Es curioso que reconozca a Martin ahora y ahora, precisamente, el soldado pueda ser Martin: ahora precisamente que Martin es despojado. Sólo con eso, bastaría.
Aunque hay algo más. Nadie imagina por otro lo que le quitan. Nadie puede si no es la misma pérdida. Y para ser la misma pérdida, ser el mismo. Todo esto se añade a lo que por sí solo bastaría. ¿Se puede soñar con el despojamiento de otro? ¿Puede uno ser otro? Una vida es tan limitada como su muerte: nadie sueña con una muerte que no sea suya. La pérdida es lo que nos pertenece.
Ha estado a punto de abrir los ojos y de ver a Martin metido en el uniforme de soldado. No hubiera hecho falta mirarse en el río, ver en el reflejo al pájaro de ojos líquidos que el día anterior no pudo ver. La verdadera tentación -el parpadeo que estaba fundiendo y despegándose de imágenes -, despertar para reconocerse allí, en la llanura y el río, igual que soñando se había reconocido en el otro lado, en la ciudad y el terraplén. ¿Hay otro tú en otra mesa del local vacío?
No es recordar. Es reconocer. Los recuerdos engañan y no pertenecen. ¿Quién digo que he sido hace veinte años sabiendo que ahora soy distinto? La memoria es la fe en otro lugar, pero nada más que la fe. No es recordar, es reconocer. Padre, durante todo el tiempo sólo has relatado una larga enfermedad. Y entonces, ahora, quiero que me digas qué tengo que hacer. Me estoy muriendo, Martin. Sí, te estás muriendo. ¿Qué puedo hacer yo con tu muerte?
A punto de abrirlos, pero la historia está continuando, tiene que continuar hacia otro final cercano. El tiempo está pegado a otro tiempo como dos caras de página.
Quizá es de noche otra vez. Pero si llega el extraño no tendrá el valor de llevarle dormido: está seguro de eso. Quizá pueda defenderse de él con la vida del otro lado y siempre. Está seguro: ha de llevarle despierto. Se quedará mirando y esperando en la llanura desierta, en el río, en el reluz del universo cubierto.
Martin, ¿para quién si no, sueñas este sueño?
– No importa -dijo con una seguridad que la hizo detenerse y sentir que también a ella la afectaba, una seguridad que debería ser destruida cuanto antes-. Sólo estaba pensando que me gustaría estar contigo mientras lo haces -la boca de Salima dejó, al final de lo que parecía ser otro final, una sonrisa forzada e interrogativa, como si las palabras hubiesen ido más lejos que el pensamiento y ahora estuvieran obligadas a esperar demasiado, a esperar dudando.
La mueca enfocó a Martin durante un segundo de indecisión y se desvió enseguida al espigón de rocas que se metía en el mar y en el horizonte atardecido de líneas rojas y negras. Estaban tumbados en traje de baño en la escollera que se oponía a la ciudad desde la otra orilla del entrante. La bruma que arrastraba la oscuridad en sus flecos se había posado en el puente del Lucus y extendido en una bocanada horizontal que dividía el arrecife de casas en dos mitades irreales. Desde el espigón se veía una ciudad que empezaba a ocultarse -una consunción lejana en la turbiedad del aire- dejando en la escollera una impresión de aislamiento provocado, de lugar solo. Salima, evitando aún más el encuentro con Martin -apoyado debajo al nivel de los pies- observaba a la gente que recogía sus toallas y enfilaba por el camino de arriba, junto a los patios de ducha y a las terrazas. Escuchó una voz por detrás, pero la cabeza que había empezado a volverse se detuvo en mitad del giro.
– Yo no subo todavía, Temsamani -dijo secamente.
Martin, en cambio, miró hasta el final. Temsamani estaba ya vestido, pero permanecía en cuclillas en la parte superior de la toalla sin recoger, igual que un vendedor que ofrece su estera vacía después de haberlo vendido todo, aunque también como un vendedor que no tiene nada con que llenarla y se limita a ocupar el sitio de todos los días. Las miradas de ellos sí se encontraron.
