Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Mientras estaba allí, no tenía que buscarle y Martin prolongó ese tiempo, dejando escapar de vez en cuando, igual que escapa el palpito de una herida en la que sólo el palpito obliga a pensar en ella, la pregunta en la que no quería pensar.

– ¿Dónde está Abdellah?

Mucho más tarde, alguien empezó a mover la puerta del templo y le dijo algo. Martin salió sin mirarle. Afuera era de noche. Apartándose de la avenida de plátanos, que iba a la plaza y al pasadizo del zoco, se metió por callejuelas de arena, iluminadas por faroles muy separados en los que no ardía más luz que la de una vela, hasta detenerse en un terraplén – era un terraplén, no una escollera o un acantilado- con el mar debajo. Había parejas y hombres solos sentados entre los matorrales, a los que se distinguía con la dificultad de las luces de la calle de atrás. Abdellah no estaba allí.

Se volvió y estuvo meditando delante de una casa de dos pisos, con decorados de escayola, un balcón largo de piedra con macetas robustas y una verja.

De pronto echó a correr, abrió la cancela de un golpe, casi el mismo con el que empujó después la puerta y apareció en un salón pequeño, donde un hombre bastante mayor, de rasgos consumidos y vestido con un traje gris, estaba leyendo un periódico. Se frenó a escasos centímetros del hombre mayor y gritó:

– ¡Padre, tienes que proteger a Abdellah!

El hombre mayor hizo un gesto de incomprensión, que parecía más dirigido a la conducta del hijo que a las palabras que decía.

– ¡Muchos les protegen! ¡Nosotros vamos a proteger a Abdellah!

Y entonces Martin respiró hondo, como si al decirlo se hubiera descargado de algo más que de lo dicho.

5

– ¿Martin? -abrió los ojos, la misma mancha roja derivando con el capote negro detrás.

Se levantó de un salto, se encogió como si esperase una embestida y empezó a girar sobre sí mismo con las manos a la altura de la cara. Allí estaba el río, la llanura de suelo pesado y el horizonte sin señales debajo del cielo curvo. Pero no el extraño. Se dejó caer igual que si le hubieran lanzado una carga con la que no podía. Luego retrajo las piernas y hundió la cabeza en aquel refugio hecho con su propio cuerpo. Un refugio sacudido por sollozos secos que se entretuvo en escuchar como si no fueran suyos -y quizá no lo fueran, porque entre las cosas que no recordaba también estaban los sollozos, aunque también le pareció que por mucho que sollozara, él, y muy posiblemente ningún otro, nunca podría reconocerse en una desesperación tan neta, tan arrancada de un espíritu que hasta entonces había parecido humano.

No vio al extraño, el extraño se había ido al despuntar el día. Cansado de sus patadas, chillidos, arañazos y cansado de la propia obcecación en no soltar la cazadora y en querer ventilar el asunto con una sola mano. Amaneció con la misma luz encarnada que ahora se iba, subiendo del horizonte de donde venía el agua una línea encendida. El extraño estaba de rodillas y le agarraba de un talón, en una postura en la que cualquiera hubiese dicho que sólo quería descalzarle. Dejó caer el pie, le lanzó la cazadora a la cara y se metió en el río sin mirar atrás, con un caminar de verdadero cansancio en el que la corriente -que por la noche le había empujado a cruzar- parecía rechazarle y negarle la otra orilla.

Se durmió con la sensación exhausta de algo parecido a una victoria y ahora, al despertarse, descargaba la tensión que, de no ser por el agotamiento, habría descargado cuando el extraño se fue. Visto con distancia, la distancia de un sueño largo y la de la ausencia del enemigo, el extraño no le parecía tan fuerte ni tan decidido como cuando le vio llegar. Seguramente no era más que una de esas centinelas individuales que se dejan en un territorio demasiado grande para controlar movimiento de tropas. Una especie de loco de la guerra, camuflado en pleno desierto, que sobrevive durante meses con un poco de alimento en conserva y un pellejo de agua y que en él había encontrado un motivo para salir de la monotonía. Pero que una vez exprimido el motivo, volvía a su agujero con entretenimiento suficiente para pasar otros cuantos meses.

Sí, estaba seguro. Todas las cualidades que puso en el extraño, las había puesto su propia debilidad. Si él mismo se hubiese sentido fuerte o, por lo menos, hubiese sabido quién era, la refriega -sin armas, además- no habría pasado de un malentendido y algún tortazo.

Sacó la cara del refugio y miró a un punto del infinito que reflejó su propia mirada.

– ¿Martin? -volvió a preguntar.

No se sentía tan descansado como en el despertar de la noche anterior. Y las imágenes que le estaban pasando por la cabeza -una calleja azul y sucia, cinco niños, un puente y un mar, una iglesia donde uno de los chavales se refugiaba, un terraplén, un hombre mayor- no le parecieron exactamente las de un sueño, sino que tuvo la sensación de haberlas estado viviendo o de haberlas vivido, antes o durante el sueño, y que el haberlas estado viviendo o haberlas vivido le había quitado descanso o le había cansado más.

Era una historia entera de la que había aparecido un pedazo, sin la seguridad de que esa historia fuera suya, aunque tenía la certeza de que esa historia era anterior a aquel sitio y, por tanto, la había traído de fuera. No le resultaba especialmente familiar. Alguien llamado Martin se la contó alguna vez. Tenía la sospecha de que las imágenes estaban vistas por el tal Martin. O por alguien que le conocía muy bien. Tal vez él mismo.

Además, había en ella algo paralelo a lo que había sucedido con el extraño. Quizá fuera sólo que la violencia de la lucha disparó el resorte de otra lucha que se contó a sí mismo mientras dormía. Quizá no había que buscar nada familiar en una historia donde el que la soñó pudo haber mezclado lo que sabía o lo que tenía con el hilo que inventó para unir todo. Y él debía evitar por todos los medios que la necesidad de agarrarse a algo concluyera en una fantasía engañosa que llenaría el vacío de la memoria con material absurdo. Aun sabiendo lo difícil que era elegir entre no ser nada y ser cualquier cosa.

No debía darle muchas vueltas. Lo importante en ese momento era echarse a andar en una dirección. Por lo menos, tenía la tranquilidad de saber que el extraño se había ido.

Pero se equivocó. El extraño estaba allí.

6

Esta vez el mensajero traía algo escrito en la cara. Seguía siendo el mismo fanático de la noche anterior en sus gestos y en su aspecto, pero la belleza de mayorías, que ahora le resultó aún más inerte, estaba partida por un rictus fijo de la boca. Era la casi sonrisa que ya le había visto, de labios apretados que en realidad servían a una expresión desdeñosa, pero clavada en el rostro como si el rostro hubiera hecho demasiados esfuerzos inútiles por quitársela de encima. Como si la casi sonrisa se hubiera estado mirando en un espejo tratando de convencer a su dueño de que era el único gesto posible con aquella pobre humanidad resistente y malvestida de soldado que tenía delante, pero como si, al mismo tiempo, el hecho de trabajar con la sonrisa en el espejo hubiera confundido al que lo hacía, por la sencilla razón de no haberlo hecho nunca.

La cara del mensajero y la cara del soldado tenían una expresión común: ninguno creía lo que estaba pasando. El mensajero no creía que tuviera que hacer un segundo intento para llevarse a aquella piltrafa y la piltrafa no creía que el mensajero estuviese allí.

Estaban de nuevo frente a frente, aliento con aliento, en lo que parecía un único espacio, cada uno viendo en el otro el gesto de incredulidad y aumentando esa misma incredulidad por estar viéndola en el otro.

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