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Alejandro Gándara: Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992 En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Una curiosidad que tenía que ver con cosas, no con alguien y mucho menos con alguien que pueda reaccionar. Los ojos del extraño le daban vuelta como si estuvieran buscando una etiqueta de envío o algo parecido.

– ¿Qué quiere? -le salió una voz aguda que no era la suya y que, de haber dicho más, se habría roto en algún sitio.

El otro había bajado la vista hacia un punto de sus pies y no la levantó. Luego, fue subiendo hasta la cara del que esperaba una contestación y se quedó en ella con un gesto que estaba entre la repugnancia y la sorpresa.

– Dígame qué quiere -tuvo la sensación de que cada sonido bailaba en su boca como una burbuja y que explotaba antes de salir.

El extraño no era más alto, pero su envergadura era el doble. Olía a arena mojada. Su aliento, en cambio, no olía a nada, a pesar de tener la boca y la nariz encima de su boca y de su nariz. Ahora la cara no le pareció tan perfecta, aunque fuera aquella perfección inexpresiva y tópica con el pelo rapado. Se le había deformado en una especie de perplejidad embrutecida, con la boca abierta y los ojos empequeñecidos como los de un miope que hace esfuerzos. Viene a cumplir una orden, no es alguien con quien pueda hablar, pensó.

– Dígame qué quiere…, por favor -dijo a pesar de todo y supo que lo dijo a cambio de no echar a correr.

Entonces sintió la mano que le cogió de la manga, no del brazo, de la manga.

– ¿Qué está haciendo? ¿Qué hace? -chilló de pronto, como si hubiera estado esperando chillar desde hacía mucho y sintiera la completa liberación de hacerlo.

La mano dio un tirón y el cuerpo cazado sintió la sacudida. Las piernas se movieron un paso en el aire para hincarse después de rodillas. El extraño pegó media vuelta de una forma casi marcial y el que estaba arrodillado se fue a tierra de golpe. Mientras le arrastraban, gritó y pataleó como si no tuviera otra fuerza en el cuerpo que la de la garganta y los pies. Iba tragando arena y cada alarido y cada coz era también un esfuerzo por escupirla. Ya estaban en la orilla.

El extraño, seguro de su poder, dio un nuevo tirón a la manga, quizá con la intención de cargárselo al hombro o de llevarlo en vilo sobre el agua, y lo que consiguió fue desenfundarla del brazo con una limpieza a la que contribuyó la posición de bruces y totalmente vencida del hombre arrastrado. Los dos dudaron un segundo. El extraño observó la manga esperando encontrar un brazo dentro y el otro observó la manga preguntándose dónde estaba su brazo. Pero el segundo del arrastrado fue más breve. Con un giro brusco, más desaforado que preciso, se quedó en posición de librarse también de la manga, que era la manga de la cazadora, que todavía tenía enfundada. Sólo tuvo que volver el cuerpo y dar un golpe de hombro. Enseguida estuvo libre y rodando por el suelo, mientras su adversario se quedaba con la cazadora en la mano viéndole dar vueltas.

Echó a correr. El otro tardó en hacerlo y, cuando lo hizo, se llevó con él la cazadora, dispuesto a no perder nada de lo que había venido a llevarse.

Estaba encima pocos metros después. Sin soltar la prenda, le agarró por el cinturón de las cartucheras y le atrajo con una facilidad contra la que nada pudo el intento, ya enloquecido, de seguir corriendo y de arrastrar con esa carrera la masa íntegra de músculos sujeta al cinturón. Durante un tiempo, quizá breve en la cabeza del extraño e inesperadamente largo en la suya, llegó a estar convencido de que al final conseguiría arrastrarlo.

Poco después estaba exhausto. De espaldas al que le agarraba, resollaba como un animal al que le han estrangulado los pulmones. Él mismo se volvió mansamente hacia el perseguidor y el perseguidor le recibió con algo parecido a una sonrisa que en realidad era una boca apretada y desdeñosa. Se quedó mirando ese rictus, mirando la cazadora y mirando la mano del cinturón, igual que si leyera en un documento que la propiedad de su persona había cambiado de manos. No supo por qué pensó entonces que eso también tenía relación con la vida de la que no podía acordarse. Una vida que, fuera cual fuese, ahora estaba en otras manos.

