El pueblo ya estaba cerca y se veían las primeras casas, e hice el resto del camino con el corazón en la boca. Unos días después, pasé de nuevo cerca del picón y descubrí que el temible desconocido era un vulgar espantapájaros. Allí estaba, flotando sobre el maíz, con el sombrero, la ropa raída y los brazos abiertos. Al acercarme me dio pena, pero la verdad es que en ese tiempo me daba pena todo. Los niños que andaban por la calle medio desnudos, las viejecitas que iban renqueantes a misa, los rebaños de ovejas, siempre tan mansas y cabizbajas, hasta las farolas que los chicos rompían con sus tirachinas.
Esa noche aún temblaba como una hoja cuando llegué a casa. Tu padre no estaba y fui derecha a tu cuarto. Ya estabas dormido y me metí en la cama contigo. Desprendías el calor suave y benigno de esas piedras que han estado todo el día expuestas al sol. Y te estreché suavemente entre mis brazos. Soy yo, mamá, te dije muy bajito. Y te vi sonreír en sueños. Pero yo no podía dormirme, porque me acordaba de lo que me había contado Luisa. Me imaginaba al padre llevándose al niñito muerto, y luego allí en la oscuridad del monte, rezando y rezando, para que se despertara. Tratando de encontrar esas palabras capaces de obrar el milagro de devolverle la vida. ¿Existían palabras así? Puede que no, pero todos seguían buscándolas. En todos los pueblos del mundo, en todas las casas, en el momento de la muerte, siempre había alguien que se acercaba al difunto y, cerrando los ojos, le pedía en secreto que se despertara. Nunca sucedía pero, aun así, en el corazón de los hombres seguía existiendo el absurdo deseo de intentarlo una y otra vez.
Mi hermano murió a finales de septiembre. Acabábamos de volver del pueblo y yo había ido a comer con la tía Marta, lo que solía hacer cada sábado. Julia fue a buscarme, y cuando llegamos a casa no había nadie. Fuimos a la cocina y me dio la merienda. Estaba muy callada y se puso a planchar. De vez en cuando se volvía nerviosa para mirarme. Lo hacía como si no me reconociera, como si dudara de que el niño que estaba en la cocina fuera yo y no otro cualquiera, un niño de la calle que se hubiera colado en la cocina para comerse todas sus magdalenas. Luego llamaron a la puerta. Era Sara, la criada de la tía. Me extrañó volver a verla tan pronto, pues acababa de estar en su casa. Me dio un beso y me dijo que me fuera a mi cuarto a jugar. Estaba desplegando mis soldados en el suelo cuando oí sollozos. No parecían provenir de una mujer sino de un animal que hubiera caído en una trampa. Me asomé a la puerta de mi cuarto. Ya había oscurecido y al fondo se veía la cocina iluminada. Sentí miedo y rabia por que no estuviera mi madre. Sabía que me daba miedo la noche y me había prometido que siempre estaría a mi lado cuando oscureciera. Avancé por el pasillo. Los sollozos habían terminado pero ahora oía susurros en la cocina, las voces sofocadas de Julia y Sara hablando bajo para que nadie las oyera. Estaban abrazadas junto a la ventana.
– Oh, Dios mío, Dios mío -decía Sara.
Se volvieron hacia mí. Julia tenía el rostro enrojecido, hinchado, como si se le hubiera quemado, y Sara parecía una niña. Tendió los brazos para que fuera con ella.
– ¿Qué pasa? -acerté a decir. En ese instante pensé en mi madre, en que le había pasado algo, y les pregunté dónde estaba.
Sara me abrazó contra su pecho. Era muy baja y apenas me sacaba la cabeza.
– Calma, calma -me dijo-, tus padres vendrán enseguida.
A mi madre le gustaba decir lo que era suyo y lo que no lo era. Por ejemplo, en la casa sólo unas pocas cosas le pertenecían de verdad. El mantel de las florecitas rojas, la imagen de la Virgen de Fátima, su ropa, sus libros y algunos muebles: un sillón tapizado en rojo que había en el salón, y donde le gustaba sentarse a leer, una lámpara de cristal, el reloj de cuco… A veces jugábamos a adivinar lo que era suyo y lo que no. No sólo en casa, sino cuando íbamos por la calle. Por ejemplo, veía algo en un escaparate y exclamaba:
– Mirad, eso es mío.
