La tragedia comenzó una mañana de julio del año 1897.
¿Acaso importa todo lo anterior?
Seis hombres y un sargento habíamos sido enviados a una tarea de exploración cuyo objetivo y detalles he olvidado. Los muertos no suelen recordar qué bota se calzaron primero el día de su muerte.
El calor asfixiaba. Nos habían asegurado que no había mambises en la zona, pero los mambises nos atacaron a media mañana.
Desde la maleza, un fuego nutrido dio con dos de nosotros en tierra, el sargento uno de ellos, y nos arrinconó a los demás contra una pared cortada a pico sobre el mar. A veces me he preguntado si en realidad no serán todos los acantilados del mundo uno solo, puesto ahí por los dioses anteriores al nuestro para que los hombres sientan la tentación de arrojarse por él. ¿Estaba planeado desde el principio cercarnos así, bajo el yugo del sol enloquecedor y con la tentación de la masa líquida del mar a la vista, al alcance de un salto? Seguramente, porque al atardecer de ese día en que el aire fue fuego y la luz infierno, un soldado saltó al mar, incapaz de soportar más. Los demás, ansiosos por saber si se había matado o si el peligro que había asumido podía suponer una forma de escape, nos asomamos al abismo, despreciando el riesgo de quedar a tiro. Pero nadie nos disparó. Nuestros atacantes tenían otros planes para nosotros, ratones presos en una jaula invisible a merced de gatos endiablados. Lo comprendimos al mirar abajo.
El soldado, cuya caída había sido amortiguada por algunas ramas y finalmente por el colchón salvador del agua, chapoteaba torpemente en dirección a la playa, espantado por la visión de dos aletas triangulares siniestramente nítidas que cortaban el mar hacia él. Sin embargo, y debido a la maquiavélica ubicación de la pérfida trampa donde habíamos caído, tenía también una oportunidad de salvación, un siniestro dilema mortal: el agua, a merced de los escualos… o la orilla donde, machete en mano, feroces espectros humanos cubiertos de harapos le animaban entre chanzas obscenas a nadar hacia ellos. El instinto del soldado eligió la orilla. ¡Más le habrían valido los tiburones, portadores al fin y al cabo de la piadosa muerte instantánea en sus bocazas!
Los rebeldes de la orilla, sin contar a los que desde la maleza vigilaban fusil en mano que no huyéramos por tierra, debían de sumar veinte o veinticinco hombres, todos de piel oscura y bestialidad exultante. Quiero en honor a la verdad decir que durante mis meses de lucha, y aunque sea sabido que la guerra genera espantos y atrocidades, fui testigo de actos de nobleza con el enemigo en algunos guerrilleros mambises o en sus jefes. Pero estos que nos sitiaban no habían surgido de útero humano. No puedo, aunque debería en rigor hacerlo, relatar en estas páginas que leerán sensibilidades delicadas el descarnado aquelarre de violencia, sobre todo sexual, a que durante interminables horas fue sometido el infeliz. Basta reseñar que ni el alivio del desmayo le fue concedido, pues cuando perdía el conocimiento la hoja de algún machete experto sajaba su carne en brazo, muslo o espalda para traerlo de regreso, entre aullidos de clemencia, a su indescriptible realidad. Toda la noche duró su calvario, que concluiría sin embargo de forma aún más espeluznante. Al amanecer, los verdugos auparon a una barca su cuerpo quebrado y ya mutilado, pues su antebrazo izquierdo había sido amputado de un machetazo cuando con él intentó defenderse de los satánicos ritos sexuales. Adentrándose a remo unas decenas de metros en el mar, lo arrojaron al agua y aguardaron luego con inhumana frialdad a que la sangre derramada desde sus múltiples heridas atrajera a los tiburones. Casi exangüe y medio muerto, aún chilló y se revolvió el desdichado contra las fauces que desde la profundidad le arrancaban la vida a mordiscos. Me juré ante su imagen última, una suerte de sopa roja de carne, huesos y alaridos sobre la superficie calmosa del mar, que no sería ése mi destino, y en el acto comencé a buscar desesperadamente una jugada favorable sobre el penoso tapete de mi situación.
