Como suele suceder en todos los amores humanos que se rompen, también en mi caso llegó el momento, fallido e insuficiente siempre, del desolador análisis racional, de los intentos de explicación sobre por qué no fue lo que tenía que haber podido ser. ¡Cuánto tiempo de la historia del mundo se ha dilapidado, para nada, en tratar de responder a esta cuestión! Había vivido y gozado bajo el mar sin hacerme preguntas, ni una sola, pero ahora mis recuerdos, al carecer de cualquier anclaje con la realidad, se negaban como Judas de sí mismos: no, no es posible respirar en el mar. No, no puede un hombre volar bajo aguas. No, no existe la muchacha transparente. Porque ella, ¿quién o qué era? Ante ésta, todas las demás dudas flaqueaban, y a la luz vacilante de la vela comparecía, retomando protagonismo, el espectro de otra posibilidad cada vez más verosímil, cada minuto más real: nada de lo que viví había existido, todo era una alucinación de mi mente perturbada por la fiebre y el terror a los machetes. Pero entonces, ¿mis ahogos en el tren? ¿Y la vida, hinchando mis pulmones cuando regresé sumiso al redil del mar? El ángulo de la ventana me permitía ver un rectángulo del puerto. Las barcas se mecían suaves y seguras, a salvo en el agua que las acogía y mantenía a flote, pero el plácido bamboleo tenía para mí otro significado que cuanto antes debía clarificar y ordenar.
A la mañana siguiente, muy de madrugada, intenté con ingenuo sigilo escapar otra vez de la muchacha transparente. ¿Acaso no sabía que ella estaba en mis pensamientos y podía por tanto adelantarse a cada uno de los pasos que para burlarla intentase dar? Amparado en las últimas sombras de la noche salí a la vereda y caminé a buen paso tierra adentro. Tenso y demudado, lleno de temores, dejé atrás varias curvas del sendero y una pequeña altura del terreno, pero si volvía la vista, cosa que hacía en cada curva, como un niño temeroso del castigo paterno, todavía podía divisar, perdiéndose en la lejanía, la perversa quietud azul. Fue al iniciar el ascenso de una larga cuesta de tierra amarillenta cuando, sin previo aviso, sentí el fortísimo trallazo de la correa que ceñía mis pulmones. Me lancé a correr despavorido, apostándolo todo a la idea de que la influencia de la muchacha tuviera un radio de acción limitado, pero la asfixia me obligó a frenarme en seco y deshacer con igual frenesí el camino recorrido hasta el punto donde, por verse de nuevo el mar, pude volver a respirar. Sin detenerme a pensar en la terrorífica cárcel donde me hallaba preso, intenté otras cinco veces, a cuál más desesperada y agónica, atravesar el cerco intangible. En los cinco casos hube de darme por vencido, literalmente al borde de la muerte en cada ocasión, y ya sin fuerzas, humillado y lleno de temor, regresé por propio pie a mi prisión sin barrotes: la entera extensión de la costa, a la que me hallaba encadenado por mis pulmones maldecidos, era mi celda de aire y luz. El mar inabarcable, mi juez y mi condena igualmente sin límites.
¿Por qué esa obsesión criminal de la muchacha transparente por mantenerme a su lado? Yo no era ya suyo, y de buen grado me había permitido partir cuando nada le habría sido más fácil, en la profundidad donde reinaba, que retenerme junto a ella. La cercanía del mar me daba vitalidad y valor, lo mismo que me debilitaba el alejamiento de él, y por ello salí resueltamente de la pensión y crucé el pueblo desierto hasta la playa bañada por la luna llena. Desnudo, me aventuré entre las olas, retando a la muchacha transparente, convocándola con el deseo.
La llamé con la imaginación e infaliblemente, nada más pensarla, la sentí llegar hendiendo la superficie del mar con su afilada invisibilidad. Los borbotones a mi alrededor podían expresar júbilo o ira, pero no me arredré. En el agua, junto a la muchacha, me sentía poderoso e invencible, reciamente dotado para surcar el océano dentro de ella y, de hecho, ansioso de repente por hacerlo. ¡Qué extraños pueden ser los resortes del deseo, qué hermosos pero también, a veces, qué incomprensibles y enfangados! Estaba solo en la oscuridad de aquel mar hostil, a merced de la muchacha que había intentado varias veces matarme y, sin embargo, todo se nubló ante mi vista excepto el ansia de sentirla. Me zambullí con la arrogancia de saberme también deseado, seguro y risueño, citándola mediante el eco submarino de los latidos de mi corazón, al que desbocaba el éxtasis inminente de sentir a mis pies los océanos enteros, de saberlos míos.
Nos amamos el resto de la noche y todo el amanecer, en las profundidades y entre la espuma donde sobre la arena se funden el mar y la tierra. Alguien que a primera hora de aquella mañana se hubiera asomado a la playa sin saber nada de nuestra pasión habría visto tan sólo mi cuerpo desnudo, plácidamente exhausto sobre la orilla, y sin duda no se habría percatado de que allí, envolviéndome, reposaba también ella, invisible y desnuda, lujuriosa de plenitud y poderío puros.
