Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Ahora, después de coger aire, cuento tres.

Entonces, un impacto brutal contra su sien izquierda le cercena el pensamiento en dos. Llamaradas blancas le nublan la vista, sus rodillas se vuelven líquidas, escucha en alguna parte un sonido amortiguado de vidrio roto. Mi cabeza… Era de cristal y se ha hecho pedazos.

Alguien, inesperadamente, le socorre sosteniéndolo por los sobacos, y poco a poco vuelven desde remotos confines el aire y la luz, el cielo y la tierra, y puede poner rostro difuso a los brazos de quienes tiran de él: el guardia y el hombre malencarado, que como un camillero esforzado se afana por impedir que su cuerpo se desplome.

– ¡Mi botella, mi botella…! -se queja entre hipidos una voz gangosa y desconocida, compungida hasta lo ridículo-. ¡El hijoputa me ha roto la botella!

Las ideas se desordenan y luego se desordenan otro poco más. ¿Botella? ¿No era mi cabeza? La única verdad es que el aire regresa a sus pulmones, y ante sus ojos adquieren consistencia cromática las cosas: el cielo es verde, y el mar está plagado de nubes blancas que lo surcan a gran velocidad. El mar y el cielo han intercambiado sus colores.

– Mira que te dije que no lo intentaras. ¿Te lo dije o no te lo dije? -es la voz del guardia, ahora en socarrona caricatura cariñosa a un centímetro de su oreja aturdida por el botellazo. Gabriel siente que alguien ha puesto su sien al fuego, y su corazón y su sangre corren hacia la cabeza rota para sofocar con sus latidos el incendio. De pronto, su cuerpo alza literalmente el vuelo, y los pensamientos vuelven a caerse rodando por las paredes de la mente volteada.

– ¡Te voy a matar por romperme la botella! ¡Lo mato, Sixto, yo lo mato!

– Calla, coño, luego te compras todo el vino que quieras. Has estado muy atento, chaval, muy bien. Le has dado de lleno, el cabrón no lo esperaba.

Gabriel prueba de nuevo a abrir los ojos. El suelo corre frenético, un metro por delante de sus ojos. Todo él levita, paralelo a la tierra sobre la que galopa. ¿Es la muchacha transparente, que ha salido a tierra para rescatarlo y como tantas veces lo lleva en volandas? Pero no, eso fue siempre bajo las aguas. A ambos lados de él, trotan sobre la tierra y las rocas las botas de los hombres que lo llevan por el aire. La consciencia, al volver, resulta físicamente dolorosa. Me llevan hacia la muerte. Corro hacia mi fin. Inspira otra vez, intentándolo con furia y fuerza, pero una náusea lo devora y le devuelve al limbo del desmayo. Hay de pronto intenso olor a mar, y siente que choca contra una pared más dura que la piedra: toda su carne sufre aplastada por una gigantesca manaza invisible que tiene que ser el suelo, sobre el que sus alas lo han dejado caer de repente. Se atreve a mirar. Arena. Desliza la mano sobre el suelo de la playa. Arena húmeda. Repta hacia la fuente de humedad, que un interminable metro más allá resulta ser la orilla del mar sobre la que lo han arrojado. Por algún insólito mecanismo defensivo de la mente, el mar no huele a mar sino a Leonor y a las horas que se abrazaron. Leonor ha venido volando hasta su mente. Es ella la que, posando la mano sobre su brazo, le sugiere que sumerja la cabeza entre las olas. Obedece y, en efecto, el agua lo trae de vuelta a la vida. Tiene que seguir luchando, recuperar las fuerzas. Un salvaje puntapié contra su costado desmantela otra vez la voluntad que reunía. Leonor de repente ya no está.

– Venga, arriba, que ya has remoloneado bastante y ahora viene lo bueno.

Lo agarran por la camisa y tiran hacia arriba de su cuerpo, puro peso muerto, hasta dejarlo arrodillado, indefenso y roto, incapaz apenas de sostener sobre los hombros el peso de la ropa empapada en agua salada.

– Allí está el que te espera… -dice una voz, cree que la del guardia. ¿Alguien lo ha llamado Sixto?-. ¡Mira, coño!

Y una bofetada se estrella contra su rostro, y luego otra y otra, hasta que prueba a protegerse manoteando y ese esfuerzo le concede el control suficiente para lograr alzar la vista y ver, veinte metros más allá, a la muerte que le aguarda.

Es una figura alta y corpulenta vestida con traje claro de lino y sombrero de ala ancha a juego. Sostiene a la altura del pecho un bulto también blanco del tamaño de un cuerpo infantil. Parece acunarlo, o cantarle una nana.

La paliza no ha sido suficiente para anular la intuición de Gabriel.

La muerte ha raptado al hijo de Leonor y ahora lo va a devorar.

