Rafael Argullol - La razón del mal

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Premio Nadal 1993
Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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Presionó el brazo de Víctor con un gesto cordial y antes de reemprender la marcha añadió:

– De todos modos no me haga mucho caso. Ya soy demasiado viejo.

Tras dar la vuelta a la manzana retornaron al punto de partida. Los últimos metros los caminaron en silencio. Antes de despedirse el viejo le dijo:

– ¿Sabe que mi nieto me ha preguntado varias veces por usted? Por lo visto en el poco rato que estuvieron juntos se hicieron muy amigos.

– ¿Cómo está? -se interesó Víctor.

– Bien, muy bien. Es un buen muchacho aunque muy travieso. Sigue obstinado en meter las cucharas en las botellas. ¿Y sabe qué dice? Dice que usted le prometió enseñarle cómo hacerlo.

En el fondo azul de sus ojos había un destello malicioso. Sonrió. Luego se despidieron deseándose mutuamente prosperidad para el año que estaba a punto de iniciarse.

Víctor Ribera declinó finalmente la invitación de Jesús Samper. Éste le mostró su pesar, al igual que Salvador Blasi y Max Bertrán, que le telefonearon para animarle a asistir a la fiesta.

– Te echaremos a faltar. De todos modos si cambias de opinión ya sabes que mi casa es la tuya -le dijo solemnemente Samper.

Prefería cenar a solas con Ángela, y ella también lo prefería. Tenía sus motivos: debían celebrar que la restauración del cuadro de Orfeo había llegado a su fin. De hecho, Ángela la dio por definitivamente terminada el último día del año, cerrando así una labor que a ella la había absorbido casi por entero y en la que también Víctor se había inmiscuido con intensidad creciente. Orfeo asimismo había participado en un ciclo que ahora parecía concluir. Había entrado en sus vidas cuando las sombras empezaban a proyectarse sobre la ciudad y ahora su escenario estaba recompuesto como, según todas las voluntades, lo estaba también el de ésta. Víctor pensó que no era una simple coincidencia. Un hilo secreto ataba el destino de la ciudad a la incertidumbre de Orfeo: al fondo permanecía, amenazante, el infierno de la memoria guardando una verdad demasiado intolerable.

En el restaurante Ángela le habló, una vez más, de aquel lugar paradisíaco en el que los visitantes cedían a la tentación de quedarse definitivamente. Poseía nuevas informaciones que acrecentaban su fascinación. Para demostrarlo pidió una hoja de papel a un camarero y se puso a dibujar el mapa del país. En él apuntó los nombres de algunas poblaciones y, luego, de montañas y ríos. Víctor quedó sorprendido del conocimiento minucioso de que Ángela hacía gala.

– Creo que tú ya has estado -bromeó. -No, no he ido. Pero quiero ir. Quiero que vayamos.

– ¿Orfeo y Eurídice viajando al paraíso de los vivos?

– ¿Por qué no? -dijo Ángela, aceptando el reto.

– Imagínate que pasa como dices y una vez hemos ido a la tierra prometida no queremos volver…

– Es muy sencillo: no volvemos -concluyó Ángela.

Víctor sintió, como tantas veces, que la fuerza de Ángela residía en su capacidad de convicción. Le prometió que muy pronto harían el viaje y, al prometerlo, se dio cuenta de que él también deseaba realizarlo. Deseaba salir, alejarse de la escena en la que estaba atrapado desde hacía demasiado. Nada le impedía viajar, era libre de hacer el equipaje y partir el día que quisiera. Pensó en David cuando, en las aguas del puerto, le aconsejó que se fuera. Que Ángela y él se fueran de la ciudad apestada. Pero entonces un cerco invisible lo prohibía, el mismo cerco que se había ido estrechando alrededor de David hasta acabar por asfixiarlo.

