Él sonríe a medias, y ella, para animarlo, repite su gracia mientras le aprieta la mano.
– Que llevo treinta años aguantándola. Aquí la única que llora soy yo. Venga, vámonos, que esos dos de ahí nos miran con muy mala cara.
Bastian alza la vista, con las lágrimas paralizadas repentinamente por el retorno del miedo. Al fondo de la sala hay dos figuras quietas, estáticas, mudas: los acomodadores, que esperan impacientes a que ellos, los últimos espectadores, abandonen la sala.
Es en la calle donde, caminando juntos sin rumbo, surgen de forma espontánea las presentaciones.
– Me llamo Juan. Juan Bastian.
– Yo Pepa.
– ¡Qué nombre tan bonito! Tiene algo especial, único -exclama él, incapaz de controlar su alegría.
– ¿Estás de broma? A mí me gusta, claro, pero hay miles de Pepas.
Pero Bastian habla muy en serio. Pepa es el nombre de la primera persona en los últimos dos años que le ha permitido sentir que no está muerto, o que no lo está del todo. Por eso se atreve a decirle:
– ¿Te apetece tomar un café?
– ¡Eh, tú, hijoputa! ¡Héroe cabrón…! -Las palabras resuenan con claridad, nítidas sobre el rumor del mar apaciguado, que presagiaba una jornada tranquila.
– ¿Dónde vas, hijo de puta? -Los insultos rebotan contra las formaciones rocosas del acantilado y, al retornar confundidos entre sí, parecen uno solo, más soez y agresivo.
Gabriel está acostumbrado a ser el blanco de maridos celosos a los que no explica, para qué si no le creerían, que desde su regreso de Cuba le atemorizan los lances amorosos en alcobas y cobertizos, y los rehúye en vez de buscarlos. Pero esta vez las voces son varias, aguardentosas y obscenas, las de un grupo tan seguro de su propia impunidad que se permite asaltarlo a plena luz del día.
Van a matarme.
Si esta amenaza se hubiese producido sólo una semana antes lo habría agradecido… La muerte, ¿por qué no? Pero ahora necesita a Leonor, y quiere luchar con uñas y dientes por estar junto a ella.
Inspira, se vuelve. Lo que haya de venir, mejor enfrentarlo cara a cara. Los atacantes son tres, todavía distantes unas decenas de metros. Y en uno de ellos reconoce, vestido ahora de paisano, al guardia civil que no hace mucho les avisó a Rufino Matamoros y a él de que los indeseables no son bienvenidos en Padrós.
– Eres un hijo de la gran puta, poeta, ¿lo sabías? -dice el guardia disfrazado de civil. Es el que lleva la voz cantante. Hace un gesto de cabeza hacia los otros dos, que se despliegan y forman alrededor de Gabriel un arco que no llega a rodearlo por completo, pero lo encajona en un área limitada cuya única salida es el acantilado. Calculando sus posibilidades, vislumbra por encima del hombro la serena estampa de la bahía de Padrós, la playa desierta y el mar sin nubes de un día de verano tan malo como cualquier otro para irse de la vida, precisamente ahora que tiene una razón para no hacerlo. ¿Qué pensará Leonor cuando vea que no acude a su cita? Creerá que le mentí… Y Gabriel decide no consentirlo. Saldrá de ésta y volverá a reunirse con Leonor. Verás que no miento. Verás que te dije la verdad.
– Mira lo que tengo aquí, poeta -anuncia el guardia, socarrón desde su posición central en el arco; y echa mano a su espalda, a la altura del cinturón. ¿Va a sacar un arma? Una navaja, una fusta, una pistola…, cualquiera de esas opciones habría alarmado más al poeta, acostumbrado a enfrentarse con la palabra a los maridos injustificadamente iracundos, o a lo sumo, alguna vez, con las manos desnudas. Pero lo que aparece en la recia mano velluda es un libro, un ejemplar de Todo el amor y toda la muerte, uno de esos que él mismo reimprime a medida que las mujeres lo van adquiriendo. Lleva seis o siete más como ese en el zurrón. El guardia lo eleva en el aire como un sacerdote a punto de citar a cualquier apóstol-. ¿Te suena, mariconazo? ¿Lo reconoces, verdad?