Gabriel comprende que no sólo él está a punto de morir. También corre peligro la vida del bebé, lo que ella más ama en este mundo.

No puede permitirlo. Por ella y para ella debe evitarlo. Y es entonces, al verificar su absoluta inferioridad de condiciones, su desvalidez e indefensión, cuando comprende que no tiene otro remedio: pedirá ayuda a la muchacha transparente.

27

El coche sale de la última curva cerrada y tras atravesar la verja desvencijada desemboca en la explanada frente al caserón. Bastian y Julián han realizado el trayecto desde Padrós en silencio, como viejos camaradas entristecidos tras el funeral de un amigo común, y con el mismo mutismo grave se apean del coche y van hacia la entrada principal. Arden de temor e impaciencia por verse cara a cara con el cadáver que podría llevar cuatro años abandonado en algún lugar de la casa, pero es la cojera de Julián la que impone el ritmo parsimonioso de los pasos de ambos. Bastian se fuerza a caminar despacio. Sabe que el ex policía tiene en mente recuperar el dinero que considera suyo, y no quiere adelantarse y darle la espalda. Esa desconfianza le vuelve a recordar que lleva consigo el revólver que no sabe disparar, aunque la intuición le repita una y otra vez que el arma ha viajado con él para ser utilizada en este lugar. El arma le da más miedo que valor. El sol de noviembre, que va y viene entre nubes veloces, tiñe intermitentemente de amarillo o gris la fachada del caserón, que parece una irreal fotografía coloreada por ordenador. Las ráfagas de aire frío sugieren a los dos hombres un pensamiento siniestro que ninguno de los dos comparte con el otro: la baja temperatura de cuatro años sin calefacción puede haber convertido la casa, a pesar de los intermedios veraniegos, en una especie de cámara frigorífica. ¿En qué estado se encontrará el cadáver, caso de efectivamente seguir ahí, si es que alguna vez lo estuvo? Bastian siente que esas paredes contienen un laberíntico cuestionario sobre su vida, lo que pudo haber sido y nunca fue y lo que llegó a ser sin tener que haber sido jamás. Es como un muerto retornado de la nada para visitar el lugar de la niñez. Abrumado por tantas casillas en blanco, casi agradece que sea Julián quien escupa a bocajarro la primera pregunta, tosca y obscena:

– ¿Es aquí donde follabais Vera y tú?

Bastian tiene la sensación de que el ex policía está perdiendo peso en el breve trayecto por el jardín embarrado, cincuenta gramos por cada paso vacilante. La idea de toparse con el cadáver le come masa muscular, debe de ser eso. Julián se detiene a recuperar el resuello, y semeja un palo largo y enteco al que hubieran clavado en tierra y echado por encima una gabardina usada. Parece insensible al frío, como si fuera carne muerta bajo los faldones de tela sacudidos por el viento, pero sus ojos brillan consumidos por una llamarada de ira súbita, palpitante. Su más poderoso fantasma interior, que habita en él desde hace quién sabe cuánto, es quien ha elegido esta pregunta y no otra, tal vez porque le consta que resucitará dentro de sí adormecidas rabias. Podría ser precisamente eso lo que busca: echar leña al fuego de su propio infierno, arder todavía más, incendiar cuanto le rodea, morir entre las llamas a cambio de quemar vivo, por fin, al espectro cuyo corazón late con el suyo. Bastian, intimidado ante esas turbulencias presentidas, desvía instintivamente la vista, y en el acto es consciente de que su mutismo constituye una respuesta afirmativa. Pero también, y esto no puede sospecharlo Julián, es una respuesta literal. Aquí mismo follábamos, sí. Donde estás parado, puede que justo donde has clavado el bastón. Y viene como empujada por un golpe repentino de viento la noche de bochorno veraniego en que Vera y Sebastián contemplaron desnudos sobre la hierba las nítidas estrellas parpadeantes en el cielo negro. No, Julián no puede figurarse hasta qué punto es insuficiente su primitiva y dañina pregunta para definir aquella poderosa relación, ni concebir la intimidad irreversible, emocionante, que surgió, o así lo sintió Sebastián, durante aquella larga conversación que sólo languideció hacia el amanecer. En ese lugar, justo en ese lugar, metro arriba o metro abajo, mientras Vera y él permanecían acostados sobre la fresca hierba verde frente a la serena oscuridad, recuerda Bastian cómo estremeció a Sebastián una revelación repentina: podría vivir siempre junto a esa mujer, quería hacerlo, nada cambiaría esa convicción. Y ciertamente, nada la ha cambiado. Si el amor es una obsesión, él sigue enamorado; si es un sentimiento limpio y puro, está patológicamente enganchado a él. Se le ocurre que tal vez Julián sintió en algún momento algo parecido. ¿Está celoso? ¿Él también te amaba, Vera? No, no puede ser tan simple. Hay algo más. No puede ser tan simple.

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