Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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¿Qué puedo añadir sin acrecentar en vuestras mentes la idea de que escucháis a un pobre loco? Aquí me tenéis, juzgad a esta pobre alma derrotada por el amor, compadecedme pues así vivo, cerca todavía de la costa que me concede la limosna del aire, sin atreverme a huir, sin osar amar a una mujer de carne y hueso, pues la podría matar y quién sabe si morir yo.

Y sin embargo, aún me queda esa esperanza… Una mujer de carne y hueso que aparezca un día para romper con su sola presencia, con su amor sin límites, el terrible hechizo que me arrasa. Una mujer real que sea capaz de burlar a la muchacha transparente y sepa vencerla. Una mujer de generosidad humilde y verdadera que pueda, mediante sus besos hondos y sus palabras ciertas, insuflarme el aire que hoy me arrebata el mal del mar que vive, maldito, en este acantilado vuestro.

24

Ahí acaba el libro de Gabriel, que es también el libro de Eloy.

Clara, al terminar la lectura, lo ha girado a un lado y a otro esperando encontrar más texto, pero ése es el final.

Se ha demorado tanto en cada página, en cada párrafo, que la noche ha transcurrido y concluido, y ahora la luz del amanecer se cuela por los postigos entreabiertos.

Un canturreo leve se acerca desde alguna parte y Emilia aparece de pronto por la puerta, trayendo la misma bandeja, esta vez con café y pan y aceite. La coloca sobre la mesa y luego, reparando en el reloj detenido, mira cariñosamente a Clara:

– Curioso, Eloy también paró el reloj para leer. ¿Te importa que lo ponga en marcha?

Clara concede con un gesto y otra sonrisa. En efecto, no importa. El hilo imaginario que había logrado atravesar la muerte hasta Eloy era eso, imaginario.

– Esto es todo… -afirma Clara más que pregunta, claramente perturbada ya por un miedo que tiene nombre y apellidos. Emilia, por toda respuesta, abre las manos en señal de resignación-. Esperaba algo más. ¿Mi hijo hizo algún comentario a leerlo?

– Se puso muy contento, muy excitado -dice la estanquera mientras llena dos tazas de café.

– Contento… -vuelve a susurrar, desvalida, Clara.

– Decía que esto era una prueba de que era verdad lo que vio bajo el mar.

Clara respinga y se estira sobre la silla como sacudida por un choque eléctrico. Su miedo, ahora, tiene además rostro. Eloy no sólo estaba seguro de haber visto a un hombre sentado en el fondo el mar. Además daba credibilidad al demencial relato de Gabriel Ortueño Gil. Si su hijo defendía la existencia de la muchacha submarina, ¿no es ello una prueba incontestable de que había recaído en el delirio de la droga, de que rondaba la frontera de la locura justo antes de morir, y tal vez conducía en ese estado cuando se mató? Se tomaba en serio la demencial historia de Gabriel, se repite Clara, desolada. ¿Necesito más pruebas de que el horror había vuelto? Sin embargo, estaba la euforia, tan sincera, de la carta. Estaba, y sigue estando, su intuición de madre. Y estaban, y seguirán estando siempre, las últimas palabras de Eloy, memorizadas y exprimidas por Clara como si contuvieran la fórmula mágica del antídoto contra su futuro de pena sin retorno… «Contigo sé que lograré demostrarlo, y por eso te lo pido: cree en mí. Ayúdame». Rememorándolas, calla sin saber muy bien qué decir, mientras la estanquera, con ese halo misterioso que parece conceder a su mirada la capacidad de saber lo que piensan los otros, la observa expectante mientras, una vez más, la mente angustiada repite la pregunta obsesiva:

¿Eloy me mintió y había vuelto a caer o me dijo la verdad y estaba ilusionado con su proyecto de vida?

– Es mentira que se pueda vivir sin la verdad -pronuncia entonces Clara con solemnidad de sentencia. Emilia no dice nada, sólo espera. Sabe que va a continuar-. Esa frase se me quedó desde mis tiempos de estudiante, solía repetirla en la facultad un profesor de estadística que teníamos. La decía como introducción a su asignatura, pero yo, desde que la escuché aquella primera vez, la entendí como una clave para vivir. ¿Contaste a Eloy más cosas?

– Una más. Le conté mi encuentro con Tomás Montaña, hace muchísimos años.

– Te escucho.

– Pero no se lo conté aquí. Fuimos hasta el sitio donde tuvo lugar el encuentro.

– ¿Te importa que lo repitamos?

– No, me parece natural que lo pidas.

– ¿Está muy lejos? Antes me gustaría pasar por el hotel, debo recoger algo.

– Será mejor que pidamos un taxi, por mis piernas.

– De acuerdo. -Clara saca el móvil y pulsa el número de los taxistas de Padrós que previsoramente anotó nada más llegar-. ¿Dónde le digo que vamos?

– Al acantilado.

