Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– En el sentido convencional en que uno es hijo de alguien, sí. Conocí a su madre, me uní a ella, nos casamos, quedó embarazada, tuvimos una hija, le pusimos el nombre de Vera y fuimos una familia. Hay fotos que lo prueban. Los tres en una cena de Navidad, su madre y yo en un crucero, haciendo el gilipollas. Vera de niña con la madre, en el cochecito. También alguna mía con Vera en brazos. En ese sentido convencional, fui el padre de Vera. Lo soy aún.

– ¿Y en los demás sentidos? -demanda Bastian, un poco airado por la premeditada ambigüedad del ex policía.

– En ésos no. En esos sentidos que dices, los demás, fui muchas cosas más que sólo su padre. -Julián habla cada vez en tono más bajo y más pausado, estupefacto como si los pensamientos que llevaban años ocultos, minándole poco a poco la conciencia y tal vez la razón, estuvieran adquiriendo sentido nuevo, real e irreversible, al concretarse en las palabras pronunciadas por su voz al límite del aliento, repentinamente envejecida-. Muy benévolo habría que ser para seguir considerándome únicamente el padre de Vera después de lo que pasó.

– ¿Vera era una niña feliz? -pregunta Bastian al azar, muy deprisa, más que nada para impedir que se alargue el silencio, para acallarlo. Este silencio se le antoja un narrador procaz que cuenta sin necesidad de palabras repulsivas detalles sobre la relación entre Vera y Julián que él no quiere oír.

– No sé lo suficiente de niños para responder -explica el ex policía-. A veces se reía mucho, lo pasaba bien con sus amigas. Otras, estaba muy callada, a lo suyo, o ensimismada delante de la tele. ¿Quién coño puede saber lo que piensa un niño callado? Tampoco me preocupaba mucho, si soy sincero. En ningún momento he dicho que yo fuera el padre modelo, ¿verdad? Podía ser muy simpática, encantadora, igual que de mayor. Y caprichosa, voluble, irritante. Igual que de mayor. Con su madre se llevaba mejor, aunque también tenían sus broncas.

– ¿Qué pasa con la madre? ¿No tenía nombre? -Bastian sale al paso con una ligera afectación ofendida, como si considerara un desprecio inaceptable que el ex policía no llame a la madre de Vera por su nombre.

Julián suelta una risita sarcástica, y paladea un instante las dos sílabas con que se dispone a responder. Sabe que cerrarán la boca de Bastian.

– Vera -dice. Y como Bastian, confundido como si no hubiese entendido, no responde nada, lo repite de nuevo-: Se llamaba Vera, chico. Vera, igual que la hija, ¿entiendes? Y como en esta historia sólo hay para mí una Vera, y no puede haber otra, por eso digo «la madre». ¿Tú no harías igual en mi lugar?

El mutismo de Bastian es de nuevo una respuesta afirmativa. Cierto: él, como al parecer también Julián, no podría llamar Vera a ninguna otra mujer de su mundo pasado, presente o futuro. Ambos lo saben de sí mismos desde hace mucho. Ambos lo han intuido del otro con nitidez irreversible desde hace un rato.

– La madre -sonríe Julián, y subraya las dos palabras como si fueran una victoria sobre el otro. Tal vez complacido por ello, concede unas explicaciones someras que luego no admitirán preguntas- era una mujer hermosa de verdad, más que la hija. La magia de Vera nunca estuvo en la belleza física, supongo que estás de acuerdo. La madre me quería más a mí que yo a ella. Yo también la quería bastante, no vayas a creer que soy un monstruo. Nos llevábamos bien, era cómoda la relación. Eso sí, solía venirme con planes de futuro, irnos del pueblo con los ahorros que teníamos, empezar en otro sitio. Empezar qué, me preguntaba yo. Aunque por supuesto no se lo decía así. Cuando me salía con esas miraba al techo, o le daba largas, o la besaba para cambiar de tema. Yo estaba bien aquí, además en el trabajo me iba bien, me hablaban de ascensos, distinciones y esas cosas. La madre quería irse de Padrós, hacer más cosas en la vida. Puede que yo la forzara a quedarse. Sin mí se habría ido, estoy seguro. Luego fue su hija la que se largó. Tal vez el ansia de escapar de la mediocridad es hereditaria. Pero lo cierto es que ella, la madre, aquí se quedó. Aquí nació y aquí murió. Cuarenta años de vida, poquísimo, una mierda de años. Un cáncer fulminante, nadie se lo podía creer. Yo luego he pensado que si no hubiera muerto, si no le hubiera tocado esa lotería negra, no habría pasado nada de lo que pasó. Pero cuando nos dejó en 1989, alrededor de veinte años ya, Vera tenía diecisiete para cumplir dieciocho, la mayoría de edad. Y yo cincuenta. ¿Por qué le daré tantas vueltas a las fechas concretas? Se me meten en la cabeza y no paran, venga ir y venir. Pues aquellos meses, hasta que cumplió dieciocho, se desató entre nosotros la guerra que llevaba años preparándose. Su madre era el muro de contención, y desaparecida ella…

– ¿Me vas a contar de una vez lo que pasó entre vosotros? se atreve por fin Bastian a querer saber.

