Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Todo el amor y casi toda la muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Antes quiero confesar y declarar, porque entiendo que servirá a quien juzgue la muerte de inocentes que aconteció después, o la que tal vez haya de acontecer irremediablemente mañana, que fui dichoso con la muchacha transparente durante largas semanas, varios meses, puede que un año. No puedo precisarlo, pues si ya es difícil concebir o atender cualquier forma de medida temporal cuando nos inunda la felicidad y cada instante de nuestra vida es un río desbocado por el deslumbramiento, resulta imposible hacerlo en un lugar que, como el mío, era un universo nuevo y pleno donde se nutría de luz invisible incluso la oscuridad más profunda de los fondos marinos donde tantas veces nos amamos. Os preguntaréis qué comía y bebía, o cómo era la convalecencia de mis heridas… Yo respondo que no lo sé, ni necesitaba saberlo. Era suficiente percibir que la muchacha transparente permanecía siempre a mi alrededor, extendiendo su cuerpo invisible hasta la superficie cuando era necesario para alimentar nuestra burbuja de aire fresco, o capturaba para mí los peces que se detenían curiosos a observar nuestra permanente danza, o me subía desde el suelo del mar ofrendas de moluscos que mimosamente abría para mí. ¿Pide un bebé explicaciones científicas sobre el origen de la leche materna que le da vida y paz? Pues en la misma placidez contemplativa se mantenían mi cuerpo y mi espíritu.

Al haber sido incapaz de medir el tiempo de mi felicidad, tampoco puedo ubicar el día en que mi vida bajo el mar comenzó a enturbiarse y surgieron las ciénagas. Tal vez el ser humano está condenado a ver agitada su vulnerabilidad por turbulencias inevitables como los accidentes geográficos, los ríos y montañas que pueblan los mapas y los países, tal vez sea yo y sólo yo quien no puede hallar reposo si carece de tormentas en su horizonte. Sea como sea, desperté un día herido por el lanzazo inesperado de la melancolía por la vida en tierra. A estas alturas ya era infinita, sí, infinita, he dicho bien, la unión mental entre la muchacha transparente y yo, y noté cómo en el acto se revolvía también, inquieta por mi insólito desvelo. ¡Ah, esa primera sombra fugaz que antes o después aletea, aparentemente nimia, sobre todos los deslumbramientos de amor que en el mundo han sido y serán! Esa insignificancia, casi siempre carente de importancia en sí misma, contiene sin embargo la constatación irrevocable de que ese amor nuestro que creíamos perfecto, luminoso y para siempre contiene fisuras, carencias, grietas que podrían empezar a abrirse, resquebrajando la fragilidad de nuestros anhelos… Lo sublime se desmorona con puntualidad cuando lo humano recupera su esencia. Y la mía, ¿no estaba naturalmente concebida para desarrollarse y acontecer en tierra firme? La pálida sombra, lánguida y flaca, comenzó a rodar por las laderas de mi corazón, convertida pronto en alud de inquietudes y añoranzas. La muchacha transparente lo entendió a la vez que yo, y su felicidad se vio en el acto también enrarecida. La vi triste. La supe triste. La sentí triste. La convivencia submarina, obligatoriamente perpetua para que no pereciese yo, no permitía que respirasen aliviadas nuestras soledades individuales, y muy pronto, como si fuera el hijo surgido del amor que habíamos vivido, el negro peso del hastío nació y comenzó a crecer, fuerte y dolorosamente sano, y sumado a mi añoranza por la tierra fue el arponazo que hirió de muerte nuestra indefensa felicidad.

