Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Martin rodeó el jardín de la plaza y se metió por una calle con la fachada del mercado al fondo. De pronto, aminoró el paso y miró por el rabillo la acera contraria. Llegó a hacer el movimiento de desvío, pero finalmente siguió por la misma vereda, aunque con una lentitud evidente.

Otro muchacho blanco, casi de su estatura, se acercaba por la misma acera en dirección opuesta. Llevaba el pelo engominado y vestía con un traje de persona de más edad que la suya.

– Hola, Jorge -dijo Martin fríamente.

– Me han dicho que te vas a Tetuán -empezó a decir el otro, bastante nervioso, pero con el ánimo evidente de cuajar la conversación.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Tu prima Elisa -contestó Jorge, azorado.

– No es mi prima.

– A mí me mandan a Madrid y el año que viene entraré en Derecho -Jorge trataba de anudar por algún sitio, pero el rostro de Martin lo repelía todo.

– ¿Te mandan?

– Bueno, también quiero ir yo -Jorge hizo el movimiento de colocar el cuerpo dentro del traje -. ¿No podríamos hablar antes de que me marchara?

– Tengo que hacer muchas cosas. Ya veremos. Se me está haciendo tarde.

Martin rodeó al otro y empezó a irse.

– Me gustaría saber por qué no hablas conmigo desde hace cuatro años, desde lo de Botho. Éramos amigos, tendrías que haberme dado una explicación -fue lo único que sonó con firmeza en los labios de Jorge.

– Tengo que irme -ahora Martin resultó menos seguro, aunque de todas formas le dio la espalda y torció por la primera esquina, mientras Jorge se quedaba viéndole marchar.

Entró en un vestíbulo con tinajas grandes y se metió por una puerta de la izquierda. Buscó a su padre en un salón de paredes blancas, manteles de cuadros rojos, aperos de mar colgados por todas partes y resguardado del sol de afuera por una atmósfera de sótano. El maestro ya estaba en la mesa, en un rincón del local vacío.

– He pedido arroz y chuletas -dijo el padre, mientras Martin se sentaba- Es lo que pides siempre.

– ¿Tienes que irte enseguida?

– Claro que no. Pero lo peor de los restaurantes es tener que esperar la comida. Ya se sabe que los valencianos no son muy veloces -comentó el padre estirando la servilleta en los muslos y con aire apresurado, a pesar de todo.

– ¿Y Zora no ha dicho nada? Cada vez que salimos a comer se pasa dos días sin abrir la boca.

– No -respondió el padre sin mucha convicción-. Creo que no.

Trajeron el arroz y el camarero se quedó preguntando hasta que el maestro le despidió con un ademán.

El hombre mayor comió en silencio, sin levantar en ningún momento la cara del plato. El muchacho, en cambio, se detenía y levantaba la vista. Cada vez, parecía estar seguro de que la mirada le sería devuelta y cada vez volvía a coger el cubierto con la incertidumbre del olvidadizo que retoma una tarea.

El mismo camarero -al que se podía suponer en el inmediato pasado mirando por la ranura de la cocina los progresos de sus únicos clientes- se llevó los platos y desapareció de nuevo. El maestro miró por encima de la coronilla del hijo hacia el fondo de mesas desocupadas y ventanucos con rejas. Dos veces, al menos, volvió a colocarse la servilleta invisible. El último ejercicio de silencio consistió en juntar las manos y apoyarlas, de codos en la mesa, sobre la mejilla, empujando la cara y la vista en una dirección que apenas rozaba a Martin.

– Creí que tenías que contarme algo -fue capaz de decir, aunque fijándose en la mano que rascaba el mantel, su propia mano que en realidad quería rascar en el muro de piel amarilla y huesos secos que había delante.

El padre parpadeó y se esforzó en mirarle mientras deshacía el nudo de las manos con una sonrisa inconsciente. Una mueca destemplada en el cuerpo que estaba diciendo otras cosas. Pero el parpadeo, el movimiento de las manos y de la boca acabaron por dar forma a una idea que el dueño debió considerar útil: la mueca se mantuvo y dio continuidad a lo siguiente.