Ahora decían que el cerco se había roto y que la ciudad estaba de nuevo abierta, dispuesta, como siempre lo había estado, a comunicarse con el resto del mundo. Las carreteras, los muelles, el aeropuerto se llenarían de individuos que saldrían para apoderarse de las geografías exteriores. De pronto le retornó una duda infantil y se vio montado en el compartimento de un tren, mirando fijamente a través de la ventanilla mientras pedazos de paisaje circulaban a gran velocidad ante él. Pedazos de mar, de bosques, de campos y, entre ellos, casas y hombres apareciendo y desapareciendo vertiginosamente. O quizá no eran los pedazos de paisaje los que circulaban sino que era él mismo, gracias a ir subido al tren, quien lo hacía. Eso era lo que le decían sus padres, lo que los adultos, burlándose, le aseguraban. Pero durante años él siempre creyó lo contrario.

Al sonar las campanadas de medianoche se originó un cierto revuelo en el restaurante. Hubo abrazos y cantos al tiempo que se levantaban las copas para brindar. Algunos comensales fueron de mesa en mesa saludando efusivamente a sus desconocidos compañeros de celebración. Ángela y Víctor se recordaron mutuamente la promesa del viaje mientras oían que otros, a su alrededor, se comunicaban otras promesas: el nuevo año irrumpía, generoso, como un mensajero cargado de buenas noticias. Nada se decía del año recién gastado, un cadáver ya descompuesto un segundo después de haber expirado. O, tal vez, el proceso de putrefacción se había iniciado mucho antes, al nacer bajo el signo del desastre. Nadie de los allí reunidos parecía dispuesto a dedicar un minuto de su nuevo año para aclarar una duda que, posiblemente, ni tan siquiera les afectaba.

Víctor miró a Ángela. Estaba seguro de que ella no había olvidado. Únicamente había preservado hasta el final su estrategia logrando, en cierto modo, mantenerse al margen. Había hecho bien o, más exactamente, a él le hacía bien al conservar esta actitud: lo alentaba a escapar del túnel oscuro en el que el observador, por persistir temerariamente en su misión, había terminado por caer. Instintivamente Víctor volvió a la imagen infantil del tren. Ahora era él el adulto pero la imagen se reproducía. Quizá nada en el exterior se había movido, y él, al igual que le sucedía cuando era niño, había confundido el movimiento del tren atribuyéndolo al paisaje. Quizá la ciudad había sido la misma de siempre y aquel año, ahora caído del calendario, había sido igual a los transcurridos anteriormente y a los que, en adelante, transcurrirían. De ser así únicamente él se había desplazado, pasando ciegamente de un estado a otro y otorgando al mundo exterior lo que sólo en su interior había en realidad sucedido.

A la salida del restaurante, Víctor se obstinó en ir al estudio de Ángela para celebrar, junto al cuadro el final del trabajo. Antes detuvo su coche en una tienda abierta para comprar una botella de champán. Se alegraba de haber renunciado a la fiesta de Samper y recordó en voz alta algunos de los episodios de la anterior Nochevieja. Ambos rieron, en particular comentando el baile colectivo con que concluyó, el cual, visto a la distancia de una año, aumentaba su dimensión grotesca. Las imágenes retornaban teñidas de colores brumosos y, con ellas, la serpiente humana compuesta por la mayoría de invitados, enroscándose caóticamente en aquella habitación repleta de espejos.

– No siento haberme perdido las nuevas sorpresas que Samper les habrá preparado- dijo Víctor.

– Yo tampoco -confirmó Ángela-. Pero hubo momentos divertidos.

– Aún estamos a tiempo de ir -le sugirió Víctor.

– Me parece mejor idea que continuemos por nuestra cuenta -zanjó Ángela, dándole un beso.

El cuadro de Orfeo resplandecía como si acabara de salir de las manos de su autor. A pesar de haberlo examinado tantas veces a Víctor le admiró más que nunca el sutil equilibrio conseguido por el pintor y, tal como le ocurrió el primer día, tuvo la impresión de que nada estaba decidido. Era imposible averiguar si Orfeo lograría rescatar a Eurídice. El pintor había dejado la resolución del dilema en manos de los espectadores. Pero él, como ya le sucedió entonces, no se atrevía a decidir. En ningún momento a lo largo de estos meses se había decidido y, sin embargo, siempre tuvo la intuición de que al final, sin saber en razón de qué, se le exigiría decidir.

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