Rafael Argullol - La razón del mal

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Premio Nadal 1993
Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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Tras la caída en desgracia sólo tuvo una fugaz aparición cuando le contrató el empresario de un cabaret del barrio portuario. A lo largo de una semana Rubén intentó recrear sus éxitos multitudinarios ante unos cuantos espectadores aburridos. Los asistentes, a la salida, comentaban que había perdido todas sus habilidades y los que, a la semana siguiente, quisieron corroborarlo se encontraron con que el cabaret había cambiado de cartel. Nada más se supo de él, y al diluirse en la misma oscuridad de la que había partido pronto se le consideró como una creación del sueño que nada tenía que ver con el recuperado mundo de la realidad.

La suposición de que la ciudad había vivido durante un año bajo los efectos de un monstruoso sueño se impuso de un modo tan inmediato, y tan generalizado, que los propios ciudadanos se comunicaban los síntomas de sopor que aún les embargaban. Sus reflejos eran lentos, sus mentes estaban entumecidas, fruto, según se apresuraban a asumir, del brusco retorno al estado de vigilia. Lo que, conseguido este retorno, quedaba atrás, no era negado de manera taxativa, como si jamás se hubiera dado, pero sí, en cambio, empezaba a imaginarse a la manera de un paisaje ficticio, de un espejismo al que se hubieran rendido y del que, al fin, se habían desembarazado. Entrevistas así las cosas se hizo arduo retener las vicisitudes vividas bajo la fijación del espejismo. Al igual que las formas de éste, todo lo que había ocurrido en su interior aparecía distorsionado con imágenes volubles y absurdas metamorfosis. El mundo de la realidad se vengaba de los mundos fantasmagóricos que le habían acechado relegándolos a ser sombras sin consistencia. El propio mal, la semilla que al germinar había puesto en marcha los mecanismos de la pesadilla, fue arrojado a las sombras exteriores y, con él, todos aquellos que fueron marcados por su estigma. Los exánimes, una vez desaparecidos de la realidad, desaparecieron de las conciencias e incluso el término que les designaba, pintoresco primero e infamante después, fue borrado del vocabulario. Nadie tuvo la tentación de contar las bajas que se habían producido en el censo de la ciudad.

A Víctor Ribera, observador minucioso de los hechos que parecían adjudicarse a un sueño, le costaba entender los efectos anestésicos que ahora se arrogaba la realidad. Contemplaba la caja repleta de rollos fotográficos sin revelar, capturas de un tiempo que quizá pronto se declararía inexistente, y él mismo, en ciertos instantes, estaba imbuido por la duda de que aquellos carretes no contuvieran sino instantáneas tomadas al vacío. Tal vez, habitante sin saberlo del espejismo, había disparado su cámara hacia innumerables simulacros, burlándose éstos de la credulidad de su ojo. A pesar de esto no se atrevió a encerrarse en el laboratorio para salir de dudas. Habían cambiado las razones para mantener esta actitud, sustituyendo la perplejidad a la repulsión: antes, a lo largo del último año, le repelía mostrar a la luz lo que consideraba obsceno mientras ahora temía que, simplemente, no hubiera nada que mostrar, fuera de sus propios fantasmas. Con el paso de las semanas se encontró con que también él, como los demás, se inclinaba a callar.

Arias le llamó una tarde desapacible de diciembre. Quería, dijo, que hablaran. Por un momento Víctor albergó la esperanza de que el perro callejero utilizara su crudeza proverbial para referirse al cambio de situación. Pero Arias ni siquiera lo mencionó. Desde el día anterior estaba jubilado y éste era su único tema de conversación. Le tendió a Víctor un sobre que contenía un diploma de la Asociación de Periodistas.

– Me lo dieron ayer en una pequeña ceremonia que hicimos en el salón de actos de la Asociación. Había otros veinte viejos como yo a los que también jubilaban.