– También yo he creído que tenías que contarme algo -sólo un giro distraído a la puerta por donde seguía sin aparecer el camarero-. Has estado tres días en Tetuán y no has hablado mucho.

– Te dejé los papeles – repuso Martin sin la seguridad de que aquello fuera una invitación clara a hablar del asunto.

– Eran sólo papeles -añadió el maestro retirándose ligeramente y abriendo un espacio, también ligeramente, defensivo.

– ¿Quieres que hable de Tetuán?

– ¿Es que no quieres hablar?

Martin buscó en la silla una posición que no acabó de encontrar. Puso las dos manos en la mesa y después volvió a guardarlas debajo. Esas manos pudieron quedarse allí para contar las cantidades de lo que decía.

– Te he visto hacerlo desde que era pequeño, pero no es porque tú lo hagas. Estaré allí tres años y luego volveré -sabía que no estaba siendo ordenado-. Claro que quiero hablar, pero hemos hablado más veces.

– Es cierto. Hemos hablado -dijo el padre.

– No quiero volver a España. Quiero quedarme aquí y ser maestro.

El hombre del traje gris no dijo nada.

– Es lo mismo que hiciste tú -debió de tener la sensación de estar convenciendo a su padre, y se detuvo-. ¿Hay algún problema? -fue algo intuitivo.

– No hay ningún problema, Martin. De pronto he pensado que nunca has estado en España. Nada más -el hombre mayor hizo el comentario observando el lado por el que se acercaba el camarero.

Empezó a comer enseguida. Martin no miraba todavía el plato.

– No me acuerdo de la casa en la que vivíamos al principio, pero me acuerdo de que todos los días entraba contigo a clase -estaba convenciéndole y era bastante probable que se hubiera lanzado a ello sin preguntarse cuándo había tomado esa decisión y, sobre todo, qué era lo que había sentido para tomarla-. Y nunca me dejaste ir con otro maestro. Ni siquiera en párvulos. Estoy sentado en la misma mesa desde que tenía cinco años. Recuerdo bien el primer día que fui al Grupo. Había una cola de chavales como yo que llegaba hasta la acera de la calle y dos se estaban pegando por ponerse los primeros. Me escondí detrás de ti y vi cómo los separabas. Después entré tranquilamente siguiendo tus pasos y dando gracias porque no me habías dejado en aquella cola. Cuando llegamos al patio, Omar, el jardinero, te dijo en broma que yo era un chico muy serio y que ya se me veía un señor respetable. Era lo que yo sentía de verdad. El pequeño maestro con la cartera llena de papeles gordos y un sitio insignificante para el bocadillo. Recuerdo haberlo sentido ese primer día y ya siempre. Más todavía en los años siguientes, cuando los chavales empezaron a ser cada vez más pequeños y yo no me movía del sitio.

Martin seguía hablando mientras el padre cortaba pedacitos de carne con la inapetencia fundamental que expresaba todo el cuerpo, pero también con la concentración calculada -en un contraste casi desafiante con la falta de apetito- para no dar ninguna señal evidente de lo que pasaba en su cabeza.

– No quiero ir a Tetuán ni a ninguna parte. Lo que quiero es volver aquí pronto -se había ido encendiendo y esto último pareció alcanzar la cima de la emoción.

– Está bien -intervino estratégicamente el padre-. De todas formas, tienes que hacer algo con lo que hay en el plato. ¿No te parece?

Martin le miró algo desconcertado y cogió los cubiertos. Pero no empezó a comer.

– Tengo ideas sobre cosas que se pueden hacer con el Grupo -dijo con la misma pasión con que decidió empuñar el cuchillo y el tenedor.

– ¿Ideas? -el hombre mayor se limitó a tirar monótonamente del hilo.

– Tenemos niños magrebíes y niños españoles en la escuela, pero nosotros sólo damos una clase de educación. Los niños españoles no saben escribir ni leer en árabe y los magrebíes tienen que olvidar lo que aprenden en su casa y lo que ven en su propia tierra para poder ser como nosotros. Es un error. Si están juntos, hay que aprovechar que estén juntos.

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