– Para impedir que lo matara Vera. No podía consentir que cargara con un muerto a la espalda -calla un instante, y luego, tal vez para asegurarse de que su última frase es cierta, la repite en tono casi inaudible-. No, no podía consentir que matara a un hombre. Preferí cargar yo con ello.
Julián es de pronto un viejo desvalido, y parece consternado como un apacible amnésico que al recuperar de pronto la memoria se enfrenta al recuerdo de las inimaginables atrocidades que cometió. El ex policía suspira largamente. Parece haber concluido la liberación de secretos, pero a medio camino carraspea como si se atragantase o le hubiera sido arrebatado el aliento. Se ahoga por causa de los restos de verdad desnuda que todavía le quedan dentro, enganchados a las vísceras. Es su verdad, lanzándole un ultimátum: o me dejas libre en este instante o te reviento las tripas. Muy cerca, frente a él, Bastian intuye que Julián se dispone a contar algo importante, a juzgar por el temblor que de pronto le agita las flácidas mejillas, y se apoya sobre el respaldo del sofá para escuchar con toda atención. Sabe que, entreverada en el discurso de Julián, ha de hallarse necesariamente parte de su propia verdad desnuda, que acaso es sólo una gran mentira, y siente que Vera, la Vera espectral tantas veces convocada por su obsesión, comparece también para escuchar la confesión inminente, descendiendo etéreamente desde la nada para posarse sobre los cojines del sofá donde las tardes de verano gustaba de desperezarse antes de abordar, de nuevo febril, los planes de felicidad que muy pronto surgirían del dinero robado a Humberto. Dos días estuve en este mismo sofá esperándote. Ahora me apoyo en él para oír por qué no viniste.
– Vera estaba dispuesta a cualquier cosa por ese dinero -empieza Julián-. Matar a quien hiciera falta. Me lo dijo ella misma cuando apareció en Padrós. Vino a pedirme que la ayudara. Sí, no me mires así. A mí también me lo pidió. Sólo que a cambio no follaba conmigo, en eso tuviste tú más suerte. Pero si te sedujo fue sólo porque yo me negué a ayudarla, más vale que lo sepas. Por eso y también porque necesitaba esta casa para sus planes de venganza contra Humberto -concluye misteriosamente.
– Desde el jardín, sobre el borde del acantilado, se ven las torres de apartamentos donde estaban Humberto y el dinero. Por eso necesitaba la casa -explica Bastian con aire profesional. Exhibe datos que Julián ignora porque siente que se coloca a su nivel y recupera un poco de la dignidad que el ex policía continuamente vapulea con su versión de los hechos.
– Me asombras, chico. ¿De verdad has creído todo este tiempo que Vera montó la que montó, te lío y te enamoró como a un burro en celo sólo para mirar el paisaje con prismáticos? -Julián calla, observando con curiosidad y casi con cariño el expresivo silencio boquiabierto de Bastian-. Vaya, vaya, ya veo que sí… Eso es lo que has creído estos cuatro años… Pues muy mal. La verdadera razón era otra, y de ella no has tenido nunca, ni tienes ahora, la más remota idea. Ahora lo entenderás. En la bodega. Si no me equivoco, ahí está la razón de por qué te folló tanto y tan bien. Te estaba diciendo que me pidió ayuda para el robo, y me negué a ayudarla. Me jodió mucho que después de tantos años de ausencia apareciera con una propuesta…
– ¿Tantos años de ausencia? ¿Es que estuvo aquí antes? -interrumpe Bastian, repentinamente aturdido. Vera siempre mantuvo que estaba en Padrós por primera vez. Otra falsedad, otra cuchillada de dolor.
– Pero, chico… Si Vera nació aquí.
Las uñas de Bastian buscan clavarse en el respaldo, y un sentimiento de pudor tan hondo como incongruente y ridículo le impide girar la vista hacia el sofá, como si efectivamente Vera estuviera ahí y no quisiera él ver su expresión tras haber sido pillada en la explícita mentira.
– Y aquí vivió hasta el día que se largó. Estuvo por ahí casi una década. Algo más de nueve años fuera de casa.
