Gustavo Garzo - La Carta Cerrada

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Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Los dos acabaron casándose y viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid que Daniel, el hijo menor de la pareja, recuerda ahora con nostalgia. Vuelven a su mente los instantes mágicos en compañía de la madre, su voz y sus pasos ligeros alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambia el día en que uno de los hijos muere. Desde entonces, una locura callada se infiltra en la mente de Ana. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, sigue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. Daniel, testigo atento de tanto dolor callado, crece hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde los sentimientos se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que Ana piensa aprovechar para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de Daniel como un símbolo del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede…El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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– Se acabó, se acabó todo -me dijo-. Ahora, ¿cómo voy a vivir?

Me acuerdo de todos los detalles de aquella noche pero no de lo que pasó en los días siguientes. No me acuerdo de haber visto a mi hermano muerto, no me acuerdo del funeral, ni de su ataúd, que era de color blanco porque mi hermano Antonio sólo tenía nueve años. Mi padre quiso llevarlo al pueblo. Su familia tenía un panteón, y lo enterraron en uno de los nichos, junto a los abuelos, bisabuelos y tíos.

– Todos son viejos -decía mi madre-; ahí no se puede quedar.

Y consiguió que mi padre comprara una tumba para él bajo unos cipreses muy esbeltos que había en el pasillo central. Era de mármol blanco, y mi madre mandó poner un ángel en la cabecera. Tenía las alas abiertas y una vestidura que le llegaba hasta los pies. Sus manos estaban sobre el pecho, en actitud de rezar.

Era una tumba muy bonita, que mi madre limpiaba siempre que la visitaba. Durante el verano, lo hacía casi todos los días. A veces la acompañaba yo. Mi madre llevaba flores, que ponía a los pies del ángel, y se quedaba un rato rezando. Siempre empezaba con aquella oración a la Virgen que tanto la gustaba: «Ave Regina Caelorum». Se la sabía en latín y me hacía arrodillarme a su lado y rezarla con las manos juntas. Hablaba de la Reina del Cielo, de la Señora de los Ángeles, y la llamaba Raíz, Puerta de la que había surgido la luz del mundo, para pedirle que implorara por todos nosotros. Mi madre pensaba que era a la Virgen a la que tenía que rezar, porque sólo ella podía entenderla. Hablaban de sus hijos, como hacen todas las madres cuando se encuentran. Luego me dejaba marchar y yo la esperaba fuera del cementerio.

Por delante pasaba el Camino Real, que discurría por campos sembrados de maíz y alfalfa. Las plantas del maíz se plantaban muy cerca unas de otras y cuando hacía un poco de viento, sus hojas chascaban con un ruido de chapas y espadas. Las mazorcas eran alargadas y gruesas como faroles, y de su extremo colgaban espesas cabelleras doradas. Podían alcanzar más de dos metros de altura y formaban selvas casi impenetrables, en las que nos gustaba entrar a jugar.

Cuando mi madre terminaba de rezar, me llamaba desde el camino. No le gustaba que bajara a la charca, una pequeña laguna junto al cementerio, porque decía que era un lugar insano y algún insecto podía picarme. Además, el limo estaba lleno de sanguijuelas, un animal que le repugnaba. Las sanguijuelas se adherían a la piel para chuparte la sangre y había que quemarlas con un cigarrillo para evitar que su cabeza se quedara dentro, provocando dolorosas infecciones.

Al cementerio raras veces iban los hombres, pues cuidar de los muertos era una tarea de las mujeres. Ellas se ocupaban de los recién nacidos, de vestir y educar a los niños, de limpiar las casas y dar de comer a los suyos, pero no descuidaban a sus familiares ausentes. Se ocupaban de los vivos y guardaban la memoria de los muertos, como si entre ambas cosas hubiera una absoluta continuidad. Luisa y Carmina iban con mi madre al cementerio y limpiaban y ponían flores en las tumbas de sus seres queridos. Las arreglaban como si fueran pequeñas casas, convencidas de que los muertos seguían añorando las costumbres de la vida. A veces, hablaban con ellos. Se sentaban en sus tumbas y les ponían al tanto de lo que había pasado en el pueblo desde que ellos no estaban. Que si una vecina había tenido mellizos, que si otra se había casado con un forastero, o que si una vaca brava se había escapado de la dehesa para refugiarse en el monte. Hablaban de las bodas, de los niños que nacían y de la gente que acababa de morir. Y apenas podían contener su tristeza. Especialmente cuando, terminados sus rezos y confidencias, se tenían que ir. Les daba pena dejarlos en aquel sitio donde no había abrigo, ni un pedazo de pan o un tomate, ni siquiera agua para beber. Allí, metidos en sus tumbas, se pasaban el tiempo sin hacer ni esperar nada, hasta que sus familiares dejaban un buen día de visitarlos y nadie volvía a acordarse de ellos.