Sin encontrar mejor denominación para su afán por mí decidí que estaba enamorada, aun a sabiendas de que no podía sostenerse racionalmente ninguna forma de explicación sobre los actos de un ser invisible e intangible cuya esencia, ¡caso de que efectivamente la tuviera!, era, como mínimo, misteriosa e indescifrable. ¡Pero la palabra amor puede explicar y justificar tantas cosas que no tienen explicación ni pueden justificarse! Enamorada o no, la muchacha transparente se negaba a dejarme marchar, y poseía la capacidad de matarme si intentaba alejarme de ella. ¿Para qué, desagraciadamente, necesitaba saber más? Los escritores tendemos a explicarlo todo en nuestros libros, pero ésa es la mayor inverosimilitud de las novelas: querer atar todos los cabos, responder a todas las preguntas cuando la realidad, en ese sentido una verdadera novela inacabada, casi nunca lo hace, y se mueve ante nosotros llena de lagunas legítimas, de preguntas en el aire, de motivaciones inimaginables. ¿Mis infinitas preguntas sobre la muchacha transparente la convertían en irreal? No… Mis pulmones, para desgracia mía, demostraban que no. La muchacha existía, y reinaba en mí.
Bajo la losa terrible de esa conclusión innegable regresé a la pensión, donde, arropado por la serenidad extraña que concede el agotamiento moral llevado más allá de su propio límite, dormí todo el día y toda la noche. Al siguiente amanecer, titubeante y derrotado, literalmente temeroso de cada bocanada de aire y preso de mi propio aliento, inicié una nueva vida, forzándome a pensar que mi inaudita situación, al fin y al cabo, era similar a la de los tuberculosos que se ven obligados a residir en escenarios de alta montaña y aire libre. El mar era mi montaña, donde el aire libre me esclavizaba. Mi residencia podía ser el mundo entero siempre que la costa se hallase cerca.
Así probé a vivir. No me alejaba de la costa aunque tampoco me acercaba a ella, lo que me parecía una gran victoria. En esa balanza equilibrada transcurrieron algunas semanas, sin cánticos de deseo que me reclamaran desde el mar ni amenazadoras llamaradas de oleaje desencadenándose sobre su superficie. Reconstruí mi vida, volví a cantar poesías y cuentos por los pueblos y ciudades que tuviesen la costa cerca, y también, pues nada hay más humano que la incandescente tentación por los amores novedosos, cuyos primeros instantes de brillo son un tipo de fruta jugosa que no se halla en ningún otro árbol de la tierra, osé un día dejarme arrastrar por la mirada franca de una joven real, que pisaba con sencilla firmeza real la tierra real donde pastaban sus terneros, también reales.
Fue en una aldea vasca junto al mar, y aunque no importan a mi relato los detalles de su carnal y sincera entrega, sí diré que nos vimos tres o cuatro veces, obligadamente clandestinas por razones que tampoco viene al caso enumerar. Su cuerpo y el calor de su cariño me llenaron de alegría recuperada, pero sobre todo me hicieron ver que podía haber vida más allá de la muchacha transparente. Tal vez, pensaba, algún amor verdadero mío acabaría por espantarla, le haría volver a ese lugar inexplicable del que también inexplicablemente había surgido. Fue una pista que no pude explorar, Porque una mañana supe que mi entrañable vaquera había muerto, extrañamente ahogada cuando nadaba en el apacible mar en marea baja de la playa de su aldea. No volví por allí, no tuve el valor de acercarme a mirarla por última vez, para posar sobre su mejilla el beso de una lágrima desde mi mirada emocionada. Hui. Abandoné la zona, la provincia, la costa vasca. Hui como si la hubiera matado yo, durmiendo durante el día, oculto igual que un prófugo, y caminando en la oscuridad porque la noche me reclamaba como un purgatorio merecido. Una playa desierta se cruzó en mi camino, y bajé hasta su orilla para desfogar mi ira. Llamé con gritos obscenos, furiosos, a la muchacha transparente, le chillé mi odio y lloré, patético ante ella, mi amor sencillo y limpio por la cálida joven vasca. Durante una hora, tal vez dos, escupí hacia el indiferente mar todos mis reproches, los sufrimientos contenidos y las esperanzas frustradas, y cuando el puro agotamiento físico me dobló las rodillas y caí, lloroso y roto, sobre la callada espuma, dejé que me arrastrara el recurso último de la súplica, que fue también la humillación final. Entonces se extendió sobre el mar del amanecer un silencio anómalo, y las gaviotas que hasta unos segundos antes habían ido punteando la arena con sus huellas alzaron el vuelo, súbitamente inquietas. Incluso el sol rojo pareció detener su salida, conteniendo el aliento. Algo inmenso a lo que mi ignorancia había dado en llamar muchacha transparente se movió bajo la superficie del agua y comenzó a alzarse, desplazando hacia el cielo la masa entera del mar hasta donde mi vista podía alcanzar. Se alzó y se alzó y se alzó como un gigante parsimonioso e interminable, y cuando hubo cubierto por completo el cielo y su luz, y las nubes, y cualquier vestigio del horizonte, se quedó quieto, mirándome en silencio desde su solemnidad sin ojos. Al poco, cuando quedó evidenciado que su volumen y su voluntad lo eran todo y yo era nada, comenzó a replegarse hacia el interior de su propia esencia todopoderosa, intangible y letal, y desapareció otra vez bajo las aguas. ¿Es posible contemplar espectáculo mas grandioso y aterrador? Y sin embargo, cuando desapareció sentí también la desolación de haber perdido para siempre la belleza desnuda en su plenitud de verdad absoluta.
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