En la piel y en las vísceras quedaban garfios de aquel sitio, tirando de él como si tuviesen cogida una herida. Estiró los dedos y volvió a hundirlos. Más que cavar, se agarró al polvo. Volver, no. Tenía el agujero y las manos que lo hacían. ¿Qué tuvo allí?
Miró por encima del cerco que estaba ya a la altura de los ojos. Apartó un lado del montón y trepó afuera. Luego se quitó la guerrera y la extendió. Enterró las mangas bajo pilas de arena y el resto lo camufló con una capa delgada.
Volvió a meterse en el agujero, cogió dos puntas de la prenda y se cubrió con un techo hasta la rendija que le permitía ver la ribera a distancia.
Ya estaba esperando.
Adelante, amigo.
Dejó escapar una sonrisa cuando la silueta apareció en la otra orilla. A él le quedaba paciencia para mucho más. La fuerza para esperar en el tiempo indefinido estaba intacta. Quizá se había equivocado con el extraño y la costumbre de la eternidad no tuviera que ver con las fuerzas para aguantar el tiempo, esas fuerzas sólo naciesen de la experiencia pequeña y mortal.
¿Cuánto había pasado? Nada. Pero allí tenía al impaciente, al borde del agua.
La silueta se detuvo en el centro de la rendija. Vio que la cabeza se movía a los lados, buscándole. El resto del cuerpo permanecía muy quieto, como si la búsqueda lo hubiese parado de una forma especial.
– Ahora tienes que cruzar -dijo en voz alta en su agujero-. Tienes que cruzar sólo para verme.
De pronto, la silueta giró y se puso a mirar el camino por el que había llegado. No al suelo o a las zonas del suelo, sino a algún origen situado entre el horizonte y la bóveda. No se movía. No estaba intentando volver. Simplemente miraba a aquel punto como esperando señales o instrucciones. Martin miró también en la dirección, echándose a los lados del agujero y asegurándose de que lo estaba viendo todo: la llanura, el cielo, el resplandor de siempre con el río atravesando esa fijeza que parecía el producto endurecido de un pensamiento incapaz de añadir nada.
– No es por ahí -volvió a decir en voz alta-. ¿Qué te pasa? ¿Crees que he cruzado y me he perdido en la otra parte? Un momento. La jugada es nueva. No olvidemos al que está jugando. Cuidado. Yo no voy a salir de aquí.
La silueta continuaba vuelta hacia la profundidad sin avisos. Clavada en el suelo, con una especie de pasividad agotada que necesitaba el exterior para reanimarse.
– No voy a salir. Puedo esperar mucho todavía. No importa que esté aquí. También debo estar preparado para eso -murmuró deprisa, como si tuviese que aprender deprisa.
Cuando volvió a concentrarse en la silueta, vio algo. Estaba lejos. El agujero tenía más de cien pasos hasta la orilla. Lo que se movió no fue claro, aunque se repetía: en la mitad del cuerpo, separándose, volviendo, quizá una seña. No para él, escondida de él.
Trató de no mirar más que eso, allí, en la cintura, poco más que un temblor, y de borrar lo que quedaba fuera, el cuerpo que no era aquel temblor.
Arrugó los ojos en un gesto tan reflejo como el que retiró el techo lentamente hacia atrás, dejando descubierta la mitad del agujero y buscando más visibilidad, más campo, para apreciar lo casi invisible. Aplastó, con la misma necesidad de espacio para la vista, arena del cerco que no le molestaba y al final se quedó agarrado al borde.
¿Eran manos? ¿Manos que estaban diciendo algo a nadie?
Estaba lejos. Tenía miedo de adivinar y de caer luego en la trampa de lo que adivinaba. No era una seña para él, quizá tampoco era nada. No había que averiguar.
– Cuidado. Nada le impide darse la vuelta y cruzar. Yo le conozco -ahora, el murmullo pareció quedar aislado de la expresión que miraba.
Había descubierto el temblor claramente separado del cuerpo, con luz que se metía por medio y dejaba una sombra pequeña enfrente de la sombra grande. La silueta movió los pies. No era enfrente, era a los lados, dos sombras pequeñas despegadas y con un gesto que palpitaba fuera del tronco.