Gabriel rota discretamente la cabeza para no perder de vista los movimientos de ninguno de los tres hombres y lanza miradas al suelo en busca de algún arma. Ya vivió una situación mucho peor en Cuba, también encajonado contra el mar, como si los acantilados estuviesen obcecados en su perdición, y el paralelismo temporal y espacial, lejos de aumentar su angustia, le templa los nervios como si aquella celada que derivó en la tragedia que sigue viva hoy adquiriese de repente su condición de ensayo general de este momento. Gabriel fue soldado, luchó y mató, y los tres hombres parecen ignorarlo, como demuestra el hecho de que se hayan mofado de su condición de héroe. Probablemente piensan que es un poeta afeminado, incapaz de defenderse, y ello constituye una ventaja, la única junto a la evidencia de que el hombre de la derecha del guardia civil, un gañán de unos treinta años, muy corpulento pero fondón, torpe, parece bebido, y de hecho agarra por el cuello una botella de vino abierta mientras mira fijamente a su presa, hipando de tanto en tanto. Si está borracho de verdad, se dice Gabriel, él es el punto débil. Por la zona que cubre el gañán se toma la carretera del pueblo. Si soy rápido… Podría también pedir ayuda a la muchacha transparente, que al contrario de lo que hace ante sus amores, sí podría estar dispuesta a prestarle ayuda para preservar esa vida que considera de su propiedad. Pero Gabriel se ha jurado por Leonor que intentará apartarse de la muchacha transparente o sucumbirá en el intento. Esta pelea la hará solo. El tercer hombre, el de la izquierda del guardia, resulta una incógnita. Es pequeño y enclenque, de rostro moreno, muy mal encarado, debe de tener cincuenta años, puede que cincuenta y cinco, y lleva las manos extrañamente unidas delante del cuerpo, como un párroco que reprende a un feligrés. Algo parecido a una gruesa cadena brilla alrededor de sus muñecas. En sus manos, en las de cualquiera, esa cadena puede ser un alma mortal. Y sin embargo resulta el menos peligroso de los tres, incluso parece tener más miedo que el propio Gabriel. Tal vez quien sea que esté detrás de esta celada ha encargado al guardia que contrate a dos rufianes para atacarle, y el otro no encontró nada mejor por las tabernas de Padrós. Porque tiene que haber alguien detrás de todo esto, no van a atacarle estos tres palurdos porque sí. El marido de Leonor. Él será, él es mi asesino.
– Poeta… -retoma el hilo el guardia, ya mucho más cerca-. ¿Sabes a qué hemos venido, por qué llevamos toda la puta mañana esperándote? Alguien muy importante nos ha encargado que te llevemos hasta él. Quiere que le recites tu poesía de mierda, cabrón, a ver si con él tienes cojones. ¿Qué te parece? A solas tú y él. Bueno, nosotros estaremos cerca… No vaya a ser que te quieras escapar, ¿eh, maricón?
El borracho, al reír absurdamente el exabrupto último del guardia, confirma su embriaguez. Por ahí, echar a correr por ahí cuando menos lo esperen… Gabriel tensa los músculos de las piernas y asienta los pies en el suelo. Lo separan ocho o diez metros del borracho y, tras sortearlo, si lo logra, hay treinta más hasta el camino del pueblo. Todo dependerá luego de su resistencia y de la de los otros. Dos de ellos son más viejos que él, y el borracho, corriendo, no cuenta.
– Así que venga, vente para la playa. Y sin darnos sustos -termina el guardia, y Gabriel lo ve inspirar y erguirse, tal vez tensar como él los músculos al intuir que la presa puede intentar la fuga.
Gabriel flexiona las piernas, agachándose hasta recoger con la diestra un pedrusco al que ha echado el ojo. Es un gesto premeditadamente ostentoso, para que no quede duda a los otros de que está dispuesto a presentar batalla. El guardia y el malencarado de la cadena mueven sus pies sobre la tierra, inquietos. Al borracho ya ni siquiera le dedica otra mirada. Ha llegado el momento. Gabriel echa el brazo hacia atrás para tomar impulso. Lo hace muy despacio, para que los demás crean que le dominan los nervios, a la vista del amago absurdo de lanzar un pedrusco que se podrá esquivar con facilidad. No imaginan que su plan es correr hacia el borracho apenas lance la piedra.
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