– Vamos, te haré un té.
Pero Julia no quería alejarse del anillo, que debía de estar en el baño de su suite. Así que debía pensar bien lo que decía para no alarmar lo más mínimo a Sasa.
– Óscar me enseñó la casa, que yo creía que era suya, y cuando llegamos a aquella habitación del fondo, pasé al cuarto de baño, un cuarto de baño precioso, y para lavarme las manos me quité el anillo que llevaba y lo olvidé junto al lavabo.
Sasa se pasó las manos por el pelo. Quería darse tiempo para pensar. Tenía los ojos azules y redondos, no bonitos, aunque de niña debió de ser bastante vistosa. Tal vez también ella quisiera quedarse con algo de Julia.
– ¿Cómo es ese anillo?
– Es de mi madre. Tiene un valor sentimental para mí. Es un citrino así de grande -hizo un círculo con los dedos- montado sobre oro amarillo. El engarce tiene forma de torres.
– ¿Y por qué no ha venido Óscar contigo?
– Está trabajando. Hoy el súper se pone hasta los topes, ni siquiera he podido hablar con él por teléfono. Además, ya no quiero volver a verle.
– ¿Y eso? -Sasa sabía que tenía que desconfiar de algo, pero no sabía de qué, así que Julia debía andarse con mucho cuidado.
– Me ha engañado y no quiero que alguien así esté cerca de mi hijo.
– ¿No os acostaríais en mi cama?
– No, no, nada de eso. Nos marchamos enseguida. Sólo me lavé las manos.
– No es verdad. Te duchaste. Hay pelos tuyos por todas partes -le dijo mirándole su cabellera rojiza en la que Julia era consciente de que se estaba estrellando el sol en ese momento.
Sasa era observadora y por experiencia sabía que detrás de una historia que se cuenta siempre hay otra que se calla.
– Le aseguro que no he estado en esa cama y que el anillo es mío. Usted tiene muchas cosas y yo sólo tengo el anillo.
Lamentablemente Sasa había dominado el primer impulso de devolvérselo y ahora iba ganando terreno sin parar.
– Tendré que hablar con Óscar. Puede que lo dejase aquí para que yo lo viera. Ya me ha vendido otras cosas. Comprende que es normal que piense que has podido inventarlo todo.
– Óscar pudo fijarse en el anillo en algún momento, pero no sabe que me lo dejé olvidado en la casa. Téngalo en cuenta cuando hable con él.
A pesar de que a sus pequeños ojos azules les costaba salir de la desconfianza, dudaron sobre el camino a seguir.
– Está bien. Espérame en el jardín.
Julia bajó despacio las escaleras de mármol blanco pasando la mano por la barandilla negra. Del techo enormemente alto caía una gran araña de cristal en que se reflejaba el verde de fuera. La vida de Sasa parecía hermosa. ¿Dónde estaría Alberto? Al perro se le pusieron las orejas tiesas cuando la vio de nuevo. Seguramente le olía el miedo. Julia ya no era consciente de este miedo porque se había acostumbrado a él, pero el perro se lo recordó. Era el miedo a no volver a recuperar el control de su vida nunca más. No pensaba provocar a Krus saliendo al jardín así que se sentó en el sofá bajo su vigilancia. Se oía el lejano sonido de la voz de Sasa. Desde luego Julia no pensaba regalarle el anillo luminoso. Del mismo modo que había recuperado el coche, recuperaría el anillo, lo que significaría que también recuperaría a Félix y a Tito. Se palpó las llaves en el bolsillo. Se preguntó si habría dejado bien cerradas las puertas del coche. Ahora ya sabía que podían quitarle lo poco que tenía. Sasa le hizo volver la cabeza.
– Bien, voy a darte el anillo. Óscar no ha resistido la prueba.
Julia no esperó a que ella bajara, subió los escalones de dos en dos igual que cuando era niña. De niña sentía la necesidad constante de correr y saltar y de subirse a lo alto y nunca se cansaba. Incluso dormida soñaba que corría. Tal vez sus reservas de energía se agotaron en aquella época temprana de su vida. Aunque Krus gruñó, ella siguió adelante. Llegó corriendo a la puerta de la suite.
