Abrió la ventanilla y se puso los pantalones. Se pasó las manos por la cara con fuerza y bebió de la botella. El agua ya no estaba fresca, pero tampoco caldosa y esperó ver aparecer de un momento a otro el mechón amarillo del enorme Tom. Cómo se acostumbra uno a cualquier cosa, ya le echaba de menos. En cualquier caso, necesitaba salir del coche a estirar las piernas y respirar aire puro. Si hoy se lo encontraba sí le contaría lo que le ocurría porque ya no serían unos perfectos desconocidos.
Se sentó en una esquina de la terraza del bar El Yate vigilando la posible llegada de Tom. Necesitaba un amigo de carne y hueso, no sólo espíritus. No quería volverse un ser raro, una mística o algo así, deseaba con todo su ser encontrar a su familia, deseaba volver a ser una más y vivir la vida de verdad y no dedicarse a correr detrás… detrás de una sombra, como ahora. Claro que después de lo de Marcus nada volvería a ser igual. Desde ahora sería culpable y tendría remordimientos.
Al ver acercarse al camarero con un mantel de papel y un cubierto en la mano se propuso decirle que ya había desayunado, pero el camarero maniobró con tal rapidez que no pareció escuchar y al momento volvió a aparecer con un zumo de naranja y lo que en El Yate llamaban un desayuno completo.
– Es una invitación del señor Tom. Dejó encargado que aunque él no estuviera le sirviéramos el desayuno.
Vaya, era increíble que existiera gente así en el mundo. Julia creía encontrarse completamente sola y de pronto otro ser tan real como la misma Julia se preocupaba por ella.
Tras el festín del desayuno y antes de poner el coche en marcha se preguntó cómo sacarle el mejor partido al día, se preguntó dónde más podría ir para buscar a su marido y a su hijo. Se lo preguntó con una terrible sensación de fracaso. Nada de lo que había hecho hasta ahora servía de gran cosa. Los hilos que la unían a su mundo se habían roto. ¿Por qué? Era imposible saberlo. Aún podría intentar hablar con el hotel en que trabajaba, pero en caso de que diese resultado, qué iban a hacer ellos, no entenderían nada. Sonaría todo demasiado complicado y raro. Por lo pronto decidió parar en una zona de piedras blancas y redondas y bastante desierta.
Dejó el anillo dentro del pantalón y se metió con dificultad en el agua. Estaba templada. De vez en cuando miraba hacia el coche, no quería perderlo de vista. El agua la purificaba. No había un solo sitio de su cuerpo por donde no entrase. La absorbió por la nariz y después la expulsó. Cuando le pareció que ya estaba bastante limpia, salió pisando tortuosamente a secarse sobre las piedras. No le pesaba que Marcus hubiera muerto, le pesaba haberlo matado ella. El espíritu del mar le mandó un poco de brisa. A veces había sido demasiado rígida juzgando a los demás, en esos casos Félix solía decirle que nadie sabe, ni siquiera uno mismo, cuándo se le pueden cruzar los cables aunque si se es observador siempre se encuentran datos y señales que pueden alertar. Julia creía que lo que Félix quería decir era que juzgar era una pérdida de tiempo si no se podía castigar. Era más interesante comprender por qué la gente hacía ciertas cosas. Sin embargo, ella no podía dejar de sentirse culpable, tanto como si le hubiese clavado un cuchillo a Marcus, la intención había sido la misma, y el porqué estaba claro, quería eliminarlo de su vida, y quería eliminarlo porque lo detestaba. Lo detestaba porque la había engañado y le había robado el coche. ¿Y esto era suficiente? Muchas veces la habían engañado, puede que incluso su madre, puede que el mismo Félix, y ni se le había pasado por la cabeza matarlos. Nunca había sentido una amenaza tan grande como la de Marcus. ¿Qué clase de amenaza?, le habría preguntado Félix. Pues no lo sabía, una amenaza que rompería su vida.
