La mera evocación de aquellas horas felices, entrelazados los cuerpos en la caliente noche parada bajo las estrellas, ha suavizado sin que pueda evitarlo la tensión en su rostro, incluso dibujado lo que podría parecer una remota sonrisa. Así lo interpreta Julián, que para no ceder la superioridad conquistada a lo largo del rato que llevan juntos transforma su burda actitud airada en la arrogancia cínica que tan bien le ha funcionado hasta ahora. Suelta una malévola risita que, a ciegas, pretende ensuciar los recuerdos de Bastian, sean cuales sean, y echa a andar otra vez hacia la casa. Pero los celos le han delatado. Su aparente seguridad es el escudo tras el que se oculta. ¿De qué? ¿También es víctima de tu fantasma?
– ¿Y Humberto? -contraataca de repente Bastian. También el hombre del alfiler estuvo íntimamente unido a Vera. El hecho de que cuatro años atrás la torturara y la asesinara luego, como parece más que posible, no significa que hubiera estado a salvo de desearla, de amarla.
– ¿Qué pasa con Humberto? -Julián, enfadado o repentinamente impaciente, acelera el ritmo de sus pasos sin esperar respuesta. En la parsimonia de movimientos el ex policía mantiene la dignidad e infunde respeto, hasta da miedo; pero cuando se mueve aprisa parece un insecto humano, bamboleándose lastimosamente sobre patas quebradas-. ¿También te contó mentiras sobre él? Qué te contó, dime. ¿Que lo odiaba y quería vengarse? ¿O que seguía con él aunque el muy cabrón llevara un año en silla de ruedas?
Bastian frena en seco. ¿Silla de ruedas? El ex policía, tan experimentado en estos menesteres, ha cometido un desliz crucial, igual que cuando años atrás él, sin darse cuenta, picó el anzuelo y le dijo que estaba en Madrid. Un año en silla de ruedas. ¿Enfermedad, accidente? Así que Humberto, el hombre tan temido, era un inválido… ¿Cuántas cosas cambian ante este inesperado dato? ¿Tal vez por eso parecía tan fácil robarle? Pero no, debería ser justo al revés: lo lógico es que un inválido que transporte dinero lleve refuerzos, hombres armados, tal vez alguien más que Amir o Amin. Cada mentira de Vera provoca en Bastian dolor físico y ansiedad por saber más. Su enfermedad sólo tiene una cura: la verdad desnuda.
– Venga, vamos a entrar -reclama Julián, parado por fin ante la puerta principal de la casa-. Este frío me está poniendo malo.
Bastian introduce la llave en la cerradura y abre. Acceden al silencio interior. Contagiados de él, callan respetuosos con la densa atmósfera de soledad vieja y quieta que parece vibrar en el aire. Palpitan y se revuelven nerviosos los viejos espectros, desacostumbrados a la visita de seres vivos. El ex policía no tendría que estar aquí, se recrimina Bastian. Haberlo traído es violar el espacio que era tuyo y mío. Cerrarlo para siempre. Volverlo pasado.
– ¿Dónde follabais? -repite Julián. Pero ahora no es el hombre celoso quien habla, sino el investigador experimentado que sabe bien lo que pregunta y por qué. Bastian lo capta y, en vez de irritarse, se limita a contestar con frialdad, como si le hubieran requerido una estadística, aunque no pueda imaginar qué relación puede haber entre el disparo que cambió su vida y los lugares del pasado perdido donde follaban Vera y Sebastián.
– Por todas partes -responde serio, aunque también con cierto regodeo orgulloso por esta significativa victoria, la única hasta ahora sobre el ex policía-. En los dormitorios. En todos. En los que estaban abiertos y en los clausurados. En la cocina, en el baño, en la bodega de piedra… Vera insistía. Quería follar conmigo en cada rincón de la casa.
– ¿Como si buscara algo, eh? -replica Julián con bien medida indiferencia.
