La mirada rebotó en la zona de los soldados y repitió el trayecto hasta quedar enfrente del callejón de las ratas. Luego, se introdujo en el callejón y enseguida buscó en el final de la calle grande, con otro arco a la izquierda y una continuación angosta que terminaba en una convergencia falsa. La cabeza del coronel se movía a todas partes, pero el cuerpo estaba paralizado. Estaba a veinte o treinta pasos del pelotón. De pronto, reparó en esa distancia como si fuera a decir algo, pero antes de decirlo descubrió, por una esquina del ojo que quizá estaba esperando, con una rapidez que se anticipó a lo que aparecía, la mancha blanca de un vestido, la pelambrera negra y suelta que caía sobre los hombros y el volumen completo de la presencia que surgió en su mismo lado.
– ¡No! -gritó con la conciencia de que ese grito estaba siendo sepultado por un estrépito más rápido que su voz y sus ojos.
Aún tuvo tiempo de ver, bajo el humo de la descarga que se elevó en un silencio que le obedecía demasiado tarde, el chirrido de los tableros empujados de golpe igual que viseras y el otro humo, el humo a la altura de un hombre, que salió de todos los agujeros de la calle y que puso una niebla tranquilizadora, aliviando la fetidez y la angustia, en lo que ya no miraba.
Siguió escuchando disparos y pisadas más tiempo, hasta que todo empezó a irse por un callejón más largo. No vio el final del callejón, pero pensó que sería infinito.
Cuando abrió los ojos, se encontró con un cielo de polvo uniforme y una sensación ardiente en la piel. Estuvo así un rato, reposando en una incertidumbre que le ofrecía con la misma claridad una vida y una muerte posibles. Después ladeó la cabeza y reconoció las casas con el piso de lodo en el nivel de su cara.
Se sentó agarrándose la cintura que le estaba abrasando y que extendía calor al resto del cuerpo. En esa postura, que parecía atar dos partes iguales y separadas, miró alrededor. Detrás había soldados inmóviles: unos, tendidos en el regato con la cara levantada y dormida en el arma y otros, sentados contra la pared, las piernas recogidas y los rostros indiferentes a puntos del suelo.
Se arrodilló, inclinando el cuerpo abrasado, y se levantó. Antes del primer paso, los oídos quedaron abiertos a la calma exterior y espesa de la que habían desaparecido los rastros: no había voces, ni disparos, ni rumor físico de cosas. Miró hacia el arco de atrás y se puso a caminar en el otro sentido sin quitar los brazos que pegaban las mitades, con pasos pesados que chapoteaban en el regato y la cabeza rígida en la única sujeción que le quedaba a la gravedad creciente del organismo.
El bulto blanco había quedado tendido casi en el centro, reunido junto a la prominencia del tronco, en una forma abrigada de la humedad y del detritus. Fue desviándose de la salida del arco que quedaba a la izquierda y acercándose al resto humano. Los pies empezaron a arrastrarse en la proximidad de un cuerpo negro y enorme, con la cabellera larga y estrellada en barro que subía lentamente por ella. Apretó más los brazos y se agachó. Una de las manos tendió los dedos sin separarse apenas de lo que sujetaban, en dirección a la cabellera. Se inclinó hasta que estuvo a punto de rozar al hombre tendido, pero los dedos no llegaron. Hicieron entonces el gesto de tener algo entre ellos y acariciarlo como una trenza inacabable, mientras no dejaba de mirar con los ojos líquidos de un pájaro posado encima, la nariz aplastada y la boca con una cuchillada central del grosor justo de una moneda.
Más tarde, cuando medía las fuerzas para incorporarse y cuando la vista le dirigía hacia el arco, escuchó de la boca que no pudo ver y que tampoco se habría atrevido a mirar:
– El carnero…, el carnero blanco.
Tenía la impresión de estar corriendo, pero sabía que la plaza se alargaba más que su prisa, que necesitaba correr y la electricidad de esa carrera. Aunque estuviera dejando la misma huella de sueño que la plaza desierta, desierta para él solo y desierta para que corriese sin obstáculo a su final.