Como en esa mano que le agarraba el cinturón y que de pronto el soldado empezó a arañar con una furia histérica, hasta sentir que la piel se abría y que nuevos tejidos aparecían en el filo de las uñas.

Volvió a correr y volvió a ser cazado. Muchas veces en esa noche. Pero el extraño no quiso nunca soltar la cazadora y eso le dio siempre una ventaja: la ventaja de enloquecer contra una única mano que tenía al otro extremo un ser completamente convencido de que con una mano bastaba. La de saber que su locura y su miedo podían resistir a una única mano del enemigo. Aunque no supiera durante cuánto.

4

– Tienes que ir, Martin -aunque también había otros que decían sólo Marti, con una dificultad extraña en la pronunciación-. Nosotros vamos contigo, te lo juramos, pero tú tienes que ir, Martin.

Martin iba mirando a las caras que le estaban hablando. Era más delgado que los otros chiquillos, pero también mucho más alto. Al final, Martin se quedó fijo en la de uno que se parecía a él. Sólo se parecía en la piel blanca, pero eso bastaba para que los dos se distinguieran del resto de los muchachos, de piel casi negra y pelo duro y crespo. También les distinguía la ropa. Los muchachos oscuros llevaban camisas y pantalones de persona mayor.

– ¿Tú qué dices, Jorge? -preguntó.

– Nehedid, Larbi y yo hemos estado hablando antes de que tú llegaras. Pensamos lo mismo. Falta lo que diga Abdellah -la forma de contestar de Jorge dejaba bien claro que Martin no podría apoyarse en él para esquivar el asunto.

– Hay que darle a los Comerciantes -sentenció-. Pero pregúntale a Abdellah. Abdellah puede decírtelo.

Abdellah era el más pequeño de todos. Llevaba una pierna encogida y una muleta. En esa pierna, el pantalón flotaba.

– Pues habla, Abdellah -dijo Martin suavemente.

– Yo no tengo nada que decir. Lo que digáis todos -el chiquillo miraba a la goma donde se apoyaba la muleta y jugaba con ella como si quisiera escribir un mensaje en el polvo de la callejuela de casas bajas y azules.

Jorge adelantó un paso hacia él.

– ¿Que no tienes nada que decir? ¿Eso lo dices tú? -gritó fuera de sí.

– Aquí no vendrán los Comerciantes -murmuró el cojo-. En el zoco estamos seguros.

Jorge y los otros dos le miraron con un gesto de repugnancia. Abdellah dejó de jugar con la muleta y la pegó a su cuerpo como si alguien hubiera amenazado con quitársela.

– Por lo menos, cuéntale a Martin lo que pasó -Jorge había cerrado los puños con los brazos tensos hacia abajo, en una postura algo militar.

– Tienes que hablar, Abdellah -dijo Martin poniéndose a la altura de Jorge y desplazándole un poco con el hombro.

El cojo le miró desde lo más profundo de su muleta, de una forma con la que Abdellah parecía expresar una culpa escondida, no por algo particular, sino por muchas cosas y, sobre todo, por ser Abdellah.

– No fue nada. Fue una broma como muchas veces. Nada.

– ¿Nada? -volvió a gritar Jorge -. Larbi te vio. ¿Quieres que lo cuente Larbi?

– ¡Calla! -ahora fue Martin el que gritó-. Lo va a contar Abdellah. Déjale en paz.

El cojo estaba a punto de llorar. Llegó a hacer un puchero raro, de niño mucho más pequeño que él.

– Yo estaba a la puerta de la tienda de Yibari a ver si me mandaba a por algo, como todas las mañanas. Ahora Yibari no quiere que entre en la tienda y que espere allí. Dice que tengo que esperar en la puerta. Y no en la misma puerta, sino en el soportal.

– ¡Eso ya lo sabemos!

– ¡Tú también te callas, Nehedid! -ordenó Martin sin dejar de mirar a Abdellah.

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