– ¿Quieres decir que vendrías a España? -la pregunta quedó depositada en un punto intermedio entre Temsamani y Salima.
– No. No iría nunca -contestó ella en un tono excesivo que la obligó a lanzar, inmediatamente después de haberlo dicho, vistazos intermitentes al rostro que tuvo que encajarlo.
Martin se dio la vuelta, abrazó las rodillas y mantuvo la vista en una plancha rocosa sumergida, la única visible en la extensión tupida del agua, donde el mar dibujaba el cerco de una transparencia. Abrazando las rodillas como si el cuerpo fuera un refugio donde el que escapa no puede escapar más, ni tampoco salir cuando lo decide.
– Tienes que marcharte y ser soldado -ella se acercó arrastrando los pies a su espalda, pero luchando todavía con la dureza de su propia voz que no se había ablandado en la misma medida en que aproximaba el cuerpo.
Martin se escurrió sobre las piedras y se tapó los ojos, la imagen de alguien todavía bajo el sol amarillo y perpendicular del día en vez de bajo el techo difundido y caliente de sus horas finales. La mirada de Temsamani -pudo sentirla- midió el cuerpo tendido igual que si midiera un nuevo alargamiento del tiempo y de la espera en cuclillas delante de la toalla.
– Yo no te he pedido que lo entiendas. Lo único que quiero es que esto no signifique nada. Nada para nosotros -dijo.
– Nada para mí -añadió en un tono distinto y menos sensible.
La cabeza de Martin detuvo los pies que se arrastraban por la pendiente de la roca. Ella los separó y la cara cegada por las manos quedó en medio y dentro de una protección extraña.
– Pero yo sí lo entiendo -contestó doblando el cuerpo y haciendo una media bóveda sobre el de Martin -. Lo entiendo todo. Debe ser así.
– ¿Debe ser así? -él retiró las manos y descubrió el rostro inverso de Salima, los ojos con la tristeza verdosa al revés, los labios rojos que no estaban riendo, las mejillas demasiado rosas dentro de la cabellera caoba que colgaba por delante y que si hubiera sido más larga habría escondido con su cortina aquella forma contraria de mirarse de cualquier otra mirada y, sobre todo, de la mirada de Temsamani.
– ¿Creíste que esto sería un camino desde el principio hasta el fin? -dijo ella.
– Dime lo que tengo que creer -Martin se puso de costado, rozando un pie de dedos cortos y juntos, a la vez que encogió las piernas, empezando a retraerse hacia la bóveda que formaba la mujer inclinada con los pies separados.
Ella colocó primero las manos en el pelo lacio y castaño y las mantuvo allí, en un silencio inicial e inmóvil. Cuando habló, los dedos se movieron como peines cuidadosos que moldeaban algo más que el pelo y que llegaban al cerebro de Martin con una sensación de descanso pedido mucho antes.
– No importa -esta vez la seguridad se había disuelto en el sentimiento de haber encontrado la forma de un intercambio posible -. No importa lo que dice tu padre y tampoco importa lo que vas a hacer tú. Habría sido otra cosa cualquiera. ¿Te das cuenta? Los dos vivimos en el mismo sitio, pero el sitio no es el mismo país. El sitio no es de verdad, lo que es de verdad es lo que es distinto. Y siempre sería así. Tampoco es verdad que nos hayamos encontrado en el mismo lugar. Tú y yo, aquí, somos mentira. Lo verdadero es lo que vendría después. Una cosa y otra, igual que después de ésta vendrán más, una tras otra. Nosotros también nos haremos distintos. Eso es lo que hay que saber. El camino son muchos caminos que van a cruzarse.
– Cuando mi padre muera, puede que yo no haga nada de lo que digo -desde el primer momento supo que ese consuelo no se lo había pedido nadie y que, además, ese consuelo era la parte más débil de sí mismo y la parte más débil con Salima.
Salima dejó de mover los dedos. Sintió cómo los crispaba un impulso que desapareció enseguida en una distensión que era un nuevo meandro del flujo común.
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