasta el cuello, no me molestaban los ruidos, ocurrían en otro mundo, un mundo lejano de gente extraña.

No me desperté hasta que la luz entró por la ventana, atravesando las cortinas, ante la ausencia de persianas en toda la casa. Fue un despertar pensativo, había soñado sueños raros, pesados, había sentido las caras de Fred y Karin observándome y también la de Alice. Y la de Alice era la que más nerviosa me había puesto. Y arrastré este nerviosismo durante todo el día.

Bajé a las nueve mientras ellos todavía dormían. Frida ya estaba recogiendo los desperdicios de la fiesta con su habitual sigilo. De hecho no la vi, la intuí por el buen olor y el brillo que empezaban a aflorar de los muebles y el suelo. Me estaba preparando el desayuno cuando su voz me sobresaltó.

– Hoy no podré arreglar tu cuarto. Tengo mucha faena aquí abajo.

– No importa -dije-. Luego haré la cama.

Frida sacaba copas y más copas del lavavajillas y todas juntas sobre la encimera de la cocina producían un efecto luminoso e intenso que casi me hipnotizó.

Tenía frío. Había refrescado mucho y el sol ya no era suficiente, debería comprarme botas cerradas y calcetines y también un anorak. En la entrada había un armario empotrado con impermeables colgados, paraguas, chaquetas y calzado de batalla para salir al jardín y andar por la playa. Me puse unas deportivas gastadas de Karin. Me iban un número grande, pero no importaba, no quería acatarrarme en mi estado. Y también cogí una chaqueta de lana con los bolsillos caídos de tanto como Karin había metido las manos. Me la abroché bien y arranqué la moto, el todoterreno era demasiado aparatoso para aparcarlo y además no me atrevía a llevármelo sin el permiso de Karin, tenía la impresión de que algo había cambiado por la noche y que ya no nos encontrábamos en la misma sintonía.

El viento se colaba entre los puntos de la chaqueta de lana y me helaba los huesos. Parecía que la maldita carretera de curvas no iba a terminar nunca. Aparqué cerca del hotel de Julián, quería contarle lo del perro y sobre todo quería hablar con alguien que no fuese de la Hermandad. La Hermandad, alguien había pronunciado esta palabra y era la que mejor le cuadraba a la tribu en la que había ido a caer sin proponérmelo.

El conserje, un hombre con una peca bastante grande en la mejilla derecha, me dijo que Julián había salido a dar una vuelta. Me pregunté por dónde me gustaría a mí dar una vuelta a esas horas y me dirigí al puerto. Andando, la chaqueta me molestaba, así que me la quité y me la eché por los hombros y entonces empecé a tiritar. Recorrí el puerto buscando con la mirada a Julián hasta que descubrí un sombrero blanco junto a los catamaranes y barcos de vela.

– Hola -dije.

A Julián no le sorprendió verme.

– Estoy absorbiendo vitamina D. ¿Quieres una poca? -dijo haciéndome sitio en el poyete en que estaba sentado.

Estornudé y me puse la chaqueta de nuevo.

Julián

No dormí bien a pesar de que me tomé un sedante. Me lo tomé porque no tenía la conciencia tranquila y sabía que en algún momento de la noche, bien en sueños o despierto, aparecería Raquel con sus reproches. Mi mujer no habría consentido que metiera a esta chica en un asunto tan retorcido sin su consentimiento. Me habría prohibido que la utilizara. Me habría dicho que me había vuelto como ellos, que me había contaminado con su maldad. Por suerte Sandra estaba aquí sentada junto a mí, pero los remordimientos me impedían mirarla a los ojos. Le pregunté cómo se encontraba con la vista puesta en el balanceo del Estrella, el barco de Heim, a lo lejos.

– Bien -dijo, y a continuación me contó más o menos lo que yo había imaginado que ocurriría con el dichoso perro.

– No lo entiendo -dijo ella-. Tienen tanto jardín y la casa es tan grande que un perro no podría molestarles, les haría compañía, les protegería. Y luego está Frida, que podría darle de comer. Me quedé desfondada con la reacción de Karin.

– Lo siento -dije sintiéndolo de verdad, arrepintiéndome sinceramente, pero sin confesarle que los perros de esa raza eran los que Fred y Karin utilizaban en el campo de concentración para aterrorizar a los prisioneros (era uno de sus rasgos más conocidos e identificativos, por lo que su reacción me confirmaba que sin duda alguna eran ellos) y los que mataron entre los dos cuando entraron los aliados y tuvieron que salir huyendo. Seis perros de raza, fuertes y asesinos como sus dueños, quedaron tumbados en el suelo con un tiro en la cabeza, como si fueran las sombras de Fredrik y Karin. No se lo conté a Sandra porque necesitaba un poco más de su inocencia.

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