Bastian se encoge de hombros. ¿Buscar algo? ¿Quién sabe? A él, ese afán de ir probando la casa entera como escenario de encuentros sexuales que Vera, como una maga dedicada a reinventar el sexo, siempre se apañaba para volver imaginativos y gratificantes, le excitó lo suficiente para bastarle en sí mismo, sin necesidad de ensuciarlo con sospechas o elucubraciones. Incluso una de esas ocasiones adquirió trascendencia en su vida posterior, el día que hallaron el cofre con la máxima sobre el tiempo en su interior que Vera copió en el papelito que luego le dejaría junto al dinero. Medita sobre si debe contarle este detalle al policía, y cuando decide no hacerlo se catapulta de pronto hacia la luz una idea que debía de llevar cuatro años agazapada en su cerebro. ¡ Pusiste el papelito en la bolsa para que yo supiera que seguías viva! Ésa era, resuelve de pronto, la principal razón de dejarlo entre el dinero, un mensaje lanzado por Vera al mar incierto del futuro. Un mensaje que sólo él podía entender: «Sigo viva». El dinero, aun cuando se tratara efectivamente de un pago por servicios, como Julián insiste en repetir, era en realidad y era sobre todo el envoltorio con que Vera ocultó a las miradas ajenas las palabras secretas de amor encriptadas para él. Bastian inspira con fuerza nueva, eufórico por el súbito hallazgo. ¡Por eso nunca pude deshacerme de él! ¡Mi corazón lo sabía!
– ¿Dónde está esa bodega de piedra que dices? -Julián parece muy interesado en la gran chimenea del salón, que examina agachado hasta donde le permite la rodilla, torciendo el cuello para mirar por el hueco.
– En el sótano, al otro lado de la casa.
– ¿Hay otras chimeneas en el edificio?
– Una en cada dormitorio principal, arriba. Y una más pequeña en la bodega. Mis padres la construyeron con idea de hacer un pequeño comedor, pero no llegó a terminarse.
– Bien. El cadáver está ahí, en la bodega -resuelve Julián con seguridad desconcertante. Bastian, incapaz de oponer argumentos a su dictamen de experto, sólo sabe escalofriarse ante la perspectiva de encontrar un cuerpo muerto y descompuesto que podría ser el de Vera.
– Se me ocurre -improvisa para retrasar la macabra perspectiva a la que, por otro lado, ansia enfrentarse- que podría ser el cadáver de Amir o Amin, ¿no crees? Pudo escapar de la plaza aunque estuviera herido, ¿no? Y vino a refugiarse en mi casa. No sé por qué ni cómo, digo que podría haberlo hecho.
El disparo lo hizo él, tal vez se suicidó -teoriza con lógica ilógica-. Ése fue el disparo que oí, ¿crees que puede ser?
– Amir, o Amin, o como coño se llamara, murió en la plaza, no te quepa duda. Con tres tiros en el pecho. Lo sé muy bien porque se los disparé yo, uno detrás de otro -suelta Julián con inesperada naturalidad, sin volver siquiera la cara hacia Bastian.
– ¿Tú? -se asombra Bastian por la repentina confesión-. ¿Y por qué ibas a hacer eso?
Julián se planta ante él y lo mira en silencio, alargando la pausa. De repente, su expresión resulta grave pero sobre todo entristecida, como si sus pensamientos le resultaran físicamente dolorosos o estuviera sopesando si merece la pena confesar la verdad ante el hombre que tiene enfrente, un perfecto desconocido al que además desprecia. Su verdad hiere y quema, se le ve en los ojos. Nunca la ha contado antes y necesita hacerlo. Los secretos retenidos a la fuerza pueden rebelarse, crecer dentro de quien se empeña en ocultarlos, oprimir los pulmones y reventar el corazón. Llega un momento en que es imposible contenerlos. Explotan desde dentro, como un vómito o un estornudo, como una eyaculación. Antes o después, la verdad encadenada sólo deja dos opciones: o se expulsa o mata a quien la custodia. La mirada del ex policía busca el suelo como si quisiera hundirse en él, desaparecer y fugarse bajo tierra, no tener enfrente a ser vivo alguno cuando se decida a hablar. Por fin lo hace, pronunciando muy despacio las sílabas, y Bastian intuye que el hondo desgarro que se percibe tras su respiración trabajosa es auténtico.
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