Vio la calle que tardaba en acercarse y que su deseo apresurado quizá estaba empujando hacia atrás, hacia otra ciudad con la misma calle que no alcanzaría nunca. Trató de asegurar detalles, de fijarse a ellos con una voluntad que hacía nudos y que tiraría de él con cuerdas hacia el sitio de los nudos. El farol, la esquina, aquello le bastaba. Y tendría que bastarle sobre todo ahora en que manchas acidas entraban por los laterales de la visión y hacían borrones en los contornos. Un farol, una esquina.
Las casas abandonadas o cerradas, con la señal de muchos abandonos y cierres que consumía los materiales, y las calles sin gente, dejaron pasar al hombre mayor vestido de militar que hacía los esfuerzos de una carrera, pero que se movía con una lentitud dolorosa, agitando una carne sin nervios, avanzando y deteniéndose a golpes, como si tirase de él una fuerza distraída que sólo a ratos se acordaba de que había alguien en el extremo.
El farol y la esquina. Estaba allí. Se paró con la boca abierta por algo que ya no era jadeo, sino un simple ruido incapaz de mover el aire que se quedaba a las puertas del agujero.
Entonces, dudó. Podía verse la duda en los ojos que se adelantaban a la cara o en la cara que se retraía de esos ojos apuntando a direcciones casi opuestas. Una, hacia un fondo oblicuo y otra, hacia la bocacalle de la esquina. Esa doble fijeza le inmovilizó del todo y fue cargando sus pies en el suelo, descolgando el cuerpo hacia un lecho irremediable.
Le quedaron energías para separar los brazos y verlos empapados de sangre. No miró el lugar de la herida, sólo su presencia en los brazos, antes de despedirse, con una mirada que todavía pudo ser triste, del fondo oblicuo, más allá de la calle y quizá de otras calles.
Se dejó caer por la derecha. Tal vez había llegado rodando o tal vez se había levantado en ese momento, pero estaba de pie, delante de una casa con verja, balcones de piedra y decorados de escayola, dando la espalda a un mar tan callado como lo demás.
La verja estaba abierta. La grama del jardín parecía entera y tan verde como si la estuviese recordando. La puerta de la casa también estaba abierta. Pensó que atravesaría el pasillo y llegaría a un fondo de luz congelada donde le estaban esperando.
– Abdellah -fue todo lo que dijo.
Y, mientras lo decía, le dio tiempo a pensar que ya no podría decir nada más.
Detrás del hombre caído sobre la grama, inerte y agarrado a sí mismo, quedó un terraplén y un mar callado.
Estaba metido hasta la cintura, pero no bastaba. En ese agujero tenía que aguardar tanto como el extraño tardara en volver -y podía tardar tanto como él, acostumbrado a fracciones del tiempo, no llegaba a imaginar-. Hurgaba y arañaba en el fondo con el deseo de estar enterrando el tiempo sin medida.
Un agujero para vivir. También, un arma. Preparada para cualquier instante de la serie infinita. Se había equivocado al pensar que un agujero sólo protegía a distancia, que sólo protegía. Valía más. Valía para quedarse, valía para esperar, valía para ver y no ser visto.
Sacaba puñados del suelo descompuesto. Los ponía en el cerco amontonado de afuera y cuando ganaba altura lo empujaba hacia atrás. El suelo no se hacía más duro. Le habría gustado encontrar esa dureza, clavar los dedos y sacar pedazos. Pero la única sensación era la de restos entre las uñas y la carne.
Avanzaba deprisa. Pronto habría acabado. No tenía que dormir ni despertar nunca más. Sólo esperar durante vigilias. Era distinto, muy distinto a quedarse esperando en la superficie de la llanura.
¿Echaría de menos el otro lado? Se paró un momento y se miró las manos sucias. ¿Qué no sabía? ¿Echar de menos? Podía recordar. Recordaría, porque eso era también un arma. Pero volver, no.
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