Sasa había puesto una caja de plata repujada sobre la cama. Parecía un pequeño tesoro de esos que se encuentran en las cuevas y en el fondo del mar y de donde se desbordan perlas y brillantes al abrirlos.
– No hacía falta que subieras hasta aquí -dijo malhumorada, con toda la razón. Había sido una indiscreción subir tras ella, pero ahora mismo acababa de comprender por qué lo había hecho. Había subido porque de no hacerlo no habría visto lo que ahora tenía ante los ojos.
La diadema de la novia. Algunos decían que no existían las casualidades. Y entonces si esto no era casualidad, ¿qué era? La casualidad ya es un acontecimiento bastante extraño como para que encima exista algo aún más extraño como leyes incomprensibles que unan absolutamente todas las cosas.
Sasa le tendió el anillo. Julia se lo puso en el dedo corazón sin poder desviar la atención de la diadema. La reconocía, se adaptaba perfectamente a la plantilla que tenía en la mente. Y de haber estado colocada de forma diferente una sola pieza ya no hubiesen coincidido.
– Esa diadema…
– ¿Es bonita, verdad? -dijo Sasa cogiéndola y poniéndosela a sí misma en la cabeza-. ¿No ves? Esta es una de las cosas que me ha vendido Óscar.
– ¿Ah, sí? Vaya, pues es muy bonita.
– Tiene una historia curiosa. Primero nos la robaron unos días antes de la boda de Rosana y luego Óscar la recuperó por ahí, en uno de esos sitios en que se venden joyas robadas. Tuvimos que comprarla por mucho más de lo que valía, pero qué le íbamos a hacer, está en casa desde hace cinco generaciones. Por eso entiendo lo de tu anillo.
Julia pensó en su madre, en que se las había ingeniado para que el anillo apareciera en su dedo y la ayudase y en que las pruebas de amor de las madres por los hijos no tienen por qué parecer pruebas de amor, sino ser efectivas y ayudar.
– Estoy inquieta por mi hijo -dijo Julia saliendo de su ensimismamiento-. Necesitaría llamar por teléfono.
Sasa cerró la caja del tesoro y le señaló el que había en la mesilla.
Julia marcó. Ahora que tenía el anillo todo iría mejor. Daba la señal. El corazón, como siempre que intentaba hablar con Félix, se le salía del pecho, las manos le sudaban. A la sexta llamada, Sasa la miró con sus pequeños ojos azules, de pie, el cuerpo transparentándose contra la ventana, y Julia colgó. A pesar de que en ese instante Félix fuese a coger el teléfono, Julia se vio en la obligación de colgar.
– Gracias. He perdido el móvil.
– ¿Sabes una cosa? -dijo Sasa más animada-, quizás deberías compensarme por haberte creído y haberte devuelto el anillo.
Julia comenzó a salir de la habitación despacio, estaba harta de dificultades. Volvió la piedra del anillo hacia adentro y la apretó en el puño. Ayúdame, pidió internamente.
– No tengo dinero, lo siento. He sufrido una serie de contratiempos que me han dejado sin nada. Lo único que me queda es este anillo y el coche.
Sasa la seguía con andares majestuosos.
– Bueno, tal vez algún día puedas hacer algo por mí. Hay que hacer buenas obras para que luego te sean devueltas, ¿no crees?
Julia tenía muy claro que debía salir lo antes posible de allí sin contestar. Su próximo objetivo consistía en bañarse en la playa para eliminar cualquier resto de Marcus en su persona, aunque con el anillo en su poder el cuarto en la parte trasera de La Felicidad se iba alejando cada vez más en el universo. ¿Y después de la playa?, ¿cuál sería el siguiente paso?
Estaban al pie de la escalera. Sasa le señaló la puerta de la cocina que Julia había conocido en la penumbra de la noche. Ahora el sol entraba a raudales y al ser toda ella blanca parecía un fogonazo.
Salieron al patio. Había una mesa de hierro forjado herrumbrosa, unos cactus en macetas y banquetas apiladas. También había una higuera de tronco retorcido que ocupaba bastante sitio. Al ver que Julia miraba hacia allí, le dijo que debajo estaba enterrada la madre de Krus. Krus las contemplaba mientras hablaban.
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