La encontré al mediodía del siguiente día. El sol llevaba horas atormentándonos de nuevo. Las fieras humanas del abismo, recuperadas de su orgía, nos animaban desde la playa a saltar, hambrientas otra vez de víctimas vírgenes. Mis compañeros, enloquecidos por la sed y tentados por el alivio del suicidio, extraviados e incapaces de razonar o de ver otra cosa que el destino que nos aguardaba, aceptaron mi liderazgo en el desesperado plan de fuga que les propuse.
La víspera, cuando la mancha roja de la sangre de nuestro compañero se había ido disolviendo, inevitablemente rendida a la superioridad salada del azul, y por último desapareció, musité para él una oración humilde, tan sentida como inútil, y me di luego a observar el promontorio de piedra que se erguía a cincuenta o sesenta metros del punto donde nuestro compañero, a cuyo sacrificio debíamos agradecer nuestra esperanza, había caído cuando se lanzó al espejismo de salvación del mar. Cincuenta o sesenta metros y luego, más allá del promontorio de roca, la cala de arena blanca en la que me había fijado cuando nos acercábamos sin saberlo hacia la emboscada. Si éramos capaces de nadar con velocidad y teníamos suerte para esquivar a los tiburones, expliqué a mis tres compañeros, podríamos alcanzarla y hallarnos lejos de los mambises, al menos lo suficiente para intentar el regreso. El mayor riesgo eran los tiburones, pues los de la orilla tardarían en reaccionar y cuando se lanzasen a la mar en las barcas podíamos ya estar lejos.
¿Qué posibilidades había? Seguramente ninguna, pero intentarlo era lo único que teníamos y estuvimos de acuerdo en hacerlo. Todos excepto un muchacho madrileño muy joven que no sabía nadar y al que aterrorizaba más la perspectiva de lanzarse al mar que la del suplicio. Trató de convencernos, primero con razones absurdas y luego con agresividad demente, cada vez más fuera de sí, para que nos quedáramos a resistir allí con él, bajo el sol, sin agua, comida ni apenas municiones. Llegó a amenazarnos, tal era su delirio. Pero en realidad, ¿quién puede calibrar los disfraces con que el destino disimula sus planes ocultos? De no haber sido por aquel muchacho y por su locura, yo no habría vivido la más extraordinaria aventura que fuera dado conocer a ser humano alguno, aunque también es cierto que la maldición que ahora me encadena y atormenta nunca se habría producido.
Sin más dilación, los otros dos hombres y yo nos lanzamos al vacío. Del salto recuerdo su insólita extensión temporal, que probablemente fue una figuración de mi cabeza en tan excepcional instante de tensión, y la sensación de que el acantilado me acogía, como un túnel de serenidad y paredes invisibles hacia la otra vida. Sin encomendarme a Dios, pues no me parecía de fiar si me había llevado hasta allí, ni al Diablo, que de todas formas me aguardaba ya en la hoja de los machetes o en los dientes de los tiburones, me esforcé por mantener el cuerpo rígido y la cabeza fría, no como mis compañeros, que manoteaban frenéticamente en el aire, como si se afanaran en escalarlo o quisieran mediante ese esfuerzo hacer brotar de sus espaldas milagrosas alas salvadoras. Uno de ellos, además, chillaba para contrarrestar la formidable sensación de vértigo, y su grito sólo sirvió para alertar a nuestros verdugos, que dormitaban en la playa inadvertidos de nuestra intentona y en el acto se pusieron en marcha para capturarnos.
Sonó de repente un disparo. No podían ser los rebeldes, cuyos fusiles habrían tenido que ser capaces de disparar balas en imposible trayectoria curvilínea para acertarnos. Entonces escuché, imprecisos en medio de la ensordecedora catarata de aire que me presionaba los oídos, los furibundos insultos en español que provenían desde arriba. El muchacho madrileño, perdida toda razón y piedad, nos insultaba salvajemente por haberlo abandonado y disparaba contra nosotros tildándonos de traidores al ejército, a la bandera y a la patria. Ese inesperado peligro desbarató la escasa sangre fría que tan trabajosamente había podido atesorar dentro de mí. Perdí la vertical, y mi cuerpo, como el de mis compañeros, se desmadejó en informe masa de carne que trataba de asirse al aire con pies y brazos crispados.
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