Se pasó los dedos por el pelo repetidas veces. Lo dejaba resbalar por el cuero cabelludo con los ojos cerrados. El sol no sabía nada de lo que había hecho, caía sobre ella como sobre las flores, el mar, las piedras y los seres más inocentes. Ya no era capaz de saber cómo se sentiría ahora mismo si no hubiese matado a Marcus. Era otra Julia. Una de esas personas que parece que no han hecho nada malo en su vida y que luego se descubre que han hecho algo terrible. Ahora debía estar ojo avizor para no delatarse, para huir si era necesario porque no podía permitirse el lujo de que la cogieran y la encerraran antes de encontrar a Félix y a Tito. Hasta el lunes no podía volver al banco, y en la comisaría y el hospital durante el fin de semana tendrían demasiado jaleo para atenderla.
Las gaviotas pasaban velozmente sobre su cabeza, entre grises y doradas. Era un planeta hermoso y ella no quería morir, ni estar encerrada en ningún sitio. No quería estar encerrada. Jamás había pensado en esta posibilidad que ahora se hacía acuciante y aterradora.
La llegada de un grupo de chicos y chicas la decidió a volver al coche. Se vistió detrás del capó levantado y sacó del bolsillo del pantalón el anillo y se lo puso antes de que lo olvidara, se cayera al suelo, quedase enterrado entre la arena y las piedras y perdiera así toda la magia que tenía. Se lo llevó a la boca como hacía Tito con los juguetes para reconocer las formas y de qué estaban hechos. Se podía decir que Tito reconocía el mundo con la boca. Tenía los ojos cerrados y estaba sentada en el asiento del conductor y cuando retiró la mano del anillo de la boca y la puso en el volante sorprendentemente sintió un beso en los labios. Abrió los ojos de golpe, casi asustada. Había sido un beso de Marcus.
Por supuesto Marcus no estaba aquí, ni siquiera en el mundo de los vivos, y no había nadie más con ella y sin embargo el beso había sido real, completamente real. Reconocía a la perfección los labios de Marcus, delgados,
sonrosados igual que las encías. Era la boca que más le había gustado en toda su vida, pero ahora Marcus estaba muerto, y este beso le daba miedo. Aunque tal vez había sido una forma de decirle, desde la otra vida, que la perdonaba por haberle matado. Dondequiera que estuviese, Marcus había reconocido su parte de culpa.
En ese sitio invisible, que estaría en todas partes y en ninguna, se comprenderían los sentimientos y los actos que en este mundo de las cosas y los seres tangibles no se comprenden del todo. En ese lugar no sería necesaria ninguna explicación, no habría malentendidos, no se podría mentir porque cualquier acto o pensamiento se desplegaría ante la vista como si se desenrollara una cuerda y no podría ser nada más que lo que era.
Félix
La voz de Marcus era áspera, muy apropiada para cantar baladas románticas o susurrar al oído. Hablaba español bastante bien.
– Siento molestarle, no me conoce, pero necesito hablar con usted.
Ésta fue la carta de presentación de Félix. Marcus reaccionó poniéndose en guardia y dejando entrever que tenía muchas cosas que temer.
– ¿Cómo sabe mi número?
– Soy el marido de Julia. Por favor, no cuelgue. No llamo por lo que usted cree. Julia ha sufrido un accidente.
Se hizo un profundo silencio lleno de desconfianza.
– No conozco a ninguna Julia.
– Sí la conoce. Es una empleada de la cafetería del hotel Plaza. Tiene su número de teléfono anotado por todas partes y sé de buena fuente que usted y ella eran amantes. Por favor, no cuelgue. Ahora eso no importa, lo que importa es que ella siente un interés especial por usted y le haría mucho bien que le hablase, que le creara la ilusión de que si despierta y vuelve a la vida van a estar juntos.
– Pero ¿de qué habla? Es una trampa, ¿verdad?
Félix no se podía creer lo que estaba oyendo. Una trampa. Vaya tío acojonado, cobarde y miserable.
– Parece un hecho que mi mujer está enamorada de usted. Puede no gustarme la idea, pero no puedo hacer nada, ya es mayorcita para enamorarse de quien quiera. No se trata de eso, ¿comprende? Está sumida en algo así como un coma, del que estamos tratando que salga por medio de estímulos externos y por eso le necesitamos.
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