Luisa, Carmina y mi madre salían atribuladas, con los ojos aún húmedos por las lágrimas, pero cualquier cosa tenía el poder de devolverlas a la vida. Alguien que pasaba en bicicleta, un perro que se ponía a seguirlas, un escaramujo cuyos frutos pomosos y rojos se detenían a coger para hacerse collares, como cuando eran niñas. En el pueblo estaba mal visto que una mujer fumara y ellas lo hacían a escondidas. Era Luisa quien les había metido en el vicio. Ella fumaba desde que era joven y había andado de un lado para otro de actriz. Buscaban un lugar apartado y encendían sus pitillos entre risas, con la sensación de estar haciendo algo prohibido, como tres muchachitas que burlaran la vigilancia de sus madres. Si yo andaba cerca, mi madre me decía que me fuera a jugar. Entonces iba a la charca y me quedaba escuchando el zumbido de los insectos o el arrullo monótono de las palomas. En las horas de sol, el agua brillaba con un verde de fuegos fatuos entre los juncos y las cañas. A veces veía al pájaro caballo. Volaba hasta un pino, y yo percibía el sonido de su pico perforando la madera, sus golpes secos, continuados, incansables, como un obrero loco. O, tumbado en el suelo, junto al agua, contemplaba a los renacuajos. Cuando sus patas empezaban a despuntar, parecían pequeños hombrecillos con escafandras.

Algunas tardes veía a don Bernardo. Salía de casa para dar largos paseos e iba tan abstraído que no solía reparar en nadie. Sólo algunas veces te veía de lejos y se acercaba con pasos decididos. No decía nada. Se quedaba mirándote con una expresión interrogativa y enseguida reemprendía aturdido su camino, como si no supiera qué hacía allí ni qué lugar era aquél. El padre Bernardo vivía en una completa soledad, apenas rota por esas salidas cada vez más espaciadas. Paseaba por la orilla del canal o se acercaba a la iglesia de San Ginés, lo que suponía atravesar el pueblo. Al pasar por las calles, miraba fijamente a los niños, a las mujeres, a los pájaros, con sus pupilas brillantes y negras. Nadie podía entrar en su cuarto, salvo los niños que hacían de monaguillos, pues llegó a tener una dispensa especial que le permitía decir allí la misa. Uno de ellos era Poldo, mi amigo del pueblo, y yo iba a menudo con él. Al padre Bernardo le gustaba que fuera a ayudarle porque Poldo sabía contestarle en latín.

Con frecuencia en la habitación había un hedor insoportable pues el padre hacía sus necesidades en un orinal, que muchas veces se olvidaba de sacar a las escaleras para que Teófila lo limpiara. Las ratas se paseaban por encima de la cama, y entre las vigas podridas anidaban colonias de arañas. El padre Bernardo era un hombre solitario, taciturno, de pocos amigos. Sentía un profundo respeto por todos los seres vivos y no mataba ningún animal. Incluso a menudo hablaba con ellos, como había hecho san Francisco, y no era infrecuente verle en las eras rodeado de tordos, o hablando con las ovejas como si le pudieran entender. Mi tía Gregoria le había dejado una pequeña pensión mensual de la que vivía.

Un día me quedé a solas con él. Poldo tuvo que salir a dar un recado y me senté junto a la ventana a esperarle. El padre Bernardo estaba sentado a la mesa leyendo uno de sus libros. Todos ellos hablaban del próximo fin del mundo y de las terribles desgracias que tendrían que soportar los hombres a causa de sus pecados. De repente, levantó los ojos de las páginas y me miró con sorpresa, como si se hubiera olvidado de que estaba allí. A su espalda, el ventanuco fue tomando un tinte luminoso y rosado, pues el sol se estaba poniendo. El padre Bernardo se levantó. Guardaba su ropa en un baúl negro y anduvo revolviendo en su interior hasta dar con una pequeña bolsa. Estaba llena de monedas de oro.

– Son de doña Gregoria -me dijo-. Cometió un pecado muy grande y quería que hicieran con el oro un cáliz para consagrar.

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