– Nueve años… nueve años… -recita Bastian, incrédulo. Cualquier dato temporal sobre Vera le fascina, porque nunca llegó a saber su edad. Le calculó treinta, o treinta y dos, pero ella no lo precisó ni él se lo preguntó, tampoco vio su carné u otro documento-. ¿Cuántos años tenía cuando el atraco?
– Treinta y tres.
– Treinta y tres años… Treinta y tres… -sigue repitiendo Bastian. El fantasma que ha regido su vida tiene de pronto edad concreta, lo que de alguna manera lo desconfigura en su recuerdo, lo descabalga del mito, lo hace real y puede que vulgar-. Entonces ahora tendría…
– Treinta y siete para cumplir treinta y ocho en noviembre. El 6 de noviembre. Pasado mañana.
– Sí, el 6 -Bastian siente ahora un alivio casi eufórico. Una vez que bromearon sobre sus respectivos signos del zodiaco, Vera dijo que nació ese día, el 6 de noviembre. Eso, al menos, es un punto a su favor en el marcador de su verdad-. Pasado mañana…
– Así que no sabías que había nacido aquí -aventura, socarrón, Julián-. Pues sí, ya ves. Ella también jugó de niña en esa plaza, como tú y los otros chavales. Quién te lo iba a decir, ¿eh? Cuando tú disparabas de broma entre los coches aparcados, a ella la paseaban en el cochecito de bebé. A lo mejor lo usaste alguna vez para parapetarte detrás, mientras apuntabas la metralleta.
– Su padre era aparejador, ¿no? -interrumpe Bastian, impaciente. Una mitad de su cerebro pide calma para escuchar todo cuanto el ex policía tenga que decir; la otra mitad trata desesperadamente de hallar pruebas de que Vera no le mintió.
– ¿Aparejador? -la sorpresa de Julián parece auténtica, y surge matizada por cierta irritación.
– Me dijo que era aparejador, que trabajaba para Humberto, que por su padre conoció ella a Humberto.
– Qué hija de puta… Aparejador… ¿Eso te dijo? ¿Aparejador?
– Sí, un hombre muy serio, muy trabajador. También poco brillante, esa sensación me quedó. Murió hace años, eso me dijo.
– Pedazo de cabrona… -la sonrisa más generosa que han dado los labios de Julián asoma ahora, pero es una risa nerviosa, colérica, de dignidad herida que no encuentra otra forma de manifestarse.
– ¿Por qué se fue de Padrós? -pregunta cautelosamente Bastian, atemorizado ante los trallazos que en la esquina más inesperada puedan descargar contra él las mentiras agazapadas.
– Quería conocer mundo, llegar lejos en todos los aspectos. La amamantaron con ambición en vez de con leche. Se fue por eso y también para escapar de mí.
Hace Julián una pausa. Es el punto crucial de su confesión, puede que de su vida. Y, sin embargo, a pesar de las ramificaciones trágicas que poco a poco se van perfilando, surgen en la mirada del ex policía brillos de energía que se concentran en las pupilas y parecen bullir. Es ahora cuando me va a decir que fuisteis amantes, ¿no, Vera? Bastian siente que es patética la pugna en la que está enredado: dos hombres maltrechos por el fracaso, exhibiendo sus logros en la posesión extinta mucho tiempo atrás de una mujer que casi con seguridad está muerta.
– Hubo un tiempo -dice muy despacio Julián- en que fui el padre de Vera. Supongo que por mucho que me joda lo sigo siendo.
Julián parece de pronto muy cansado, como si los recuerdos hubieran tomado al asalto, rebasándolas, las defensas de su frialdad, dejándole a la intemperie y sin energía. Busca dónde sentarse, y el asiento que elige lo define: una austera silla de madera recia y seca, sin cojines para recostarse, en la que se planta con la espalda muy derecha y ambas manos sobre la empuñadura del bastón asentado entre los pies, como un rey asmático camino del destierro.
– ¿Su padre? ¿Tú?
Bastian también se sienta ahora en el sofá, fulminado por las palabras del ex policía. Son extrañas las fuerzas que se debaten en él: por una parte, la desoladora ristra de mentiras de Vera, unas explícitas y otras por omisión. ¿Hasta dónde habrán llegado las segundas? Pero por la otra, y frente al triste panorama, una certeza electrificada de excitación: hasta el momento nada demuestra que fuera falso el amor que Vera aseguraba sentir por él.
Читать дальше