Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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Tuvo la sensación de haber quedado exhausto nada más zafarse del primer agarrón. Pero las uñas, los gritos y las patadas prosiguieron el trabajo maquinal durante tiempo. Parecía como si el cansancio hubiera separado las aspas de rabia temerosa de su centro nervioso. Y quizá por eso mismo no sintió los puñetazos y los codazos que vinieron después de los agarrones, mucho más precisos y dirigidos por una cara que apuntaba antes de lanzar el golpe. Vio los puños cerrados volar por encima de él y luego llegar a él y perderse en un colchón de nervios dormidos. Tuvo tiempo de verlos y examinarlos con una atención ajena al dolor. No eran más que huesos encogidos volando a una velocidad de túnel y haciéndose grandes de repente encima de sus ojos. Cuanto menos daño le hacían, más fácil le pareció el movimiento, despojado de la brutalidad y reducido a ejercicio.

Tal vez los golpes habían hecho su efecto tiempo atrás y ahora sólo estaba muriendo. Si era así, no costaba nada cerrar el propio puño, apuntar en la dirección precisa y lanzar el golpe. Un moribundo tenía derecho a hacerlo todo y, en particular, tenía más derecho que nadie a hacer lo que la vida había vuelto contra él, a ponerse en el lugar de lo que había temido y a ser, aunque no durase más que un instante, el capitán de todos los demonios que le habían vencido.

Cerró el puño, miró en la dirección precisa -esa ceremonia en la que se veía visto por el otro con el puño delante de la cara le pareció el punto álgido- y soltó el golpe. No sintió el contacto con la diana. Pero la camisa blanca se fue hacia atrás con un remolino de trapo y se quedó clavada a varios pasos, esperando quizá alguna ventolera.

También el cielo empezaba a dar un horizonte blanco.

– Tú estás muerto -dijo el extraño con la voz más vieja que le había escuchado.

– Todavía, no -dijo el soldado, mirando su puño cerrado y pensando sólo en su puño cerrado.

– Estás muerto -repitió mientras el cielo le empujaba hacia el río.

Todavía, no. Porque esa noche también había sido suya.

10

La calle parecía más polvorienta que las otras. Martin la paseaba yendo de lado a lado, mirando con la actitud errática del que tiene mucho tiempo por delante y poco con que llenarlo. También el sol parecía más perpendicular que otras veces, más amarillo y disuelto en el cielo arenoso. Se detuvo bajo un cartel que decía Cine Chinguiti, miró por una cancela el vestíbulo oscuro y se dio media vuelta enseguida. La calle terminaba y, con la espalda en la cancela, observó la plaza a la que se estaba acercando. La misma plaza con el jardín en el centro, los arcos de la fachada del zoco y la tienda de Yibari.

Echó a andar con paso un poco más decidido, espió de pasada por las cristaleras del café que hacía esquina y bordeó la plaza hasta un arco pequeño y una puerta baja por la que se veía la calle grande del zoco. No se metió dentro. Se limitó a quedarse en esa puerta con las manos en los bolsillos y la cara asomada a las casas azules, los parasoles, las esteras y la gente alrededor de las esteras, mucha más gente que la vez en que el grupo de chiquillos tuvo que decidir bajar al puente del Lucus.

Martin no pareció interesado en el ajetreo comercial -dividido igual que la calle por el regato negro y pestilente- sino sólo en la parte más cercana a la puerta. Puestos en fila, igual que un comité despidiendo a invitados que salían por ese lado, había ciegos gritando jaculatorias con gorros de ganchillo y platos de madera. Eran gritos de verdad y la palabra Allah, tal vez la única que se articulaba, sonaba desde el fondo con un ruido visceral antes de escapar por la boca como un demonio liberado. Los que salían les miraban con miedo y los más temerosos terminaban echando una moneda que apenas permanecía en el plato una ráfaga de segundo antes de pasar a un saco atado al cinturón. Sólo en un caso las monedas hacían un recorrido distinto. Era un ciego que las palpaba en el recipiente y después las metía en la boca. Hacía el gesto de masticar durante un rato y después escupía la moneda en un grumo de saliva directamente al saco. Medía cerca de dos metros y del gorro le colgaban unas trenzas de hilo grueso que bajaban por la estatura imponente. No era del todo magrebí. Parecía de una raza más oscura, tenía los labios gordos y partidos por una cuchillada central, y el sitio de la nariz marcado por dos simples agujeros que miraban de frente. Su tripa puntiaguda no era la de un mendigo. No tenía más semejanza con los otros que las pupilas blancas clavadas en el cielo y el plato de madera.