25

«Un día de pronto han pasado los años y ya no eres el que eras y además sabes que nunca podrás volver a serlo», dice el personaje protagonista de la película, un anciano que brilló en su juventud y ahora, estupefacto ante la vida y temeroso de ella, mira desde los bancos del parque el paso de los otoños.

Bastian, trémulo en la sala oscura y casi vacía de la sesión nocturna, siente que la pantalla es un espejo.

Vislumbra en el sentido del monólogo su propio fin, su decadencia tal vez lejana pero silueteada ya en el horizonte, inexorable como una bruma calmosa que viene hacia él devorando tiempo a pequeños bocados.

Hoy es el segundo aniversario del tiroteo en Padrós. Por la mañana, sobre las once, cuando se debían de estar cumpliendo aproximadamente los dos años justos del momento en que Amir o Amin apareció en la plaza del pueblo chorreando sangre, estaba él comprando conservas de calidad en una tienda de alta gastronomía. Se ha acostumbrado a las latas selectas, al marisco fresco y al caviar, a los vinos buenos… Todo ello constituye su exquisita última voluntad de condenado a muerte, su carísimo e interminable cigarrillo ante el invisible pelotón de fusilamiento. A las tres de la tarde, más o menos a la misma hora en que hace dos años llevaba ya un buen rato sentado en el sofá del caserón y empezaba a devorarle la inquietud por la ausencia de Vera, ha comido solo en un restaurante de diseño recién inaugurado y después ha paseado por el centro de Madrid retando con la mirada a los transeúntes. ¿Será alguno de ellos uno de los sicarios de Humberto, que tenían que haberlo capturado, torturado y asesinado veinticuatro meses atrás, abortando así antes de que naciera esta congoja permanente de soledad sin remedio? ¡Ojalá lo fueran! Ojalá lo fuera, ha pensado, ese ejecutivo lechuguino que se sube muy nervioso a un taxi, como si en la oficina donde trabaja no fueran a renovarle el permiso de seguir viviendo; o esos maestros joviales que dirigen a un grupo de niños hacia algún museo cercano; o incluso ese jubilado sentado en un banco, o el adolescente sobre patines… Porque si dos años atrás, cuando había caído el anochecer, la angustia por la ya flagrante incomparecencia de Vera llevaba un rato largo royéndole el corazón y la moral, hoy, al rememorarlo, sólo ha podido sentir la enorme tristeza de esa soledad que existe en exclusiva para él, modelo único en el mundo, y que se extiende a su alrededor, cualquiera que sea la dirección hacia la que dirige la vista, como un mar muerto sin horizontes. A media tarde ha ido al casino y, como siempre, ha jugado con las reglas que inventó para perder pase lo que pase, duplicando o triplicando las apuestas cuando lamentablemente gana, hasta volver a perder el beneficio. Hace ya meses que decidió emprender una febril lucha a muerte contra el interminable caudal de liquidez que todavía oculta en el congelador como si fuera el diario de un obispo aficionado a las fotos de niños desnudos. Sin razón alguna, creyó intuir una noche de insomnio que su vida habría de cambiar el día en que se librase del último de los euros que el azar maldito le había deparado, y desde entonces dilapida y dilapida y dilapida. Pero a veces, como esta tarde, el destino se mofa de él con la complicidad de la ruleta. Los jugadores de la mesa han visto atónitos cómo apostaba con temeridad suicida al veintitrés rojo cantidades más altas cada vez, y se han desconcertado al verle maldecir en voz baja, mascullando como sólo lo hace un perdedor al que la fortuna vuelve la espalda, cuando, insólitamente, ese número ha salido seis veces seguidas y ha tenido que recoger un odioso beneficio de dieciocho mil euros que, sumados al tesoro oculto tras los langostinos y los polos de chocolate, retrasarán otro poco más su permanentemente pospuesto reencuentro con la esperanza de felicidad recuperada. La peculiar adversidad en la ruleta, sumada a la frase que el personaje del cine al que luego ha entrado a medianoche, al filo del comienzo de su tercer año de fuga de sí mismo, acaba de recitar en la pantalla como si hubiera sido escrita para él, le han señalado que el camino elegido es el equivocado, o al menos insuficiente. La normalidad de vecino de barrio mediocre y solitario en la que durante meses se ha camuflado no le ha reportado otro fruto que el de ser durante meses, ya demasiados, un vecino de barrio mediocre y solitario. ¿Será ésta la pena que le ha impuesto el sádico Humberto, abandonarlo a la incertidumbre de una condena nunca materializada que cada día lo aproxima más a la locura? A veces se dice que los asesinos del serrucho y el alfiler no existen ni han existido nunca, pero no encuentra valor para creérselo del todo y por tanto no puede bajar la guardia, ni exorcizar al insomnio, ni culminar en paz una simple sonrisa. Los sicarios pueden aparecer mañana, esta noche, ahora mismo. Pueden estar en el cine, una butaca detrás de él.

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