Un día inevitable fue el último. Emergimos, desgarradas las almas y mudos los pensamientos ante el desgajamiento inminente. Percibía la pena inmensa de la muchacha transparente en mi piel desnuda y en la desgana exhausta con que me llevaba hacia la orilla. La luz del sol recuperado, brillando intensa en el cielo azul, me resultó indiferente, ajena, y puedo asegurar que cuando llegamos a escasos metros de la orilla y la muchacha se separó de mí sentí el desmembramiento del alma más intenso que haya experimentado ser vivo sobre la tierra. ¡Abandonaba, adulto y lúcido, el útero materno de una felicidad que se había demostrado verdadera! Igual que les pasa a los bebés que vienen al mundo, sentí en los pulmones la cuchillada de la primera bocanada del aire sucio del mundo. Y también lloré. Lloré por la pérdida de mi paraíso de serenidad. Y lloré por la muchacha transparente. Una vez hube nadado hasta la playa me volví. Y la vi: un impulso salvaje e invisible surgido desde el fondo del mar que subió hacia los cielos como un tornado de espuma y agua furiosa milagrosamente sostenido en el aire y, tras alcanzar su altísimo techo de dolor y lágrimas, se dejó caer, desmoronado como el aliento último de un moribundo, para fundirse sin retorno con la inmensidad oculta bajo la apacible superficie turquesa.

Pensé, roto por la aflicción, que era la última vez que la veía. Me equivocaba. Por desgracia, me equivocaba.

En la playa, los sentidos retornaron a mí en orden azaroso.

Primero fue el olor simple y profundo del mar, que impregnó el aire entero a mi alrededor. Durante mi aventura había carecido de sensaciones olfativas, pero sólo me di cuenta entonces, por contraste con la intensidad del salitre en la nariz.

Luego, el tacto. Mi piel y mi carne desnudas eran mecidas por un vaivén de oleaje suave como la espuma de un beso, vestigio evanescente de la larga levedad submarina. Pero enseguida sentí contra el pecho y el vientre una realidad hostil, sólida: arena, una playa.

Alarmado, abrí los ojos y me fue dado contemplar ese paisaje que, quienes limitados porque no han amado libres y salvajes bajo los océanos, han dado en llamar paraíso en la tierra: la arena blanca, fresca, acogedora tal vez para otros, de una playa rodeada por una furiosa eclosión verde de árboles y plantas. Examiné mi cuerpo, mi posición. Yacía desnudo boca abajo sobre la orilla, verdadera frontera metafórica y literal entre los dos universos donde había transcurrido mi odisea: la tierra de la que partí y a la que retornaba y el sublime lecho de paz y pasión del mar que, no obstante, abandonaba como el ladrón en la noche. El sol me ardía en la espalda, y me vino a la cabeza que podía ser el primero de los castigos físicos que mi mundo se disponía a infligirme por haber desertado de él.

Resolví ponerme en pie, dispuesto a regresar de una vez al lugar donde, me gustase o no, pertenecía, pero antes cerré los ojos y, con toda la delicadeza de que fui capaz, bebí un sorbo de agua salada, y luego otro y otro. Fueron besos inútiles y acaso avergonzados de sí mismos con los que me despedía de la muchacha transparente. Quise creer que allí, en la espumeante orilla, su espíritu, antes de partir, recogió la huella de mis labios. Una ola más poderosa que las demás, viva y nerviosa, ascendió por mi cuerpo, acariciándolo, y luego resbaló sin remisión arena abajo, iniciando el camino que la llevaría de regreso a las profundidades. Fue su beso último, su adiós.

Y tras él vino de vuelta la vida impura, fea y real.

Como si hubiera sido una señal apremiante, recuperé de golpe el quinto sentido y oí el sonido del mundo: rumores de viento y olas, chillidos exultantes de aves, signos de vida por doquier que, tras largos meses, tal vez más de un año embelesado por la hermosura del silencio, se me antojó insoportable. Fue esa agresión de ruidos apacibles la que me puso en pie de un salto, prevenido y en guardia contra el lugar al que voluntariamente había querido regresar.

Entonces descubrí al hombre bajo el cocotero.

Asustado, calibré dónde ocultarme, qué posibilidades tenía de escapar sin ser visto. A pesar del tiempo transcurrido, la danza de los machetes sobre la carne de los prisioneros latía viva en mi recuerdo, igual que sigue haciéndolo hoy. Pero el hombre bajo el cocotero no se había percatado aún de mi presencia, lo que me animó a examinarlo un poco más de cerca. Ciertamente no parecía una amenaza, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra el tronco y la cabeza caída a un lado en difícil ángulo, como si hubiera perdido el conocimiento. Incluso podía estar muerto. Se hallaba solo, y ello me animó a aproximarme.

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