Eran manos. Manos haciendo algo en dirección al horizonte y la bóveda. Abiertas. Manos abiertas. Separadas. ¿Separadas para preguntar a distancia? ¿Para decir que esperaban? Cuidado. La curiosidad y la trampa. No tenía que adivinar, ni que averiguar.
La expresión de su cara cambió de repente. Igual que una onda en el agua que iba alejando las arrugas del gesto intrigado. Moviéndolas hacia los bordes y poniendo en su lugar una limpieza un poco atónita que apenas duró y que era ya una limpieza vaciada, inmóvil, de carne aplastada por un molde. Los puños cogieron arena y se quedaron arriba, en el sitio de antes. Lo demás fue un escalofrío de retirada que se detuvo antes de la pared.
Fue otra vez a la sombra. De las manos al cuerpo despegado. Lo recorrió de arriba abajo. Muchas veces. No pudo ver más de lo que había visto antes. Sin que a la silueta llegara ninguna claridad, datos. Clavada en la otra orilla, indiferente a él.
Tenía la sensación de estar paralizado dentro de un agujero cavado por su propia parálisis. El agujero ofensivo, no protector, y ahora sólo agujero de hombre congelado.
Pareció que sus ojos ganaron un resto de vida cuando, cansado de mirar en la silueta impasible, dentro de la sombra que no le mostraba más que oscuridad, empezaron a resbalar por los contornos de la figura con la luz débil que se detenía en ellos. El pelo, los hombros, los brazos, la cadera, hasta llegar a los pies y después volviendo a subir buscando aquellas manos separadas, la curva de las yemas, el lugar donde los dedos se juntaban con la palma. Muchas veces y cada vez más lento, tropezando más en cada recorrido como si cada punto de la línea sobre la que antes era fácil resbalar, se estuviera convirtiendo en algo rocoso.
Cerró los ojos sin apretarlos, en un gesto de alivio y descarga. Cuando volvió a abrirlos, no fueron a la otra orilla, sino al fondo del agujero. Subieron más tarde por la pared y al llegar arriba arrastraron al hombre que estaba dentro y que apareció en la llanura con un salto demasiado elástico, demasiado despierto contra su propia cara vaciada que había estado agotándose y mirando.
No fue más que un rapto de energía que le permitió trasladarse desde la pasividad del hoyo al exterior del hoyo.
Al principio, la figura estuvo quieta. Martin notó que las manos habían vuelto a su sitio y no se habían despegado más. La inmovilidad ya no buscaba en su origen, sino que permanecía allí, con la conciencia de un espacio ocupado, en la proximidad del río, de espaldas a la zona en la que no le encontró. Estaba vuelta, pero él tenía la seguridad de que la espalda miraba y sentía.
No podía ser el peso de las cartucheras llenas de tierra lo que le hacía caminar doblando las piernas, el cuerpo vencido – aunque la cabeza le seguía vertical y fija- y los brazos empujando y sacándole a alguna superficie. No era el peso de las cartucheras, sólo podía ser el peso de un camino hecho contra la voluntad y en el que cada zancada dejaba en el aire una estela de paso hacia atrás, de sentido contrario. No saldría del agujero y salió. No adivinaría y adivinó. Podía seguir esperando y salía al encuentro. Le cazaría con un arma y marchaba hacia él desarmado.
Estaba seguro de que miraba y sentía, y lo estuvo más cuando alcanzó la orilla y el cuerpo de enfrente no se movió. Él utilizó ese tiempo para recomponerse con ademanes de estar esperando delante de un espejo a que salieran por una puerta que estaba a punto de abrirse. Trató de enderezar las piernas y desde ahí poner derecho lo demás. Luego empezó a sacudir el uniforme y a revisarlo con la extrañeza ante una cosa descubierta. Las manos lo hicieron con incertidumbre, cuello, arrugas, botones, y retirándose deprisa, como si la piel o la prenda estuvieran demasiado deshechas. Después tocó los sitios de la cara y el pelo.
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