– ¿Eres tú, Martin? -dijo la voz ronca seguida de una sonrisa que le hizo guiñar el ojo que estaba más cerca del muchacho.

– Me has visto -contestó Martin en el tono de estar jugando a un juego conocido.

– Cualquier pastor puede ver al carnero blanco -las grasas del ciego temblaron en una especie de risa interior que desbarataba el rostro-. ¿Dónde vas?

– Voy a comer con mi padre.

– ¿No comes todos los días con tu padre? -el ciego volvió a agitarse con la misma especie de risa.

– Hoy vamos a comer en el Centro.

– ¿Hoy es un día especial?

– Supongo que sí -el muchacho se quedó pensativo un momento-. En septiembre me voy a Tetuán -dijo como si se le hubiera ocurrido en ese momento.

– Tetuán está lejos. ¿Dan algo allí?

– Voy a ser maestro.

– Eso es algo. Algo y algo. Así va el mundo. Tu padre también te dará algo. Por eso vais a comer en el Centro, ¿eh, Martin?

– Será como tú digas, Alí. Un marabú lo sabe todo -estaba pinchando al ciego.

Alí puso una cara exageradamente reflexiva y pareció alejarse de las palabras de Martin con una expresión remota: todo ello en un cambio brusco de la cara al alcance exclusivo de los que no pueden verse.

– Mi padre también era un hombre santo. Paraba en casa una vez al año y nadie sabía nunca de dónde venía. Yo me quedé ciego muy pequeño y creí que era por ser hijo de aquel padre. Un día, cuando yo tenía veinte años, volvió al poblado y dijo que nunca se volvería a marchar. Era un anciano. Entonces le dije que quería ser un hombre santo como él y andar por el mundo. Pero no me contestó. Se lo repetí muchas veces y él siguió callado. Hasta que un día le anuncié que me marchaba. Tampoco dijo nada. Cuando salía por la puerta, me agarró del brazo y me puso en la mano este gorro de aquí. Yo le dije: ¿para qué quiero este gorro? Y él contestó: tu abuelo me lo dio. Me puse a andar con el gorro en la mano y pensando lo poca cosa que era el gorro comparado con todo lo que mi padre sabía y me podía haber dicho. También pensaba: sólo me ha dado lo que le dieron a él, nada. Entonces estaba enfadado con mi padre, pero antes de entrar en el primer pueblo, me puse el gorro. Y recuerdo los gritos de niños que me rodearon y parecían muchos: ¡marabú, marabú! Desde siempre fui marabú. ¿Tú crees que lo hizo el gorro, Martin? Un padre sólo te da lo que le han dado, fue lo que pensé después de todo. El ciego se quedó meditando un par de segundos.

– Lo que pasa es que eso puede ser bueno o malo -concluyó sin explicarse más.

– Oye, Alí. ¿Y tú qué das a los que te echan la moneda?

– Eres un niño, Martin. Siempre haces la misma pregunta, la misma desde que eras un crío. Es lo que más te gusta de todo. La pregunta del carnero blanco.

– Venga, Alí. Contesta.

El rostro de Alí volvió a sonreír y a guiñar el ojo.

– Yo soy un hombre santo y hago santas las monedas con mi saliva y, de ese modo, hago santos a los que me dan las monedas. Algo y algo. Así va el mundo. ¿Ya te marchas?

– Es la hora. Adiós, Alí.

– Puede ser bueno o malo -murmuró Alí antes de soltar otro trueno y conmocionar a los que intentaban pasar por la puerta sin pagar sus bendiciones.

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