Víctor pensaba que en cualquier instante Arias bromearía contra las injusticias de que era objeto. Sin embargo, para su sorpresa, el veterano periodista estaba bastante satisfecho y se extendió en detalles del acto, elogiando el clima de camaradería en el que se había desarrollado. Luego hurgó en el bolsillo de su americana hasta extraer un estuche granate en el que figuraba sobreimpreso el rótulo de El Progreso . También el adversario directo de Arias había perdido, repentinamente, su anterior belicosidad. Le enseñó con orgullo una medalla plateada en la que se reconocía que la suya había sido toda una vida al servicio de la información.

– Blasi me recibió en su despacho -subrayó Arias-. Estuvo muy amable y me dijo que no me preocupara. Que si me aburría se lo hiciera saber porque ya había previsto que en el futuro, si yo quería, podría hacer ciertos trabajos de colaboración. Después me dieron una comida de despedida. Éramos muchos, y esto me gustó. Blasi no pudo asistir pero se disculpó y envió un mensaje de adhesión.

Por primera vez Víctor veía a Arias notablemente contento. Además, tenía planes. Deseaba, ahora que tendría tiempo, hacer reformas en su casa que, según afirmó, estaba inhabitable. Compraría plantas y, en particular, más pájaros, pues el que tenía necesitaba compañía. Quizá compraría asimismo un perro, a ser posible un buen pastor alemán, aunque le hacía dudar el reducido tamaño de su piso. Lo que era seguro es que escribiría un libro. Ésta había sido una ilusión secreta que siempre había ido aplazando por demasiados compromisos o por simple pereza. El libro sería una crónica popular de la ciudad tal como era en la juventud de Arias. A pesar de que trataría de los más diversos aspectos ya había decidido dedicar un capítulo importante a los grandes combates de boxeo. El último de los planes del recién jubilado era también el más inesperado:

– Fíjate, he pensado en casarme otra vez. Es una idea que me ha entrado en la cabeza y no logro sacármela. ¿Te parece buena o mala?

– Buena -le contestó Víctor-. Pero ¿ya sabes con quién?

– No -dijo con cierta turbación Arias-. No lo sé. Ahora tendré mucho tiempo para averiguarlo.

Tener mucho tiempo: no sólo Arias, debido a la jubilación, sino, por lo que podía deducir Víctor, la mayoría de los moradores de aquella ciudad había llegado a la conclusión de que el año desvanecido debía redundar en una generosa ampliación del tiempo que estaba por venir. Todo ocurría como si se hubieran evaporado doce meses, pero al unísono, en inconfesable compensación, como si fuera obligado recuperarlos con creces mediante una actividad desaforada. Al igual que Arias, todo el mundo tenía abundantes planes, lo cual, sin embargo, más que considerarse una novedad, se observaba como una continuación lógica de lo que siempre había sido. Y así una de las condiciones imprescindibles de la vuelta a la normalidad era descubrir que, en última instancia, ésta nunca se había interrumpido.

Se reanudaron, por tanto, para Víctor Ribera las propuestas profesionales sin que en ningún caso, los que las hacían, aludieran al hecho de que se trataba, efectivamente, de una reanudación. Tal como era corriente antes, le pidieron reportajes fotográficos y en su contestador automático se grabaron las llamadas de revistas y periódicos que requerían sus servicios. También Salvador Blasi le dejó un largo mensaje grabado en el que con un tono desenfadado y cordial le sugería una serie de retratos de los cien principales personajes de la ciudad que tuvieran, según enfatizaba con cierta sorna, un fuerte relieve psicológico. El Progreso los publicaría diariamente durante un trimestre y luego, de acuerdo con lo que había pactado con Jesús Samper, podrían reunirse en una exposición patrocinada por el periódico que se celebraría en la galería de aquél. Samper, al día siguiente, le llamó para confirmarle el proyecto, insinuándole ya algunos de los nombres de la lista que el director de El Progreso y él habían confeccionado conjuntamente. Deseaba, en consonancia con su talante, que fuera una exposición de envergadura.

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