Julián alza la vista y surge en su rostro un lento y lejano amago de sonrisa, algo parecido a una mueca sinceramente esforzada en expresar ternura sin lograrlo. Su rostro es la versión siniestra del rostro de un anciano afable que evocase el día que conoció a la chica sana y bondadosa que habría de hacerle feliz toda la vida. La misma cara, supongo, que se me pone a mí al pensar en aquellos días.

– Eso -dice Julián, otra vez de regreso desde su viaje infinitesimal a la vieja felicidad perdida- queda para mí y para ella, donde quiera que esté. La agredí, creo que la agredí. No, estoy seguro. La agredí brutalmente, aunque de forma extraña. Pero en ningún momento dejé de amarla. Tampoco hoy. La plaza de Padrós, cuánto pienso en ella… A lo mejor hemos coincidido todos alguna vez: tú de niño con la metralleta y la madre de Vera y yo paseando con nuestra hija. ¿Quién me iba a decir que en el cochecito, dormida como un ángel, iba mi perdición en forma de bebé? -Julián inspira vigorosamente para abortar el asalto de la melancolía y se pone en pie-. Y ahora, llévame a la bodega.

– Un momento -Bastian se planta ante él, impidiéndole el paso con tal determinación que el ex policía piensa por un instante que va a atacarle. Pero su única, amilanada intención es retrasar otro poco la visita al cadáver. Sabe que es absurdo, pero no puede evitarlo-. A mí me contó que se casó con Humberto, que Humberto le hizo muchas putadas y que vino a Padrós para vengarse de él robándole. ¿Todo eso es cierto?

– Todo no -Julián capta las vibraciones acobardadas de Bastian, y sonríe con arrogancia que puede ser superioridad o defensa contra los mismos miedos-. Es verdad que se casó con Humberto a los dos años y pico de morir su madre. Fue su pasaporte al mundo exterior. Y también es verdad que Humberto le hizo muchas putadas, menudo hijo de puta resultó. Pero lo que no es verdad es que Vera viniera a Padrós para robarle a él. El dinero no era de Humberto. Vino a por el dinero, por supuesto. Pero los planes respecto a su ex marido eran otros, y bastante siniestros -Julián alza el bastón sosteniéndolo por su mitad y apoya con suavidad casi paternal la empuñadura sobre el pecho de Bastian-. Venganza contra él. Y en esos planes entrabas tú. Por eso te contó que a quien iba a robar era a Humberto. Le interesaba que lo creyeras. Eran planes muy sucios, muy cabrones, dignos de nuestra Vera querida. Venga, chico, vamos ya a la bodega. A mí también me da miedo, seguramente más que a ti. Pero hay que ir. Allí está la verdad. Lleva cuatro años muerta, esperándonos a los dos.

28

Las muñecas a la espalda, amarradas con alambres de púas apretados con alicates hasta la sangre. El cuerpo desnudo, desvalido. La sonriente indolencia del verdugo, el alfiler centelleando entre sus dedos bajo el mismo foco que te ciega a ti. Sudor y pánico, inutilidad del grito o de la súplica. La mano izquierda del verdugo te agarra con firmeza la cabeza y la inmoviliza. Tratas de liberarte pero es imposible. Ambos lo sabéis, y ello aumenta tu desesperación y su calma. Entonces el alfiler avanza sin prisa alguna hacia tu globo ocular. Lo ves venir, y sabes la devastación física y psicológica que trae consigo. Recurres al refugio ingenuo del párpado cerrado, pero la diminuta punta del alfiler penetra en él sin problema, lo atraviesa y se hunde en el ojo, y avanza y avanza y avanza. Sientes que el alfiler es de fuego o de líquido helado, y se solidifica dentro de tu ojo. No sirve de nada gritar, pero gritas. ¿Cómo no vas a gritar? Es inevitable hacerlo, y Bastian lo hace.

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