O íbamos por el parque y nos decía lo mismo de un árbol, un pato o un rosal que acababa de florecer.
– Esas rosas son mías -decía con firmeza.
Decía que bastaba con elegir algo de verdad para que pasara a ser tuyo y nadie te lo pudiera quitar. Una de las cosas que le gustaban era una gallina de porcelana que había comprado en Portugal, durante el viaje de novios. Estaba en el aparador de la cocina y pedí a Sara que me la diera. Me quedé dormido con ella. La casa estaba llena de gente cuando me desperté. Me habían llevado al cuarto de estar. Vi a los tíos y a alguna de mis primas mayores. Dos de ellas estaban llorando. Entró mi padre y, al verme despierto, vino a mi encuentro. No lograba entender qué me decía. Apenas podía hablar y ni siquiera se atrevía a mirarme. Tenía en las manos un papel doblado que apretaba como si fuese un pez que intentara escurrírsele.
– Tu hermano, ha sido un accidente terrible.
Era de noche y se había puesto a llover en la calle. Oía los pequeños golpes de lluvia contra el cristal; había en cada gota una luz diminuta, perlada. Nada se ha borrado de aquella noche y podría describir minuciosamente cada uno de sus instantes.
– ¿Y mamá? -pregunté.
Tenía miedo de que me estuvieran engañando y que a quien le hubiera pasado algo fuera a ella.
– Está bien. Ahora necesita descansar.
Los tíos estaban a nuestro lado. Sus cuerpos parecían ocultar y guardar cosas, como cajas cerradas. Sara vino a buscarme y me tendió su pequeña mano.
– Anda, ven.
Había mucha gente en la casa y cuando pasábamos junto a ellos se ponían a cuchichear. Sentía vergüenza, como si hubiéramos hecho algo malo y todos estuvieran comentándolo.
Mi madre estaba en su cuarto, sentada en la cama, con la tía y con Julia y, al verme en la puerta, tendió sus brazos para que me acercara. Me preguntó si sabía lo que le había pasado a Antonio.
– Está en el hospital, pero ya no se puede hacer nada. -Y añadió-: No lo quieren traer a casa.
Estaba serena, pero su voz sonaba de una manera extraña, como si no supiera lo que decía. También a mí me trataba como si no me reconociera. Me incliné sobre su oído:
– Mamá -le dije-, soy yo, Daniel.
No había ternura en sus gestos, y se notaban sus huesos empujando la carne. Olía a algo raro, medicinal, y tras apartarse de mí se volvió hacia Julia y le preguntó:
– ¿Has puesto el mantel bordado?
No sabía lo que decía, se preocupaba de cosas absurdas. Si habían encendido la calefacción, si había café para los que iban llegando, si tenían algo de comer.
– Hay pastas en la despensa -decía.
Una de las primas se había sentado a su lado y le retenía las manos entre las suyas. Mi madre se inclinó sobre su hombro y, aunque yo estaba un poco apartado, la oí decir:
– Creo que me he hecho pis.
No parecía ella, sino alguien que tenían allí, en la cama, y con el que no sabían qué hacer. La prima habló con Julia, que se dirigió a la cama para ayudar a mi madre.
– Ande, señorita, levántese. Tenemos que cambiarla.
Tenía el camisón empapado, y sobre el colchón había una gran mancha de humedad. La prima se puso a ayudar a Julia. Tenía los ojos negros y redondos, brillantes, como el carbón mojado por la lluvia. Mientras cambiaban las sábanas, mi madre vino hasta mí y me abrazó.
– ¿Estás bien? -me preguntó.
Parecía ida, no sabía dónde estaba ni lo que había pasado. Seguía lloviendo y el agua golpeaba los cristales como si arrojaran contra ellos puñados de arena. Mi madre me abrazó más fuerte, tiritando como un pájaro en invierno. Estaba muy fría. Fuera, en la calle, debieron de moverse las ramas de algún árbol, porque la luz tembló en la habitación, extraña como un sueño en la oscuridad. Mi madre se puso a llorar de una forma suave y silenciosa.
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